El beso terminó tan abruptamente como había comenzado, dejándole a Valeria la sensación de que alguien le había arrancado el aire de golpe. Su cuerpo tembló, no por la fuerza de Aarón, sino por la traición silenciosa de su propia voluntad. Había cedido. Había ido hacia él. Había respondido al fuego que él siempre había sabido encenderle.
El pasillo quedó vibrando entre ellos, cargado de un deseo tan viejo como las promesas rotas que aún los unían.
Aarón no la soltó de inmediato. Su mano descendió desde la nuca hasta su hombro y luego por la parte superior de su espalda, en un gesto ambiguo: mitad protección, mitad posesión. Sus dedos parecían recordar cada curva como si lo hubieran ensayado miles de veces. Su mirada, en cambio, no era cálida. Escaneaba el pasillo desierto de la galería, alerta, frío, como un hombre que espera un ataque en cualquier esquina.
—¿Vas a hablar, Dueña Secreta, o vas a seguir fingiendo que no sentiste esto? —murmuró. Su voz era baja, grave, y aun así cargaba autoridad suficiente para hacerle doler el pecho.
Ella respiró hondo, intentando recuperar el control que él le arrebataba con solo tocarla. Aarón no podía ganar tan fácil. No esta vez. Lo empujó ligeramente del pecho y él cedió, pero no se apartó: solo dejó una distancia mínima, la suficiente para bloquear cualquier intento de huida.
—Sentí rabia —respondió—. Y el impulso de terminar lo que deberías haber terminado hace diez años.
Su voz, sin embargo, aún temblaba por el recuerdo del beso.
Aarón arqueó una ceja. Esa arrogancia seguía intacta, afilada como un arma.
—Una excelente mentira. Pero no voy a perder el tiempo, Vale. No tengo paciencia. Y tú no tienes tiempo.
Sacó algo de su bolsillo: su teléfono, uno de esos que cuestan más que un auto. En vez de llamar, deslizó el dedo y lo guardó de nuevo en un gesto tan rápido, tan enfocado, que Valeria sintió un escalofrío. Ese no era el chico que ella había amado. Este hombre vivía en modo supervivencia.
—Regla uno —dijo, ya sin tono personal, con la voz fría de un negociador peligroso—: secrecía absoluta. Nadie debe saber que nos conocemos. Nadie debe saber que tenemos una historia.
Ella cruzó los brazos, erguida, herida.
—¿De qué tienes miedo, Aarón? ¿De que el gran magnate inmobiliario quede como un idiota por salir con la fotógrafa del barrio?
Su sombra cambió, oscurecida por algo más que molestia.
—No temo por mi reputación, Vale. Temo por tu vida. Yo volví para hacer negocios, no para revivir viejos romances… pero si vas a entrar en mi órbita, lo harás bajo mis condiciones.
—¿Condiciones? Soy fotógrafa, Aarón, no un encargo artístico al que puedas dictarle reglas.
Él la tomó del mentón, elevando su rostro hacia el suyo. No había violencia, pero sí una fuerza contenida, peligrosa, como si en cualquier momento pudiera quebrarse o estallar.
—Eres mucho más que eso, Vale. Eres mi adicción. Y las adicciones tienen reglas estrictas. Si quieres saber por qué desaparecí, si quieres que esto —sus ojos bajaron a sus labios, a los restos de un beso que aún ardía— siga pasando… vas a obedecerme.
Valeria sintió un temblor profundo, uno que nada tenía que ver con miedo. Sus ganas de respuestas la estaban destruyendo desde hacía años. Asintió apenas.
—Bien. Regla uno: secrecía absoluta. Ni Cecilia, ni tus amigos, ni tu madre. Para el mundo, soy Aarón Vera, el inversor que patrocina tu arte.
Regla dos: tú me llamas. Solo tú. Yo no puedo contactarte como un hombre normal. Solo por la línea encriptada que acabo de activar. Y cuando yo te llame… respondes. Cuando yo te pida que vengas… vienes.
—Eso suena a convertirme en tu puta de guardia —escupió ella, sintiendo cómo su orgullo ardía.
El brillo en los ojos de Aarón se afiló.
—No. Te conviertes en la única persona que puede tocarme. En la única mujer que conoce mi verdad. La diferencia es que yo te doy el mismo placer que exijo.
¿O no es lo que quieres? ¿Ver hasta dónde podemos caer juntos?
Su respiración se aceleró sin permiso. Él la conocía demasiado bien. Sabía dónde herir y dónde encender.
—¿Y el precio? ¿Por qué una línea encriptada? ¿Quién te busca? —insistió ella, empujando el límite.
Aarón sonrió, pero no fue una sonrisa real. Fue una mueca sin luz.
—Regla tres: no hay preguntas sobre el pasado. No hasta que yo lo decida. Si rompes esa regla… no te alejo. Te arrastro conmigo al infierno.
Y créeme: ese no es un lugar que quieras conocer.
La decisión le pesó en el cuerpo entero. Miró sus ojos oscuros, la dureza de su mandíbula, la desesperación oculta. No era el chico que le había prometido el mundo. Era un hombre peligroso, quebrado, que vivía a centímetros del abismo.
Pero el latido acelerado en sus muñecas le dijo la verdad: ya había caído.
—Acepto —susurró.
Aarón asintió como quien recibe una rendición. Retiró la mano de su mentón, pero antes de soltarla del todo, su pulgar rozó su labio inferior, recogiendo el rastro húmedo del beso. Ese gesto, suave e inesperado, fue el único vestigio del chico que alguna vez la había amado.
—Bien —murmuró—. Vuelve con Fontana. Sonríe. Compórtate como la fotógrafa brillante que eres. Y olvida que estuvimos aquí.
Espera mi señal.
No esperó respuesta. Se dio media vuelta y desapareció entre las sombras, moviéndose con esa elegancia peligrosa que siempre tuvo, como un tiburón bajo el agua.
La Cita Clandestina
Valeria regresó a la multitud sintiéndose como si caminara en otra dimensión. El colorido de la galería le pareció falso, exagerado. La gente reía, brindaba, comentaba sus fotografías, pero todo le sonaba lejano, como si estuviera viendo su vida desde afuera.
Solo el recuerdo del pasillo oscuro, el olor de Aarón y el filo de su voz se sentían reales.
Sonrió, habló, agradeció. Todo en automático.
Dentro del bolso, el teléfono encriptado vibró.
Mensaje de H:
Espera 24 horas.
Mañana. 10 PM.
Casa abandonada.
S.B.
San Isidro, Barrancas. Claro que sabía cuál era. El caserón viejo, con ventanas vendadas y un jardín salvaje, donde alguna vez ellos habían enterrado secretos, besos y promesas.
Lo estaba llamando al único lugar donde ella aún era completamente suya.
El día siguiente se arrastró. Valeria trabajó con furia, intentando acallar los pensamientos que la perseguían como un eco. Su estudio se volvió su refugio. Cada disparo de la cámara era un intento de no pensar en Aarón. Fracasó.
A las 9:45 PM, llegó en Uber a la calle silenciosa. El aire olía a jazmín y río. La casa se alzaba oscura, imponente.
Perfecta para dos personas que no debían existir a la luz del día.
Empujó el portón, que gimió con un quejido metálico. Caminó entre sombras espesas, sintiendo cómo el pasado la atrapaba con dedos invisibles.
La puerta de servicio estaba entreabierta.
—¿Aarón? —susurró, rompiendo la calma húmeda.
—Aquí —respondió él desde la oscuridad.
Subió las escaleras que gemían bajo sus tacones. Al llegar al salón circular, vio que era el único espacio medianamente limpio de toda la casa. Una lámpara en el rincón proyectaba un brillo dorado, enfermizo.
Aarón estaba allí. n***o de pies a cabeza. Nada del empresario.
Todo del hombre que la había marcado.
Su mirada la recorrió como si quisiera memorizarla. Lenta. Profunda.
Desnudándola sin tocarla.
—Llegas tarde. Tres minutos —dijo, sin levantar la voz.
—El Uber se retrasó.
—Mentira. Llegaste antes y esperaste fuera para hacerte la fuerte. No conmigo, Vale. A mí siempre sé honesta. La honestidad me excita más.
Ella no se movió, aunque un escalofrío le recorrió la columna.
—¿Qué sigue? ¿Me cuentas tus fantasmas o vamos directo a romper la tercera regla?
Él se acercó, y al tocar la falda de cuero de ella con los nudillos, un estremecimiento subió por su piel.
—No vamos a hablar —murmuró, su voz un ronroneo oscuro—. Las reglas son para el mundo allá afuera.
Aquí solo existe una.
Rodeó su cintura, recorriendo su columna hasta el hueco bajo su espalda, anclándola a él como si hubiera esperado años para volver a hacerlo.
—La única regla —susurró contra su oído— es que me perteneces.
Le mordió suavemente el lóbulo, y su mano atrapó su cabello, apartándolo para exponer su cuello. Su boca descendió con un beso húmedo, firme, que dejó una marca destinada a desaparecer… pero no a olvidarse.
Valeria ahogó un gemido. Sus manos se aferraron al suéter de Aarón como si él fuese la única superficie sólida en medio de un huracán.
—Demuéstralo —susurró ella, jadeante—. Demuéstrame que vales el peligro.
Los ojos de Aarón ardieron. En un movimiento tan rápido como un latido, la levantó; sus piernas envolvieron su cintura, instintivas, inevitablemente suyas.
La besó con la rabia de diez años perdidos. Con la intensidad de alguien que sabe que ya no queda nada que ocultar.
—Vas a rogar por cada secreto, Dueña Secreta —prometió contra su boca mientras la llevaba al rincón más oscuro—.
Pero primero… vas a rogar por mí.
La apoyó contra la pared fría. En la penumbra absoluta, donde no existían cámaras, ni testigos, ni versiones corregidas de su historia, solo quedaron ellos dos: piel, respiración y rendición.
Y Valeria, por primera vez en diez años, sintió que caer en él no era un error.
Era destino.
O una condena.
Quizás ambas cosas.