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Adicto al Sexo

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Aquí encontrarán la historia de un hombre sin nombre, envuelto en el laberinto emocional de su adicción a las relaciones sexuales. Desde los susurros clandestinos de su adolescencia hasta las noches apasionadas que marcan su vida adulta, el protagonista, anónimo y sin restricciones, comparte sus encuentros más íntimos.

Este hombre explora los placeres y las trampas de una vida marcada por la adicción al deseo. A través de sus relatos sin censura, el protagonista revela una búsqueda desesperada de conexión en la espiral de encuentros efímeros. ¿Encontrará redención en el amor genuino o sucumbirá ante la vorágine de su propia obsesión?

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Capítulo 1
Desde temprana edad mi atractiva, pervertida y viciosa prima Esmeralda, que era seis años mayor que yo, consiguió que me acostumbrara, en cuanto había ocasión y ella se encargó de que surgiera desde el momento en que se ofreció a recogerme por la tarde al salir del colegio, a permitir que me bajara el pantalón y el calzoncillo en cabinas telefónicas, cuartos de baño, márgenes del río, portales, rellanos de escaleras y cualquier otro lugar que se la ocurría para que la enseñara mis atributos sexuales que me miraba y tocaba mientras me aseguraba que, unos años más tarde, iba a encontrarme dotado de un m*****o viril impresionante con el que reventaría de placer a las féminas a las que se lo “clavara”. Cuándo se cansaba de sobarme se bajaba ligeramente la braga para ofrecerme su precioso, prieto y redondo culo con intención de que la diera gusto mientras me llenaba de satisfacción el vérselo y tocárselo antes de abrirla con mis manos el orificio anal para, durante unos minutos, lamérselo, introducir mi lengua en su interior y finalmente, hurgarla con uno de mis dedos mientras ella apretaba. Además de habituarme a verla mear, la mayoría de las veces lograba provocarla la defecación por lo que era bastante normal que evacuara delante de mí para que, al terminar, tuviera que limpiarla el ojete con mi lengua, labor que nunca consideré repulsiva. Como aquello me resultaba agradable y estimulante y a pesar de que me costó convencerla, conseguí que accediera a que tal práctica anal fuera mutua. Me encantaba que, durante un buen rato, se encargara de darme placer a través del ano, lamiéndomelo y metiéndome la lengua aunque, en cuanto me forzaba con sus dedos y me obligaba a apretar, no podía evitar liberar el esfínter y me cagaba con más rapidez que ella y si, tras mi primera y masiva evacuación, me volvía a hurgar solía acabar con diarrea, lo que parecía motivarla. Durante el verano me solía llevar a la piscina con el propósito de magrearme en los vestuarios, tanto al entrar como al salir, en el agua y mientras tomaba el sol para lo cual me hacía tumbarme boca abajo y sin importarla demasiado que nos vieran, me bajaba el traje del baño dejándome con el culo al aire y tras acariciarme la masa glútea, metía su mano entre la toalla y mi cuerpo y durante un buen rato se dedicaba a sobarme la chorra y los huevos mientras me pasaba una y otra vez su lengua por la raja del culo y me lamía el ojete. Cuándo no teníamos gente a nuestro alrededor solía echarse sobre mí y separando la parte textil de su traje de baño de la raja vaginal procedía a restregarse en mi trasero hasta que se meaba y me empapaba con su pis. En los vestuarios, al finalizar nuestra exposición al sol, se me hacía la boca agua mirándola mientras se duchaba y secaba. Después solía pasarse repetidamente la parte interna de mi calzoncillo por su húmeda almeja para dejármelo bien impregnado en su jugo vaginal y en cuanto se ponía la braga, me permitía que la tocara y mamara las tetas enseñándome a succionarla los pezones como si pretendiera sacar de ellos leche al mismo tiempo que aprovechaba para tocarla la masa glútea y la raja del culo a través de su prenda íntima. A pesar de que todavía no llegaba a entender el significado de buena parte de los comentarios que me hacía, el que cada vez me obligara a lucir con más frecuencia el cipote y las cojones delante de ella ocasionó que llegara a considerarlo tan normal que en el centro escolar, exclusivamente masculino, en el que estaba cursando mis estudios comencé a enseñar mis atributos sexuales a todos aquellos compañeros que demostraban algún interés por vérmelos. La inmensa mayoría se limitaba a mirármelos y tocármelos pero a dos de ellos les agradaba chuparme la minga con lo que lograban que, a pocas ganas que tuviera, me hiciera pis mientras que a otro le gustaba completar la exhibición lamiéndome el orificio anal con lo conseguía darme bastante satisfacción. Meses más tarde decidí mostrar mis encantos a los tres críos, Lucas, Francisco y Juan José y a las cuatro chavalas, Anabel, Rosario, María Pilar (Mari Pili) y Paola, con los que, hiciera frío ó calor, jugaba en aquel entonces en la calle pero poniéndoles como condición que, a cambio, me tendrían que enseñar su chocho ó su nabo y el culo. Con los chicos no tuve ningún problema pero las crías, aunque no se perdían la menor ocasión para vernos en bolas a los cuatro varones, se opusieron adoptando una postura estrecha y recatada. Pude resolver aquel problema unas semanas después al proponerlas que me enseñaran sus encantos de una forma más íntima, solos ó acompañados por otra chavala. De inicio nos limitábamos a mirarnos y a tocarnos mutuamente los órganos sexuales pero no tardé en dedicar unos minutos a cada uno de ellos para, sin distinción de sexo, poder lamerles el c*****o ó la cueva vaginal, la raja del culo y el orificio anal. Para hacerlo con la debida discreción e intimidad y como en aquel entonces casi todos los portales permanecían abiertos, nos escondíamos en el del edificio en el que vivían Francisco y Mari Pili que me informaron de que el último piso estaba desocupado por lo que subíamos hasta allí, nos desnudábamos de cintura para abajo y permaneciendo de pie para, más tarde, ponernos a cuatro patas y abiertos de piernas en las escaleras y en el rellano, mostrábamos a los demás y durante todo el tiempo que fuera necesario, nuestros atributos sexuales y el trasero prodigándonos en lamernos mutuamente el ojete. Pocas semanas después nos empezamos a sobar. El día que hizo la Primera Comunión Miguel Angel, el hijo de un matrimonio muy amigo de la familia que era un crío al que la influencia de sus dos hermanas mayores había acabado por afeminar, Esmeralda logró que, al finalizar la ceremonia religiosa, el homenajeado y yo entráramos con ella en una cabina telefónica donde, un tanto apretados, procedió a bajarnos la cremallera del pantalón para poder introducir al mismo tiempo sus manos por nuestras abiertas braguetas con intención de, tanto a través del calzoncillo como en contacto directo, sobarnos el pene y los huevos durante unos minutos. No contenta con ello y antes de empezar a comer, nos hizo acompañarla al cuarto de baño en donde nos obligó a entrar en contacto con su micción echándonos prácticamente íntegro su pis en la boca, lo que ni a Miguel Angel ni a mí nos disgustó y cuándo terminó la comida de celebración nos llevó a su domicilio en el que, lógicamente, estuvimos solos para dejarnos en bolas con intención de, acostados boca arriba en la cama de su habitación y con las piernas abiertas, tocarnos y sobarnos durante un montón de tiempo sin dejar de lamentar que no fuéramos más mayores para que la picha se nos pusiera gorda y tiesa y poder extraernos la leche. Después de comentar que el m*****o viril de Miguel Angel no iba a ser tan exuberante como el mío, se lo metió en la boca junto a los cojones y se lo chupó durante unos minutos con lo que consiguió darle tanto placer que llegué a pensar que el chico iba a reventar de gusto de un momento a otro. En cuanto le empezaron a temblar las piernas Esmeralda se sacó sus órganos sexuales de la boca, los miró detenidamente y manteniéndole bien abierto el c*****o con sus dedos, procedió a succionarle la abertura consiguiendo que, casi de inmediato, la soltara una larga meada que mi prima, satisfecha, ingirió íntegra. Al terminar de salirle pis le dejó de succionar y manteniéndole abierto el c*****o, nos dijo que, aunque la llenaría mucho más el que pudiéramos darla leche, se tenía que conformar con nuestra orina. Acto seguido hizo lo propio conmigo pero introduciéndome un dedo, previamente ensalivado, en el ojete con el que me realizó un montón de hurgamientos anales circulares mientras que, al igual que había hecho a Miguel Angel, procedía a comerme la pilila y las pelotas de una forma tan exhaustiva que, en cuanto se los sacó de la boca para abrirme el c*****o y succionarme la abertura, me meé. En cuanto acabó de ingerir mi pis Esmeralda volvió a recrearse sobándonos mientras nos indicaba que la había encantado el poder sacarnos la micción y bebérsela por lo que nos hizo prometer que, una vez a la semana y aunque lo hiciéramos al aire libre, quedaríamos con ella para poder repetir la experiencia lo que, después de aceptar nuestras condiciones de que nos besara en la boca, nos dejara mamarla y succionarla las tetas durante todo el tiempo que quisiéramos y nos efectuáramos todo tipo de hurgamientos anales mutuos, hicimos durante un tiempo los sábados y los domingos en un almacén casi sin uso, propiedad del abuelo de Miguel Angel, al que el crío tenía libre acceso a las llaves. Una vez más y a cuenta de mi prima, me decidí a chupar y delante de las crías, su aún pequeña pirula a los chicos del grupo con el que jugaba en la calle hasta que me cansaba y les succionaba la abertura con lo que, a pesar de no contar con la experiencia de Esmeralda, solía lograr que se hicieran pis. De inicio me conformé con verles mear mientras ellos se habituaban a hacerlo delante de los demás pero, más adelante, comencé a beberme su micción, a pesar de que algunos solían cortarse con ello y de encontrarme con la manifiesta repulsa y repugnancia que mi conducta causaba entre las hembras, dándome cuenta de que la “lluvia dorada” me resultaba cada día más apetecible, exquisita y gratificante. Después de ingerir la orina de los críos solía quedarme a solas con las chicas a las que hacía ponerse a cuatro patas para bajarlas la braga y sobarlas el coño durante un buen rato y al acabar con ellas y de nuevo en grupo y sin distinción de sexos, les lamía uno a uno el ojete antes de propinarles unos cachetes en los glúteos, pellizcárselos y hacer que se mantuvieran bien abierto con sus manos el orificio anal con intención de poder meterles la lengua lo más profunda que me era posible con intención de efectuarles una buena limpieza de las paredes réctales. Para terminar me encantaba introducir a las crías un dedo en la seta y otro en el ojete con el propósito de masturbarlas y hurgarlas analmente al mismo tiempo con lo que solían brindarme la oportunidad de que saboreara su pis, tan delicioso como el de los chicos y a las que liberaban con facilidad su esfínter, las veía evacuar expulsando casi siempre su caca en forma de pequeñas bolas y en cuanto terminaban, las limpiaba el ojete con mi lengua. Anabel, que era la cría que más tiempo y mejor aguantaba, le llegó a comentar a Juan José, que era vecino suyo, que a cuenta de las intensas lamidas y de los hurgamientos que la realizaba volvía todos los días a su casa con la almeja húmeda, el ano empapado en mi saliva y con unas ganas enormes de mear y defecar.

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