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Grayfurd: La Tierra

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Blurb

La continuación del guardián de la gema de la vida Grayfurd. En esta secuela el viajara a la Tierra como paso para llegar al infierno y así enfrentar a los demonios que robaron la gema. Su orgullo y dignidad le llevarán a tener una vida en la Tierra como humano.

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Capitulo 1
Una de las más disparatadas era la que giraba en torno de un Diamante Amarillo, gema famosa en los anales nativos de la India. La más antigua de las tradiciones conocidas afirmaba que había estado engastada en la fren- te de la deidad india de cuatro manos que simboliza la Luna. Debido en parte a su peculiar coloración y en parte a una superstición que la hacía partícipe de las cualidades del ídolo al cual servía de ornamento y a la circunstancia de que su brillo aumentaba o disminuía en potencia, según aumentara o disminuyera en intensidad el de la luna, recibió primitivamen- te el nombre con el cual aún hoy se la conoce en la India: la Piedra Lunar. Una superstición parecida predominó en la Grecia antigua y en Roma, aunque no vinculada como aquella de la India a un diamante consagrado al servicio de un dios, sino a una piedra semitransparente y perteneciente a una variedad inferior de gemas, que se suponía era sensible a las influen- cias de la Luna; la Luna, también en este caso, dio su nombre a la piedra, que sigue siendo llamada así por los coleccionistas de nuestro tiempo. Las aventuras del Diamante Amarillo comienzan en el undécimo siglo de la Era Cristiana. Por ese entonces atravesó la India el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni; luego de apoderarse de la ciudad sagrada de Somnauth, despojó de sus tesoros al famoso templo que durante muchos siglos fuera el santuario de los peregrinos indostánicos y la maravilla del mundo oriental. De todos los ídolos adorados en el templo, sólo el dios lunar escapó a la rapacidad de los conquistadores mahometanos. Protegida por tres brahmanes, la deidad inviolada que lucía en su frente el Diamante Amarillo fue quitada de allí durante la noche y transportada a la segunda de las ciudades sagradas de la India: Benares. Allí, en un nuevo templo —y en un recinto incrustado de piedras preciosas y bajo un techo sostenido por pilares de oro—, fue colocado y adorado el dios lunar. Allí también, y en la noche del día en que se dio término a la erección del santuario, aparecióse a los tres brah- manes, en sueño, Vichnú el Preservador. Impregnó el dios con su aliento divino el diamante ubicado en la frente del ídolo. Y los tres brahmanes cayeron de hinojos ocultando sus rostros en sus túnicas. Vichnú ordenó luego que la Piedra Lunar habría de ser vigilada desde entonces por tres sacerdotes que deberían turnarse día y noche, hasta la última generación de los hombres. Y los tres brahmanes escucharon su voz y acataron su voluntad con una reverencia. La deidad predijo una especie de desastre al presuntuoso mortal que posase sus manos en la gema sagrada y también a todos los de su casa y su sangre que la heredaran después de él. Y los brahmanes decidieron estampar la sentencia en letras de oro sobre las puertas del santuario. Transcurrieron los siglos y, generación tras generación, los sucesores de los tres brahmanes mantuvieron su vigilancia sobre la inapreciable Piedra Lunar, durante el día y la noche. Las centurias fueron pasando hasta arribar a los primeros años del siglo XVIII de la Era Cristia- na, que vio reinar a Aurengzeib, Emperador de los mogoles. Bajo su mando el estrago y la rapiña desatáronse nuevamente en los templos donde se adoraba a Brahma. El santuario del dios de las cuatro manos fue profanado, luego de haber sido muertos los animales sagrados; las imágenes de los dioses fueron despedazadas y la Piedra Lunar cayó en manos de un oficial de alta graduación del ejército de Aurengzeib. No pudiendo recuperar su tesoro perdido mediante la lucha franca, los tres sacerdotes guar- dianes lo siguieron y continuaron vigilándolo a escondidas. Una tras otra fueron pasando las generaciones; el guerrero responsable del sacrilegio pereció de manera miserable; la Piedra Lunar fue deslizándose (con la maldición encima) de las manos de un infiel musul- mán a las de otro; y siempre en medio de todas las vicisitudes, siguieron vigilándola, a la espera del día en que la voluntad de Vichnú el Preservador decidiera reintegrarles la gema sagrada. Pasaron los años, hasta llegar a las postrimerías del siglo decimoctavo de la Era Cristiana. El diamante cayó en poder de Tippo, Sultán de Seringapatam, quien ordenó que se lo colocara a manera de adorno en la empuñadura de su daga, disponiendo que la misma fuese depositada entre los más valiosos tesoros de su armería. Y aun allí, en el propio pala- cio del sultán, los tres sacerdotes guardianes prosiguieron velando en secreto. Había en la casa de Tippo tres oficiales extranjeros que se ganaron la confianza de su amo acatando o simulando acatar la fe musulmana, y los rumores decían que se trataba de los tres sacerdo- tes, disfrazados. Esta es la fantástica historia que en torno a la Piedra Lunar circulaba en nuestro campamen- to. La misma no causó impresión alguna en ninguno de nosotros, excepto en mi primo, cu- yo amor hacia lo maravilloso lo indujo a creerla. La noche anterior a la toma de Seringapa- tam irritóse absurdamente conmigo y otras personas, porque tildamos a la cosa de mera fábula. Una estúpida reyerta originóse en seguida, que sirvió para que el infortunado carác- ter de Herncastle pusiérase plenamente de manifiesto. Jactanciosamente afirmó que ha-bríamos de verlo lucir el diamante en el dedo, si es que el ejército inglés tomaba Seringapa- tam. Esta salida fue saludada con grandes risas y así, según todos creímos esa noche, la cosa había ya terminado. Permitidme ahora que os hable del día del ataque. Mi primo y yo nos separamos al comienzo de la acción. No lo vi en ningún momento mien- tras vadeábamos el río, como tampoco cuando plantamos la bandera inglesa en la primera brecha abierta, ni cuando cruzamos posteriormente la zanja o luchamos pulgada tras pulga- da hasta arribar finalmente a la ciudad. Fue recién hacia el crepúsculo, cuando el sitio ya era nuestro y el propio general Baird acababa de descubrir el cuerpo inerte de Tippo bajo un montón de c*******s, que nos encontramos Herncastle y yo. Integrábamos los dos una partida destacada por el general para evitar que el saqueo y la confusión siguieran a la conquista. Los hombres del campamento cometieron los más de- plorables excesos; y lo que es peor todavía, hallaron los soldados la manera de introducirse, a través de una entrada desguarnecida, en el tesoro del palacio, del cual salían cargados de oro y joyas. Fue en el patio exterior, frente al tesoro, donde nos encontramos mi primo y yo, mientras tratábamos de imponer por la fuerza a nuestros soldados las leyes de la disci- plina. El fogoso temperamento de Herncastle, según pude claramente comprobarlo, se había ido exasperando poco a poco hasta llegar a una especie de frenesí, en medio de la terrible car- nicería a través de la cual nos abriéramos camino. Se adaptaba muy mal, en mi opinión, para llevar a cabo la labor que se le encomendara. En el tesoro advertí tumulto y confusión, aunque no violencia. Los hombres (si es que cabe hacer uso de tal expresión) se deshonraban alegremente. Toda suerte de bromas eran lanza- das de aquí para allá y devueltas de inmediato por quien las recibía; la historia del diamante surgió de pronto bajo una forma jocosa y traviesa. "¿Quién tiene la Piedra Lunar?", era el grito zumbón que, cada vez que el pillaje cesaba en un sitio, daba lugar a que se lo reanuda- ra en otro. Mientras me hallaba yo infructuosamente empeñado en restablecer el orden, llegó a mis oídos un espantoso alarido proveniente del otro extremo del patio y hacia allí me dirigí a la carrera, temiendo que un nuevo saqueo se hubiera iniciado en aquella direc- ción. Al llegar ante una puerta abierta, descubrí los cuerpos de dos hindúes (oficiales de palacio, conjeturé al mirarles las ropas) que yacían sin vida junto a la entrada. Un grito proveniente del interior me hizo penetrar con premura en ese cuarto que, al pare- cer, era la armería. Un tercer hindú caía mortalmente herido en ese instante, a los pies de un hombre que me daba la espalda. Volvióse éste en cuanto entré y pude comprobar que se trataba de John Herncastle, quien sostenía una antorcha en una mano y una daga de la que se desprendían gotas de sangre en la otra. Una piedra que se hallaba engastada a la manera de un pomo en el extremo de la empuñadura resplandeció a la luz de la antorcha cuando aquél volvió como un lampo de fuego hacia mí. El hindú moribundo, hundiéndose a sus pies, señaló hacia la daga esgrimida por Herncastle y dijo en su lengua nativa: —¡La Piedra Lunar habrá de tomar, sin embargo, su venganza sobre ti y los de tu sangre! Dicho lo cual, quedó exánime sobre el piso. Antes de que pudiera yo dilucidar esta cuestión, los hombres que me habían seguido a tra- vés del patio amontonáronse allí dentro. Mi primo se precipitó sobre ellos como un demen- te. " ¡Despejad el cuarto —les gritó—, y pon tú guardia a la puerta!" Los hombres retroce- dieron, al verlo arrojarse sobre ellos con su antorcha y su daga. Yo aposté dos centinelas de mi propia compañía, en quienes podía confiar, para guardar la entrada. Durante el resto de la noche no volví a ver a mi primo. Ya en las primeras horas de la mañana y como el saqueo no cesara, el General Baird anun- ció públicamente, luego de un redoble de tambor, que cualquier ladrón descubierto en fla- grante delito habría de ser colgado, fuera él quien fuese. El Capitán preboste se hizo cargo del asunto, para demostrar el celo con que encaraba al mismo General; y en medio de la multitud que asistió a escuchar esa proclama, nos volvimos a encontrar Herncastle y yo. Alargándome su mano como de costumbre, me dijo: —Buenos días. Yo aguardé un momento, antes de alargarle la mía en retribución. —Dime, antes —le dije—, cómo fue que murió el hindú de la armería y qué significado tienen esas últimas palabras que pronunció mientras indicaba la daga que tú tenías en la mano. —Supongo que habrá muerto a causa de una herida mortal —dijo Herncastle—. En cuanto a lo que puedan significar sus últimas palabras, sé tanto a ese respecto como puedas saber tú. Yo lo miré atentamente. Todo su frenesí de la víspera habíase desvanecido. Resolví ofre- cerle otra oportunidad. —¿Es eso todo lo que tienes que decirme? —le pregunté. Y me respondió: —Eso es todo. Le volví entonces la espalda y no nos hemos vuelto a ver desde aquel día. Me permito aclarar que lo que narro aquí acerca de mi primo (a menos que una necesidad imprevista me obligue a hacerlo público) tiene sólo por objeto informar a mis familiares. Nada me ha dicho Herncastle que pueda impulsarme a hablar del asunto con el comandante en jefe. Más de una vez ha sido vilipendiado a causa del diamante, por quienes recuerdan su colérico estallido de la víspera del ataque. Pero, como es fácil imaginar, el mero recuerdo de las circunstancias en las cuales lo sorprendí en la armería ha bastado para silenciarlo. Dícese ahora que anhela un traslado a otro regimiento, con el propósito, confesado por él, de hallarse lejos de mí. Sea ello cierto o no, no consigo persuadirme de que tenga yo que trocarme en su acusa- dor… Y creo que por muy buenas razones. De hacerse público el asunto, no me hallo en condiciones de exhibir otras pruebas que no sean las morales. No solamente carezco de pruebas en cuanto a la muerte de los dos hombres de la entrada, sino que tampoco podría afirmar que es él quien mató al tercer hombre que se hallaba en el interior… ya que no po- dría afirmar que he visto con mis propios ojos cometer tales crímenes. Cierto es que escu- ché las palabras pronunciadas por el hindú moribundo, pero si se demostraba que éstas no habían sido más que dislates proferidos en pleno delirio, ¿cómo lograría yo rebatir tal aser- ción con lo que sabía? Dejemos que nuestros parientes de cada rama se formen su propia opinión sobre lo que acabo de narrar y decidan por sí mismos si la aversión que me inspira este hombre se halla o no justificada. A pesar de no darle crédito alguno a la fantástica leyenda hindú que se refiere a la gema, debo reconocer, antes de terminar, que me hallo influido por cierta superstición, respecto a este asunto. Tengo la convicción, o la ilusión, lo mismo da, de que el crimen encierra en sí mismo su propia fatalidad. No sólo estoy persuadido de la culpabilidad de Herncastle, sino que soy tan audaz como para creer que vivirá lo suficiente para lamentar su delito, si es que insiste en conservar el diamante, y que habrá quienes también lamenten haberlo recibido de sus manos, si es que alguna vez decide desprenderse de él.

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