DIECINUEVE HORAS DESAPARECIDA.
Apenas logramos llegar al carro y nos vemos inmersos en la realidad. Luis me mira como si la vida ya no tuviera sentido. Los tres empezamos a llorar. Eleonor ama a mis hijos, es casi como mi hermana y sé que sufre también por lo que estamos pasando.
—¡Quiero despertar de esta pesadilla! —le digo a Luis.
Él se soba la cara para intentar parar las lágrimas que pocas veces le vi derramar en tantos años juntos.
—Debemos hacer algo más —comenta Eleonor después de calmarse y secarse los enrojecidos ojos—. Hay que pegar fotos en lugares cercanos: plazas, escuelas, paradas del metro, autobuses… Preguntemos a todos sus compañeros.
Entonces recuerdo que debo informar a mi trabajo el motivo por el cual no me presenté, y en cuanto llegamos a la casa me apresuro a llamar. Mi esposo hace lo mismo con el suyo. Trabajamos en distintas escuelas, él en universidad y yo en secundaria. El director reacciona mejor de lo que creí, incluso me pide llevarle volantes para que los alumnos ayuden a pegarlos. Todas las personas que nos rodean nos tienden la mano; personas que incluso nunca nos agradaron.
Llaman a la puerta y me apresuro. Cada vez que suena el timbre me vuelvo loca porque creo que es ella. Abro y veo a tres de sus amigas: Sherlyn, Perla y Jazmín. Traen puesto el uniforme de la escuela: falda azul oscuro a cuadros y camisa blanca. Lucen muy preocupadas.
—Buenos días —me dice Sherlyn.
—¿Ya se enteraron? —les pregunto sin siquiera responder el saludo. Es obvio que los chismes corren más rápido de lo que pensaba.
Las tres asienten.
—Nos dejaron salir de las clases —dice Perla.
Sospecho que miente, pero no me interesa cuestionarla.
—Mi tío trabaja en la radio —continúa—, y quiero pedirle su ayuda. ¿Puede darme los datos completos de Abi?
Ahora me siento fatal por haberles hablado de esa manera, ellas solo quieren ayudar. Las invito a pasar en medio del desastre de la casa porque no he tenido tiempo de limpiar. Les ofrezco agua y se acerca Pablo para interrogarlas.
—¿Ustedes saben algo de mi hermana? —les dice tajante.
Mi hijo se ve tan triste que me asusta porque él siempre ha sido un joven vivaracho y ruidoso. De vez en cuando molesta a su hermana y la carga en su espalda como si siguieran siendo niños, y yo los regaño porque no me gusta que sean tan rudos; ahora solo deseo verlos gritar con esa misma intensidad.
Las tres jovencitas niegan con la cabeza.
—¿Y del novio? ¿Saben algo que pueda ayudar? —escucho decir a Alma, mi prima, quien camina hacia ellas.
—Santiago la quiere mucho, nunca le haría daño —se atreve a comentar Jazmín, que es la más parlanchina de todas y a la que considero la más cercana a mi hija.
Sé que parece que somos unos padres muy liberales al dejar que tenga novio a su edad, pero confiamos en ella y no quise que tuviera las mismas restricciones que yo tuve en la adolescencia. Además, el muchachito viene de una familia de gente trabajadora y honesta, los conocemos de años porque son nuestros colegas. Por eso les dimos la oportunidad de tener una relación, no sin antes advertirles sobre las consecuencias de un embarazo adolescente.
Nuestro único deseo como padres es que todos nuestros hijos tengan una profesión. Hasta el momento llevamos ya tres de cinco.
—Mi hijo Eduardo fue a sacar copias del cartel que hicimos con sus datos, si se esperan un poco más les daré algunos para que puedan ayudarnos a pegarlos o repartirlos. Ahí viene la información para la radio. Te estaré muy agradecida si tu familiar nos ayuda. —Dirijo mi vista hacia Perla.
Eduardo no tarda más de diez minutos y les damos varios carteles. Duele ver la foto de mi hija en una de esas imágenes que tantas veces se ven pegadas en las calles y que hasta hoy no sabía cuánta angustia tenían detrás. Si por mí fuera tapizaría la ciudad entera con su rostro para que las personas presten atención.
Las tres jovencitas se despiden y se van. De verdad parecían afectadas. Me conmueve saber que mi hija es tan querida por la gente que la rodea.
—Rita —me llama Eleonor recién despierta. Ella se vio obligada a irse a dormir porque ya no resistía más. Se detiene en el arco que da a la sala para que la alcance—, márcale a Edmundo.
—¿Edmundo? ¿Para qué?
Eleonor se empieza a poner tensa.
Me doy cuenta de que hay algo que quiere decirme, pero le cuesta trabajo soltarlo.
—Tu hermano tiene… contactos —alcanza a pronunciar en voz baja sin dirigirme la mirada.
—¿A qué te refieres? —No comprendo lo que intenta hacerme saber, mi mente no está trabajando con la rapidez que quisiera.
Mi prima traga saliva y respira profundo.
—Cuando su hijo murió, él dedicó mucho tiempo y dinero para poder dar con los responsables de su muerte —me dice sin subir la voz—. La bala que lo mató salió de una pistola y hubo una época en la que se obsesionó con hallar al dueño.
—¡Pero fue un accidente!
—Lo sé, pero era su hijo, ¿entiendes?
Y sí lo entiendo, ahora lo entiendo muy bien, aunque en su momento fallé como su hermana. Somos ocho hermanos y no hubo uno que le diera su hombro el tiempo suficiente para que él pudiera superarlo; si es que algo así es posible superar. Mi sobrino era muy atrevido a su corta edad, y más seguido de lo que debía se metía en problemas, pero no merecía morir así. Ya han pasado diez años desde que esa tragedia sucedió. Edmundo acabó separándose de su mujer y ahora vive solo en un departamento en Cuautitlán. Pocas veces nos visitamos y por fin comprendo todo lo que debió pasar y el porqué se volvió tan frío y solitario.
—Lo haré —confirmo y evito hacerle más preguntas.
—No debería decírtelo, pero es necesario que nos movamos, aunque sea de esa forma. Estoy segura de que Abi va a volver.
En esas horas, que ya no son pocas para mí, hemos llorado demasiado. Me siento abatida y quiero salir corriendo y gritar el nombre de mi hija por todas partes, pero sé que necesito estar consciente para enfrentar lo que sea que venga.
Llamo a Edmundo a su teléfono celular, aunque no termino de entender a qué se refiere Eleonor. Mi hermano me pide esperar a que salga de su trabajo para platicar en persona.
Ya son las cuatro de la tarde y vuelvo a perderme en el sufrimiento. Van veinticuatro horas desde que vi salir a mi hija con su vestido azul rey y sus zapatos con piedritas plateadas, ondeando la falda con su caminar tan sigiloso. Puedo oler su perfume todavía y mis ojos arden porque vuelvo a llorar y no logro parar.
Todos han salido a cumplir con distintas tareas. Luis fue a entregar carteles, mis primas a ver lo del periódico, y mis hijos van a preguntar otra vez en hospitales y a investigar en los lugares que frecuenta.
Me han obligado a quedarme a cuidar el teléfono. Entiendo que quieren protegerme.
Estoy encerrada en mi recámara, tenemos una extensión telefónica dentro. La nota con su información que escucho en la radio que mantengo encendida, esa que su amiga prometió, me brinda un poco de esperanza. Llegan a mí tantas preguntas: ¿dónde está? ¿Por qué camino se fue? ¿Alguien se la llevó? ¿Para qué? No hemos recibido ni una sola llamada pidiendo su rescate, así que la posibilidad de un secuestro se aleja con cada hora. ¿Y si tuvo un accidente y en el hospital no tienen sus datos todavía? ¿Y si no se acuerda de su nombre o de los nuestros?... Comienzo a recordar las fotografías de las revistas amarillistas, con todos esos cuerpos putrefactos de gente asesinada, y me duele la cabeza de solo imaginar que mi Abi podría salir allí. Poco a poco mi cuerpo se va venciendo, se ha quedado sin fuerzas y dormito, casi desmayándome.
—Te voy a encontrar —digo susurrando, antes de cerrar los ojos.