El frío del muro no apagó nada; al contrario, avivó el incendio. En ese rincón devorado por la penumbra, el mundo dejó de tener forma, fecha o explicación. Valeria ya no era la fotógrafa premiada, la mujer de agenda llena y prestigio reciente. Era la joven de hace diez años: la que había amado a Aarón hasta romperse. La que había esperado una explicación que jamás llegó. Y ahora, él estaba allí, reclamando lo que había dejado atrás como si jamás hubiese sido suyo para abandonar.
La Regla Tres —No hay preguntas sobre el pasado— fue la primera en romperse. No con palabras, sino con la forma en que él la tocó, como si su cuerpo contuviera respuestas que nunca se atrevió a dar.
—Te pregunté… por qué —logró decir, su voz atrapada entre un jadeo y una súplica que no quería admitir.
Aarón hundió el rostro en su cuello, aspirando su aroma, dejando un rastro de besos y mordidas que parecían un lenguaje propio.
—Porque no tenía opción —gruñó contra su piel, mientras deshacía la cremallera de la falda con una determinación que bordeaba lo salvaje—. Y tú tampoco la tienes ahora.
Valeria sintió cómo la discusión moría en su garganta. Había pasado una década imaginando este reencuentro: reproches, lágrimas, explicaciones. Nunca se imaginó esto. Nunca pensó que su cuerpo respondería antes que su mente, que el deseo sería la primera verdad entre ambos.
Aarón la elevó otra vez, con esa fuerza precisa que recordaba. Su espalda chocó contra su pecho; la atrapó entre sus brazos como si estuviera diseñada para encajar allí. El suéter de cashmere se sentía suave bajo sus dedos, engañosamente suave, porque escondía a un hombre hecho de urgencia, frustración y secretos.
La pasión no fue dulce. Fue un campo de batalla. Él reclamaba territorio perdido; ella cedía terreno que juró defender. Había una violencia en la sincronía, en la respiración entrecortada, en la forma en que él buscaba demostrar que aún podía poseerla, como si los años no hubieran pasado.
Y lo más devastador fue aceptar que parte de ella lo deseaba así: brutal, honesto, sin máscara.
Cuando finalmente la dejó caer contra el suelo, Valeria sintió que las piernas casi no la mantenían. Se apoyó en la pared húmeda, temblando. No de frío: de shock. De reconocimiento. De miedo a sí misma.
Aarón, impasible, encendió su teléfono. La luz azulada dibujó líneas duras en su rostro. Estaba despeinado, la respiración pesada, el cuello enrojecido por los arañazos de ella. Pero sus ojos… sus ojos tenían ese brillo satisfecho y calculador que siempre había odiado y amado.
Se acomodó la ropa como si regresara a una reunión de negocios. Como si lo ocurrido hubiera sido un trámite necesario.
—La próxima vez —dijo, su tono otra vez en modo empresario—, vienes con menos ropa. Y sin tacones. Hacen demasiado ruido, Vale.
Ella parpadeó, incrédula.
—¿Me estás dando órdenes?
—Te estoy recordando las reglas —corrigió él—. Esta es mi partida de ajedrez, y tú eres mi reina. La más poderosa, pero también la más vigilada. Te mueves cuando yo lo decida. Y tú sabes perfectamente por qué viniste aquí.
Valeria quiso insultarlo, golpearlo, empujarlo. Pero las palabras no salieron. La verdad era un fósforo encendido en su pecho: había ido porque lo necesitaba. Porque quería respuestas. Porque ese hombre era el único error que no sabía cómo abandonar.
Mientras respiraba hondo, Aarón se inclinó, no para ayudarla, sino para deslizar un sobre grueso dentro de su bolso, justo junto al teléfono encriptado.
—Tu pago —murmuró, sin mirarla.
La humillación fue un látigo.
—¿Me estás pagando por sexo, Aarón?
Él la sostuvo de la barbilla. Su voz no tembló ni un segundo.
—No. Te estoy pagando para que sigas creando y no tengas que perder tiempo en la renta o en clientes mediocres. Te estoy pagando para que obedezcas sin excusas. Y porque… —su mirada se volvió más oscura, casi vulnerable— porque las cosas que toco, Valeria, suelen terminar destruidas. Y tú… tú necesitas protección. Incluso de mí.
Antes de que pudiera responder, la tomó de la mano —un agarre frío, firme, autoritario— y la guió hacia otra habitación: la cocina. La luz era pobre. En una mesa desgastada había una botella de agua y una gasa antiséptica.
—Límpiate y vete —ordenó, abriendo la puerta trasera—. El Uber llega en cinco minutos. No dejes rastro.
Valeria se limpió en silencio. Cuando levantó la mirada hacia el pequeño espejo roto, casi no se reconoció. El cabello revuelto. Los labios hinchados. Los ojos brillantes. Y en el cuello… la marca oscura. Su firma. El sello del Dueño Secreto.
Cuando salió, efectivamente, el Uber la esperaba. Aaron estaba allí, apoyado en el portón. Sombra entre sombras.
—La próxima vez que me llames —dijo ella, deteniéndose antes de subir— no será para que me folles. Será para que me digas la verdad.
Aarón apartó la mirada, como si el peso de lo que cargaba fuera más grande que su ego.
—Te voy a llamar cuando sea seguro para ti, Vale. No para mí. Y esta noche… —su voz se quebró apenas— es exactamente la razón por la que desaparecí. Y por la que necesito que obedezcas. El peligro es real.
Ella abrió la puerta del auto.
—Regla uno —agregó él—. No lo olvides.
REGRESO AL CONTRASTE
El loft la recibió como una cueva inmensa. El silencio pesaba. Valeria dejó el bolso en el sofá y sintió algo romperse dentro. No era culpa. No era tristeza. Era rendición… mezclada con furia.
Abrió el sobre.
No había billetes.
Una tarjeta negra.
Sin nombre.
Sin banco visible.
Y una nota, en la letra precisa de Aarón:
Gástalo. Úsalo.
No me debes nada.
Excepto obediencia.
Valeria lanzó la nota sobre la mesa, respirando agitada. Se duchó con agua hirviendo, tratando de borrar su olor, su sombra. Pero cuando salió, el espejo le devolvió la marca en el cuello. La tocó con la yema de los dedos.
La marca ardió.
Y con ella, su decisión.
Al día siguiente, no fue a su estudio. Fue a la tienda de suministros fotográficos más cara de Buenos Aires. Caminó entre lentes y equipos como quien selecciona armas antes de una guerra. Usó la tarjeta negra para comprar la lente de quince mil dólares que siempre había deseado.
No como pago.
No como regalo.
Como combustible para su propósito.
Si él la había convertido en su posesión secreta, ella lo convertiría en su obsesión artística.
En su sujeto.
En su verdad.
Ya en el estudio, se miró en el espejo. Cubrió la marca del cuello, pero no la de los ojos. Ahí, la herida seguía abierta.
Su nuevo proyecto ya no sería Piel y Ceniza.
Tampoco la exposición que Fontana esperaba.
Su nueva obra tenía nombre.
Dueño Secreto.
Tres reglas por romper.
Una verdad por encontrar.
Un hombre peligroso que la había reclamado…
y una mujer dispuesta a cobrarle cada pecado.
El juego había empezado.
Y esta vez, Valeria no iba a perder.