XI

2498 Words
DIEZ DÍAS DESAPARECIDA. —El muchacho aceptó que iba a dejarla, pero asegura que no tenía planeado cuándo. Me dijo que le empezó a gustar una compañera y quería intentar algo con ella —nos narra el detective. Leonardo ha venido a vernos casi a las once de la noche, aunque ya no nos parece raro. Estamos sentados en la sala como de costumbre y él parece pensativo, pero no externa lo que sospecha. Hoy volvió a interrogar a Santiago sin avisarnos antes. Sigo creyendo que el camino que quiere seguir es equivocado. Los jóvenes son eso: jóvenes. Un día tienen una novia y al siguiente otra, tan simple como dejar a la chica y ya está. ¿Por qué hacerle daño? ¿Por qué meterse en líos grandes si solo es un noviazgo? ¿Por qué el detective no se está tranquilo con Santiago? —Sé que sueno como una completa ignorante, pero ¿eso de qué nos sirve? —lo cuestiono, después de darle un sorbo al té que Luis me preparó. Es un día difícil para mí porque el dolor de la mujer que encontró a su hija aún me carcome. —Todavía no sabemos cómo se movió de lugar Abigaíl. Hemos revisado el video una y otra vez, checamos en las imágenes cada carro que pasó entre las tres y las cinco de la tarde, pero no logramos identificar algo que sirva. La calidad no es tan buena como quisiera. Percibo la incredulidad en Leonardo, hasta ahora no ha obtenido nada útil y sospecho que se siente frustrado por eso. —Es como si no hubiera salido de la casa. —¿Qué? —suelto. Me pongo a pensar en lo que Pablo ha dicho. Nosotros no tenemos áticos ni bodegas, mucho menos cuartos ocultos donde pudiera estar. —Ya vinieron a revisar la casa los investigadores del ministerio —confirma Eleonor. Los investigadores, si se pueden llamar así porque parecen personas sin educación básica, que enviaron del ministerio han hecho mucho menos. Tal parece que nos culpan o buscan culpar a Abi de su propia desaparición. —Y ya pasó bastante tiempo. Si tuvieran un cuerpo dentro, lo sabrían. A menos que… Puede ser… —Leonardo divaga. Casi puedo ver la proyección de sus pensamientos, con varias líneas saliendo del punto de inicio como lentas ramas buscando un enlace. Mi esposo se remueve en el sillón, se pone derecho y dice lo que temíamos preguntar: —¿Podríamos estar ante eso del robo de blancas? —¿Trata de blancas? —El detective mueve la cabeza de arriba abajo antes de responder—: Los tratantes son depredadores que acechan a las jovencitas. Usan carros con placas falsas y tienen sus trucos bien armados para pasar desapercibidos. Todos detenemos el aire en los pulmones. Estoy segura de que el solo pensar que nuestra Abi está pasando por algo tan horrible nos arrebata la fe. —Si… si fuera así, ¿qué posibilidad hay de rescatarla? —vuelve a interrogar un Luis más nervioso. Su barbilla tirita y sus ojos se humedecen. Leonardo se queda pensando, mira hacia la pared, suspira y baja el rostro. —Pocas. Aprecio su sinceridad, de verdad la aprecio, pero en este momento me provoca ganas de vaciar el estómago. La tristeza se apodera de mí. Necesito gritar, gritar como una loca, como la llorona que busca espectral a sus hijos y recorre las calles nocturnas lamentando su pérdida. —Detective, sigamos con esto, no pensamos detenernos. —¡Jamás nos vamos a detener! —secundo la frase de Luis. Es verdad, no pienso detenerme, así tenga que ir hasta lo más sucio, despreciable y peligroso que exista. Despedimos con toda la cortesía a Leonardo. Seguro para él también fue un largo día. No hemos parado en este tiempo, sobre todo él. Nosotros visitamos periódicos, hospitales, morgues... Repartimos carteles con sus datos en escuelas, centros comerciales, parques, paradas de camiones… La radio ha vuelto a pasar la nota un par de veces más. Nuestros conocidos siguen al pendiente, ayudan a su manera. Lo doloroso de esto es que no obtenemos más, ¡no hay nada! Solo contamos con un bolso, una cámara que no la vio y un montón de preguntas sin respuesta. —Mamá, papá —nos llama Pablo, entreabriendo nuestra puerta—, ¿pueden venir? Son las seis de la mañana, he dormido fatal y me levanto con un dolor de cabeza insoportable. La mala alimentación y poco descanso ya me pasa factura. Jamás fui una mujer delgada, pero ahora soy capaz de sentir los huesos de las caderas. Sé que Luis está igual de afectado. A decir verdad, a él lo veo peor que a mí. Es urgente mejorar, aunque nos cueste pasar el bocado. La salud es vital para soportar lo que venga. Ni siquiera nos vestimos y salimos a la sala. Ahora nuestra habitación es la de la planta baja. Nos mudamos a esa para estar más cerca de la puerta. Lo primero que veo es una maleta. Un escalofrío me recorre y termina en mi nariz. Mis ojos se llenan de lágrimas. —¡José! —Ha llegado mi hijo, el mayor, junto con su esposa: Natalia. No esperaba que viniera. Me voy directo a estrecharlo en cuanto lo reconozco. —Perdóname por no venir antes —me dice en medio del cálido abrazo. —No hay nada que perdonar, hijo —estoy segura de lo que digo. Elegimos dejar descansar a los demás, les hace mucha falta. Seguro Pablo ya sabía de la visita, pero se lo reservó. Preparo café y nos sentamos en el comedor. Les contamos a los dos todos los detalles. Al terminar, José Luis hace la mueca que ya reconozco: una que indica que no es suficiente, que faltan piezas en el enorme rompecabezas de esta pesadilla. En la casa tenemos cuatro habitaciones en total: tres en el segundo piso y una abajo. Cambiamos a Alma y a Eleonor a la habitación de arriba que usábamos nosotros. Al fondo está la de Pablo, allí también duerme Eduardo durante su estancia. La de en medio es la de mi Abi y he pedido que nadie la toque. No permito que entren ni muevan nada. A ella no le va a gustar que esté algo diferente cuando regrese. Porque va a regresar, ¡lo sé! Pablo se ofrece a quedarse en la sala junto con Eduardo. Le ha cedido su espacio a su hermano mayor para que su esposa y él estén cómodos. Ellos piensan quedarse solo una semana por sus trabajos, tomaron sus vacaciones para poder venir. En otros tiempos esta reunión me hubiera vuelto loca de alegría. Mi José es esa clase de persona que transmite paz. Tal vez por eso le calza tan bien el ser médico. Con su sola presencia me tranquiliza. Desde que era niño amaba conversar con él. Podía pasar largos ratos respondiendo sus curiosas preguntas. Creo que nació con la madurez incluida. Natalia se adelanta a acomodar sus pertenencias. Mis hijos menores le ayudan a subir el equipaje. José Luis se queda con nosotros y vuelve a abrazarme. Es un hombre grande y tiene brazos anchos. Con su fuerza junta un poco los pedazos en los que me he convertido. Cuando nos separamos, nos habla en voz más baja: —Logré localizar a un colega del Hospital General, hicimos las prácticas juntos. Le pasé los datos de mi hermana y va a estar pendiente por si llega a verla. También le pedí un favor, un favor especial. Él es pariente lejano del jefe de Gobierno. Le llamó al saber la situación que vivimos. —José hace una pausa, nos contempla—. Está dispuesto a recibirlos mañana a las once de la mañana. Sé que es apresurado, pero me confirmó hace unas pocas horas. La noticia provoca que mi corazón se acelere; es de esas chispas de esperanza que te sorprenden. Mi enorme sonrisa termina en llanto gracias a la emoción. —¡Oh por Dios! No puedo creerlo. —Tapo mi boca y siento el brazo de Luis cuando me sujeta. —Puede que sirva de algo —dice mi hijo. Nos unimos los tres con las manos. José está igual de asustado por su hermana, pero lo conozco tan bien que sé que prefiere ocultar su angustia. Lo observo, queriendo decirle más con mis ojos que con mis palabras. —Servirá. Servirá, mi amor, ya lo verás. Una vez que todos estamos despiertos, ponemos manos a la obra. Eduardo y Pablo se encargan del teléfono. Llaman a los hospitales; eso se hace a diario, dos veces al día, a veces tres cuando nos gana la desesperación. Luis, Eleonor y Alma van a ir a dos periódicos más pequeños que no responden llamadas. Debemos agotar todas las opciones. José Luis y Natalia se ofrecen a acompañarme a dejar carteles al metro. Salimos caminando. La estación no queda muy lejos. Es la estación a la que tenía que llegar mi hija. Yo voy detrás de ellos. Observo cada casa, cada árbol sembrado que decora la acera, cada roca… Medito en por qué Abigaíl no pasó por allí. De pronto, como si una fuerza invisible me tocara, giro el rostro a la derecha y ¡allí veo a alguien que no creí encontrar! Parece preocupada y está parada sola, lleva su mochila a la espalda y mueve los pies de un lado a otro. Detengo a José del brazo. Con una seña de mi dedo les indico que me sigan. Cruzo veloz la calle. Ella no me ve porque tiene la vista clavada en el suelo de la banqueta. —¿Jazmín? —la llamo. En cuanto la alcanzo tomo su hombro—. ¿Qué haces por esto rumbos? Tú no vives por aquí. —Señora. —Se pone tan pálida que parece que se va a desmayar—. Yo… Es que… —. Luce en serio asustada, las palabras no le salen. Cambio mi tono de voz por uno más relajado. Quiero crear confianza. —¿Ibas para mi casa? —Sí. —Mueve varias veces la cabeza. El sudor recorre su frente, aunque está fresco. —¿Hay algo que tienes que decirnos? La jovencita vuelve a mover la cabeza en señal de afirmación. Respira muy hondo. Tiene las manos aferradas a las correas de la mochila. —Quería decirles que… Sherlyn, ella… —intenta narrar, pero le cuesta trabajo proseguir. Suelta un largo suspiro, se queda pensando por un instante y regresa a vernos. —Está bien, no hay policías, solo somos nosotros —la incito. Ella vuelve a respirar. Esta vez noto que se ha convencido, aunque no nos observa. —En mi fiesta, de la que tanto preguntan, deben saber que no se cometió un crimen o una cosa así, como seguro piensan. Todo iba muy bien. Bebimos, sí, pero lo normal. —Resopla leve—. La cosa se puso fea porque Sherlyn se emborrachó. Ella no aguanta mucho y se pone muy impertinente. Le dije que no tomara, pero es terca. Entre el relajo se atrevió a besar a Santiago. Lo malo fue que él le respondió y solo había tomado una cerveza. —Me mira de reojo por un breve instante—. Para mala suerte, Abi los vio. Los tres discutieron. Santiago le echó la culpa a Sherlyn y ella no lo negó. Ahí la pelea se puso peor, no a golpes, pero se insultaron bastante, y luego Abi se fue. Santiago la siguió nada más porque le insistimos que lo hiciera. —Se detiene un momento y aclara la garganta—. Sé que cuando nos hicieron las preguntas yo dije que él era un buen novio, pero mentí —su voz suena quebrada—. ¡Tenía miedo de meterme en problemas! ¡Me iban a regañar! —Por fin me encara. Parece en serio convencida de lo que está contándonos—. Santiago no la quiere tanto como les hace creer, la engaña cada que puede, la cela y la controla. Muchas veces le aconsejé a Abi que lo dejara, traté de abrirle los ojos, pero está muy enamorada. —¿Qué pasó con la amiga? —le pregunto enseguida. Más preguntas se unen a mi largo cuestionario mental. —Abi y Sherlyn estuvieron alejadas nada más dos días. Su hija tiene un corazón enorme y la perdonó cuando ella le explicó que se le pasó el alcohol. José Luis interviene. Seguro sabe que estoy callada procesando la confesión de la muchacha. —¿Crees que eso pudo haber influido en su desaparición? Jazmín lo contempla temerosa, pero mi hijo sabe manipular esa especie de energía que tenemos las personas. —Creo… Creo que Sherlyn y Santiago no son tan inocentes como dicen. —Se toca el pecho—. Pero es solo una corazonada, lo juro. —Pasa saliva—. Sería bueno que investiguen más sobre ellos. —¿Por qué no dijiste esto antes? —musito. Estoy aguantando las ganas de llorar debido a la frustración. La joven da un paso hacia atrás. —Porque quedamos en que nunca lo contaríamos. Sherlyn piensa que no es importante, que fue un problema de amigas y ya. Pero yo… —su voz se quiebra y sus ojos enrojecen—. ¡Yo no puedo dormir, no puedo comer, no puedo estar en paz! Me hace mucha falta. Es mi mejor amiga y quiero que vuelva. —¿Sabes más cosas que no nos hayas contado? —la sigue interrogando mi hijo con bastante tacto. —Sí —responde y nos mira a los tres—. No sé de dónde sacó Sherlyn que nos seguían, pero es mentira. Nunca vi a alguien que lo hiciera. A ella a veces la seguía un par de calles un enamorado que tiene, pero solo a ella y lo conocemos de hace tiempo. El hombre que describió ni se le parece. ¡Me llena de rabia saber que tal vez estamos buscando un invento, a un culpable que no existe, que es producto de un engaño de una muchachita sin escrúpulos! —Te agradezco que te atrevieras. —Deseo parecer amable, aunque por dentro quiero darle un buen regaño por no hablar antes—. Cualquier cosa que veas o escuches, cualquier mínimo detalle, dímelo. Te daré el número de mi celular para que puedas llamarme. —Está bien. —Su semblante cambia, como si dejara caer el peso que le roba la calma. Le doy una hoja de mi agenda con mi número escrito. La joven se sube a un taxi de vuelta a la escuela. Los tres retomamos el camino hacia el metro. Ahora entiendo a Leonardo, él sabe mucho más que yo y su experiencia le indicó lo que no fui capaz de ver. ¡Santiago sí que puede tener algo que ver en la desaparición de mi hija!
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