En un reino olvidado por los dioses, donde los carruajes aún recorrían caminos de piedra y la magia se susurraba en altares de sangre, vivía Elaine.
Era humana.
Común... hasta que dejó de serlo.
Su cabello blanco caía como un río de luna por su espalda. Su piel era pálida, casi irreal, y sus ojos grises tenían la tristeza de alguien que ya había vivido demasiado para su edad.
En su aldea la llamaban La Hija de la Nieve, una belleza que ningún noble se atrevía a reclamar por miedo a romper algo sagrado.
Su único vínculo real era su hermano menor, Caleb.
Un joven de corazón puro que, a los diecisiete años, contrajo una enfermedad incurable.
Y cuando el mundo le dio la espalda...
Elaine llamó a los infiernos.
La lluvia no caía.
No aquella noche.
El cielo parecía sostenido por una promesa rota, enmudecido por una espera eterna. La luna estaba ausente, como si incluso ella temiera mirar lo que estaba a punto de ocurrir.
Elaine se arrodilló entre el lodo, sola.
Sus dedos temblorosos sostenían el libro que su abuela le había dicho que jamás abriera. Un grimorio viejo, cubierto por una piel que no era de animal.
Lo había leído todo.
Memorizado el conjuro.
Y ahora, no tenía vuelta atrás.
Su voz tembló al pronunciar las palabras prohibidas.
—Quod sanguine solvitur, quod corde se vincit... adesto, Azael.
Un círculo dibujado con sangre.
Una oración jamás escrita por manos humanas.
Y el juramento:
—"Llévate lo que quieras. Sólo... sálvalo."
El aire se congeló.
Y de entre las sombras, él apareció.
Azael.
No caminó.
No flotó.
Simplemente estuvo ahí, como si el mundo siempre hubiera girado a su alrededor.
Era de una belleza inhumana.
Alto, inmenso, de cuerpo perfecto, hecho no con carne, sino con malicia esculpida.
Su piel tenía el tono pálido del mármol maldito.
Sus ojos... oh, sus ojos: un rojo profundo, antiguo, como si dentro vivieran todas las guerras y todos los secretos.
Su cabello n***o era largo, ligeramente ondulado, y caía sobre sus hombros con la gracia de una corona caída.
Sus labios eran crueles. Su sonrisa, letal.
Vestía una capa larga, botas negras y una camisa de lino oscuro que marcaba un pecho esculpido en piedra.
Pero no era su cuerpo lo que asfixiaba.
Era su presencia.
Densa. Seductora. Inhumana.
—¿Sabes lo que cuesta alterar el destino, humana? —su voz era seda que cortaba.
Elaine levantó la mirada.
Sus mejillas estaban manchadas de lágrimas secas. No por miedo, sino por la certeza de que esto... era su única opción.
—Sálvalo. Mi hermano. Caleb. Está muriendo. Yo...
—¿Y qué ofreces a cambio?
—Mi alma.
Azael caminó hacia ella. No sonó ni una hoja. Ni una rama. El mundo lo respetaba.
Se detuvo frente a Elaine, agachándose. Ella pudo ver su rostro de cerca:
tan hermoso que dolía.
Tan perfecto que parecía imposible.
—¿Tu alma? —susurró, tomando su rostro entre sus dedos largos, fríos, pero... curiosamente delicados—. Las almas son aburridas. Todas saben igual.
—Entonces... ¿qué quieres? —susurró ella.
Azael sonrió.
No como un demonio.
Sino como un rey que encuentra un nuevo juego.
—Tu corazón.
Tus emociones.
Tus recuerdos más dulces.
Tu deseo.
Tu capacidad de amar.
Elaine sintió cómo su pecho se apretaba.
No era la petición.
Era el modo en que él lo decía.
Como si supiera exactamente lo que rompería en ella... y eso le causara placer.
—Acepto —dijo. Y esa palabra fue un beso a la muerte.
Azael chasqueó los dedos.
Una marca ardiente apareció en el pecho de Elaine. No era tinta.
Era pacto.
Era posesión.
Y en ese instante, muy lejos, su hermano Caleb, que llevaba días sin abrir los ojos, respiró profundo por primera vez.
Elaine sintió cómo la sangre se le helaba... y luego se calentaba de nuevo, de forma impura.
—¿Qué... qué me hiciste?
Azael se inclinó hacia su oído.
—Te salvé. Y ahora, me perteneces.
No en cuerpo. En algo más profundo.
Elaine se giró a verlo, con la furia y el miedo de quien sabe que ya no hay marcha atrás.
—¿Y qué harás conmigo?
Azael la miró. No con lujuria. Ni siquiera con ternura.
Con obsesión.
—Aún no lo sé —susurró—. Pero será interesante averiguarlo... lentamente.
Y con un aleteo de sombras, desapareció.
Sólo quedó su aroma: azufre y rosas negras.
Sólo quedó el calor en su pecho... y el hueco que él había prometido llenar solo para vaciarla después.
Elaine se levantó lentamente.
Temblaba. No por frío.
Sino porque sabía...
ese no era el final del pacto. Era apenas el inicio.