XII

1916 Words
DOCE DÍAS DESAPARECIDA. Ni siquiera tomo en cuenta los pasos de la persona que se acerca. El café que pedí por mero compromiso es puesto sobre el mantel de bambú. Solicito azúcar extra. La mesera se va. Cuando estoy a solas con la invitada que tengo enfrente, comienzo: —Te cité aquí porque quiero que hablemos —le digo con toda la tranquilidad que me es posible mostrar. Ella mueve en círculos su cuchara sobre el líquido caliente. —Sí, señora. Dígame cómo puedo ayudarla —me responde Sherlyn. Su inocente apariencia ahora se siente como una máscara que puede resultar perfecta si guardas maldad en el interior. Le pedí que nos viéramos en una cafetería cercana a su casa. No sé si les dijo a sus padres, pero la han dejado venir sola. Antes, me toco el pecho. —Voy a hacerte una pregunta con el corazón en la mano, como la madre desesperada que soy. —Tomo aire para no flaquear, luego sigo y pongo todo de mí para conmoverla—: ¿Qué sabes de mi hija? Dime la verdad. ¿Sabes dónde está? No habrá problemas si sabes qué le pasó, si se fue por gusto… o si pelearon y se salió de control. Lo que sea, pero, por favor, dímelo. Sherlyn ni siquiera se inmuta. Me observa confiada y procede a responder: —Señora, no sé nada. La última vez que la vi fue en la escuela, a la salida. Nos despedimos y desde entonces estoy igual que usted. Me duele mucho todo esto. Ojalá pudiera ayudar más. Hay una reunión de seis personas cerca de nosotros, conversan con gran emoción y sus voces y risas aumentan de intensidad. En otros tiempos me habrían molestado, pero presto toda la atención a las expresiones de Sherlyn. Quiero encontrar en ella la duda, la vacilación, el miedo, aunque sea fugaz… Vi venir lo que dice, ya lo tenía previsto, así que suelto el anzuelo: —¿Es verdad que te besaste con su novio? —En cuanto lo digo la veo asentir, avergonzada—. ¿Por qué? Sherlyn cambia de postura, se mueve a un lado, sus hombros se encorvan. Ni siquiera es capaz de verme a los ojos. Se mantiene con la cabeza inclinada hacia la mesa. Revuelve su café, pero no le da ni un sorbo. —Es… Estábamos… mareados los dos —dice en voz baja—. ¡Fue una tontería! Pero yo le pedí a Abi que me perdonara y todo terminó bien. —¿Santiago te gusta? —una interrogante innecesaria, pero sale sin más. —¡No! Claro que no. —Abre los ojos de par en par cuando lo dice. Puedo asegurar que se siente ofendida. Lucho por relajarme, debo hacerlo. Respiro hondo y vuelvo a ver a la joven. Uso una voz más cálida para renovar la confianza. —Dime, ¿sabes si él maltrataba a mi hija? Ella se queda con la vista perdida, como cuando se tiene una lucha interna, hasta que por fin sus labios se separan: —Maltratarla no, pero sí es muy celoso y supimos que la engañó con una de primer año. Todos los sabían, menos Abi. Me convenzo de que la charla no me llevará a ningún lado y le doy la última oportunidad. Pongo mi mano sobre la suya, quiero que sepa que estoy dispuesta a perdonar lo que sea. —¿Me juras que no sabes nada de Abigaíl? —susurro y una lágrima se escapa de mi ojo izquierdo por todos los sentimientos que buscan emerger. —No —pronuncia firme. ¡Ya está! No podré obtener nada útil. —Gracias por tu ayuda. Es hora de retirarme del lugar. Nos despedimos cordiales. Cada una se va por su lado y yo tomo un taxi a casa. El detective irá a la una de la tarde para darnos su informe sobre la investigación. Nadie sabe de la reunión que he tenido y pienso mantenerlo en secreto. A partir de aquí, si Sherlyn resulta implicada, no habrá misericordia en mí. Si mintió, desaprovechó la valiosa oferta que le di. Apenas llego, me tiro en el sillón. Los zapatos que tengo puestos son de verdad incómodos. De pronto el pasado me ataca como espectro agazapado que se abalanza cuando cierro los ojos. En mi sueño revivo el momento en que mi pequeña hija entró a hurtadillas a mi recámara oscura. Apenas tenía cinco años y creyó que no la vi porque yo estaba sobre la cama con los ojos cerrados. Con el mayor cuidado que una niñita puede tener, dejó una hoja doblada sobre la mesita de noche y se fue corriendo. Desanimada, rota, lancé mi mano hacia el papel y lo abrí. No olvido que las lágrimas empezaron a salir porque lo que vi fue una suave caricia en el alma destrozada. Abi me hizo un hermoso dibujo. Sabía que ella me vio llorando varias veces por mi madre que falleció dos meses atrás. Con su arte infantil nos plasmó a las dos, sentadas sobre el sillón que tanto le gustaba a mi madre, allí donde bebíamos té y platicábamos sobre lo que se nos ocurriera. ¡La extrañaba tanto! Fue su tierno regalo el que me dio el valor para por fin levantarme de la cama y continuar. Nunca le dije lo importante que fue su detalle. El aroma de una salsa pica mi nariz y regreso al presente. Mi nuera Natalia es una buena cocinera y ha hecho el enorme favor de preparar la comida que dejé de hacer desde que Abi no está. En ese momento me detengo a pensar. El sueño que tuve fue agridulce, pero me recuerda todo lo bueno que gocé: a mis hijos sanos y conmigo, a mi hogar estable y la esperanza de un futuro próspero. Si por mi fuera me regresaría a sostener el dibujo de mi tierna niña, abrazaría más a mis niños, besaría cientos de veces sus frentes, los vería dormir agradecida. A los cinco minutos llaman a la puerta. Leonardo llega puntual. José Luis es quien le abre. Yo me arreglo el cabello y acomodo rápido el sofá para recibirlo. Eduardo, José Luis, Natalia, Pablo, Eleonor, Alma y Luis toman asiento también. El equipo incansable está al pie de lucha y me estremezco al vernos juntos. Se puede percibir el calor que producimos, aunque en lugar de molestarme, me brinda valor. —¿Cómo les fue con el jefe de Gobierno? —nos pregunta el detective después de sentarse. Por alguna extraña razón, lo siento distinto, pero no me animo a cuestionarlo. Tal vez solo ha tenido un día complicado. —Bien —respondo a prisa—. Demasiado bien. —¿Y eso es malo? —interviene confundido Eduardo. —No le creí nada —dice severo Luis. Eso es justo lo que cruza por mi mente, aunque él me gana en externarlo. —Es un suplente y ya. Tal vez no le importa prometer a diestra y siniestra —señala Leonardo. No parece impresionado por la afirmación que ha escuchado. En realidad, el jefe de Gobierno consiguió el puesto debido a todo un problema mediático que se dio con el anterior. Me alegro al saber que lo que sentí no ha sido producto de mi imaginación. El hombre fue tan efusivo, tan amable, que se volvió obvia su falsedad. —Puede que esta vez se hagan las cosas bien. —Me intento convencer de que decía la verdad. Sería una valiosa ayuda que así fuera—. Prometió que agilizaría la búsqueda, que el presupuesto no sería un problema, que la encontraríamos. —Ojalá que así sea —dice Leonardo. Su vista va y viene de las personas que lo rodean. Casi puedo adivinar que va a dejar caer una bomba en medio de la sala. —¡Dígalo ya! —le ordeno nerviosa. Él comprende mi petición y se aclara la garganta. Todos lo observamos vigilantes y parece que nadie respira porque no se escucha sonido alguno. —No… no sé cómo decir esto de la mejor manera, pero la ayuda del jefe de Gobierno es bastante oportuna. El día de ayer llegó a la agencia la copia de un archivo con fotografías de una red de trata de blancas que acaban de desmantelar. —¡Dios! ¡No! —exclaman al unísono mis primas. Las tengo a mi lado y se puede ver el horror en sus caras. Es casi seguro que así me veo yo también. Luis ni siquiera es capaz de hablar. —Necesito que vean algunas imágenes —prosigue Leonardo—. Temo que es posible que Abigaíl sea una de las víctimas. Deben saber que varias de ellas son mortales. —Hace una breve pausa—. El equipo separó las fotografías que cumplen con las características. Será más fácil así. Debemos ir a la agencia, es un archivo clasificado. Parece que Leonardo se libera de su carga, pero ahora la tenemos encima nosotros. Lastima nuestras espaldas. Lo sé porque cada m*****o de mi familia tiene los hombros encorvados. Eduardo se levanta de un tirón. —¡Yo lo haré! —Lo haremos los tres —añade Pablo y gira a ver a sus dos hermanos. —Pero… —Déjanos hacerlo, mamá. —Eduardo me mira con sus ojos a punto de llorar. Parece que se han puesto de acuerdo, pero sé que salió de manera natural. Es en ese tipo de circunstancias donde las manadas se mantienen sincronizadas. De reojo veo que Natalia aprieta la mano de José Luis. Busca infundirle valor. —Está bien —acepto a sabiendas que no seré capaz de soportar ver a mi hija en un álbum macabro de mujeres usadas para fines… espantosos—. Pero su padre y yo vamos a ir, aunque no pasemos. —Perfecto —acepta José Luis y se pone de pie—. Vámonos. Todos nos repartimos en el coche del detective y el nuestro. Esta vez ninguno se queda en la casa porque todos quieren saber, a todos nos quema y nos urge. Desde que Abi desapareció todo se volvió tan lento para mí. El tráfico nos lleva más de una hora hasta que al fin llegamos a la agencia. El contacto con ellos fue por teléfono y el pago por depósito bancario, así que es la primera vez que entramos al edificio donde tienen sus oficinas. Están instalados en el piso veinte. Me duele la cabeza cuando el elevador se abre. El conflicto de querer y no querer saber hace acto de presencia. —Pueden esperar aquí —nos dice Leonardo a Luis, Natalia, mis primas y yo, y apunta hacia unas sillas que están soldadas unas con otras. Después gira a ver a mis hijos—. Ustedes vengan conmigo. Ellos tres van detrás de él. Se meten a lo que parece una sala de juntas, se puede ver la mesa redonda. La puerta se cierra y una gota de sudor corre por mi frente. Para relajarme, si eso es posible, comienzo a inspeccionar el lugar. Es amplio y con más de veinte cubículos, varios de ellos están ocupados por personas que se ven como seguro nos vemos nosotros: destrozados por completo. «¿Todos serán desaparecidos?», pienso en los casos y rezo porque no sea así, porque cada persona que veo secándose las lágrimas o luciendo unas inmensas ojeras no estén sufriendo lo que estoy sufriendo yo.
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