El tiempo pasó como niebla en un bosque oscuro.
—¿Elaine? —dijo Caleb en una voz en donde , no había enfermedad, ni dolor... solo un eco.
—¡Caleb! —Ella corrió a abrazarlo. Lo tocó. Estaba tibio. Vivo. Real.
—Te dije que no ibas a morir —susurró con lágrimas—. Te lo prometí...
Caleb, una vez frágil y tembloroso, ahora era una visión gloriosa de lo que Elaine jamás imaginó.
Su cabello platinado, cayendo desordenado sobre su frente.
Sus ojos, de un azul profundo, brillaban como hielo bajo el sol.
Su cuerpo, antes raquítico, había tomado forma de hombre: fuerte, estilizado, casi perfecto.
Y sin embargo...
Elaine lo notaba distante.
Como si una parte de él no hubiera regresado sola.
Como si el demonio que salvó su vida hubiera dejado algo dentro.
—¿Estás bien, Caleb? —le preguntaba en las noches, sentada a su lado frente al fuego.
—¿Nunca has sentido que alguien más te observa desde dentro de ti? —respondía él, sin mirarla.
La herida no estaba en su cuerpo.
Estaba en su alma.
Y Elaine lo sabía.
Porque ella también se estaba rompiendo.
Los días eran largos. Las noches... eternas.
A veces, mientras se bañaba, sentía unas manos que no eran suyas recorrer su espalda.
A veces, cuando miraba al cielo, escuchaba un nombre que jamás pronunció en voz alta.
Azael.
Él no volvió a aparecer.
Pero su ausencia pesaba más que su presencia.
Hasta que, una noche, lo soñó.
Estaba desnuda, envuelta en niebla, caminando hacia un altar de piedra negra.
Alguien la esperaba.
Alguien con ojos de sangre y manos capaces de romperla o sostenerla.
Azael.
En sus sueños, no era un demonio.
Era un dios.
Era el fin del mundo.
Era el amante que jamás te deja, ni siquiera cuando te destruye.
—¿Me extrañaste? —preguntó con voz de terciopelo rasgado.
—No puedes estar aquí —susurró ella.
—Ya estoy. Te dije que eras mía. No mentí.
La tomó del mentón.
La miró con una ternura cruel.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti, humana?
Tu fragilidad.
Tu calor.
Esa luz diminuta que aún tienes... y que pronto apagaré.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó ella, sin poder evitarlo— ¿romperme?
Azael la atrajo contra su pecho. Su piel era fría. Sus labios, apenas un aliento cerca de los suyos.
—No.
Quiero que solo puedas arder... cuando yo te toque.
Quiero que llores, y que mi nombre sea el único consuelo.
Quiero ser el origen de tus suspiros... y el motivo de tu ruina.
Elaine despertó jadeando, con el corazón latiendo como si alguien hubiese tocado su alma con una llama.
⸻
La noche siguiente, lo encontró de nuevo.
No en su mente.
Sino en su habitación.
Estaba de pie junto a la ventana abierta. No había viento. No había sonido.
Solo él.
Azael no necesitaba romper puertas. El mundo se abría para él como un susurro.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Elaine con voz rota.
—Porque te extraño.
Sus pasos eran lentos. Seguros.
Como si supiera que ella jamás retrocedería.
—Tu hermano vive.
Yo cumplí.
Ahora me toca a mí.
Voy a cobrar... no lo que te quité.
Sino lo que desperté.
Elaine tembló.
Su cuerpo lo odiaba.
Su alma lo necesitaba.
Y Azael lo sabía.
—No tienes idea de lo que acabas de invitar a tu vida, pequeña flor.
No soy un monstruo de cuentos.
Soy el fin de la razón.
Y cuando te ame... no sabrás si estás viva o ya muerta.
Él se inclinó. La besó... no los labios. Aún no.
La besó en la frente.
Como un padre oscuro que bendice su creación.
—Mañana volveré.
Y cada día... estarás un poco más mía.
Y se desvaneció con una risa suave.
Una risa que se le quedó grabada en la piel como perfume quemado.