Capítulo 1

1228 Words
El silencio de la noche en Arcadia era una melodía familiar para la doctora Samira. A diferencia de los otros habitantes de la bulliciosa urbe, que se refugiaban del misterio de la oscuridad, ella encontraba en la luna y en el susurro del viento un tipo de paz que rara vez conocía en el tumulto del día. Era en esas horas, en su turno nocturno en el Hospital de la Esperanza, cuando el bullicio cotidiano daba paso a un eco de quietud roto sólo por el pitido monótono de los monitores, que su mente lograba desconectarse de la constante procesión de horrores y tragedias que veía a diario. A sus 23 años, la vida de Samira había sido una lucha constante, un camino solitario que había recorrido con una estoica resiliencia. Huérfana desde la infancia, el orfanato había sido su único hogar, y la soledad, su única compañera. No tenía hermanos ni parientes, sólo el vago recuerdo de unos padres que se habían desvanecido demasiado pronto. Su herencia omega, una marca sutil y casi invisible en la base de su nuca, era más una carga que un don en un mundo que idolatraba a los alfas y subyugaba a los omegas. Aunque Arcadia se enorgullecía de su progreso y modernidad, la discriminación era una sombra persistente, una corriente subterránea que, si bien no la arrastraba, la mantenía siempre al margen. Estaba revisando los gráficos de un paciente de edad avanzada, un hombre con neumonía que respiraba con dificultad, cuando un grito de dolor, crudo y animal, rasgó la quietud del pasillo de urgencias. El sonido la hizo sobresaltarse. Alzó la vista, y su corazón se encogió. Un torrente de hombres, todos grandes y robustos, se abalanzó por las puertas, su presencia cargada con un aura de peligro tangible que la hizo retroceder instintivamente. En el centro del grupo, sostenido por dos de los hombres, había un joven que se retorcía, un charco de sangre oscura y pegajosa expandiéndose bajo él. La sangre de un lobo, sabía Samira por la forma en que se coagulaba y por el olor metálico que impregnaba el aire. Samira, con una profesionalidad que a menudo servía de escudo para sus emociones, se acercó al grupo. Su voz, aunque más firme de lo que se sentía, cortó el tenso aire. —¡Abran paso! ¡Necesito una camilla ahora! —ordenó, su mirada médica evaluando al joven en un instante—. ¿Qué le ha pasado? Los hombres se quedaron en silencio por un momento, y uno de ellos, con el cabello rubio ceniza y unos ojos dorados que brillaban con furia contenida, dio un paso al frente. —Cazadores —gruñó, su voz profunda como un trueno distante—. Le dispararon con plata. Un escalofrío de pánico heló la sangre de Samira. La plata. No era sólo un metal para ellos; era el veneno más puro, el ancla que impedía que sus poderes de curación funcionaran. Una herida de plata era una sentencia de muerte para cualquiera con sangre de lobo. El joven aullaba de dolor, sus ojos suplicando una ayuda que ella sabía que era casi imposible de dar. Justo en ese momento, las puertas de urgencias se abrieron de nuevo, esta vez con una fuerza que hizo temblar los cristales. Un hombre entró, y su sola presencia era tan imponente que el aire mismo pareció enrarecerse a su alrededor. Era más alto y más ancho que los demás, con un cuerpo que parecía esculpido en roca y una melena de cabello oscuro que le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro endurecido por la preocupación. Sus ojos, del color de la miel en el ámbar, escanearon la habitación con una mezcla de furia, desesperación y un control férreo que apenas lograba contener. Era Dylan, el alfa de la manada Luna de Ceniza. Con sólo 28 años, la carga del liderazgo pesaba sobre sus hombros con una fuerza abrumadora. Se había visto forzado a tomar el mando demasiado pronto, tras la brutal muerte de su padre a manos de los cazadores. Había jurado proteger a su manada, y ahora, al ver a su hermano menor, Tyler, al borde de la muerte, la furia y el sentimiento de fracaso lo consumían. El mundo de Dylan se desdibujó, la urgencia de su hermano era un eco lejano. Todo se volvió una niebla de preocupación hasta que un aroma lo golpeó. No era un simple olor; era un torrente embriagador que lo detuvo en seco, una mezcla celestial de vainilla dulce y canela picante que lo transportó a un lugar que nunca había conocido, un hogar que nunca tuvo. Su lobo interior, que había estado aullando de dolor y rabia, se calmó de repente, reemplazado por un deseo primario, profundo y ancestral, de encontrar la fuente de ese perfume. Sus ojos ámbar, casi dorados bajo la tenue luz del hospital, siguieron el rastro hasta una joven de cabello ébano. Ella se movía con una gracia y eficiencia asombrosas alrededor de su hermano. Era esbelta, pero se notaba una fuerza tranquila en su postura. Sus manos, hábiles y seguras, trabajaban para estabilizar a Tyler, limpiando la herida y preparando la camilla. Mientras la ayudaba a subir a Tyler, sus ojos azules, grandes y expresivos, se cruzaron con los de Dylan por un instante. Un tirón en el pecho, una conexión innegable, golpeó a Dylan con una fuerza que le quitó el aliento. Fue más que una simple atracción; fue un reconocimiento, un eco de algo antiguo y destinado. Samira sintió la mirada del alfa sobre ella, una presión intensa y abrumadora. Levantó la vista, y sus ojos se encontraron con los de él. No había odio ni desprecio en su mirada, como estaba acostumbrada a encontrar en muchos alfas. En su lugar, había una intensa y casi abrumadora fascinación que la hizo sonrojarse. Nunca se había sentido tan vulnerable y tan deseada a la vez. El aire a su alrededor se volvió denso con el olor de pino y lluvia, un aroma fuerte y masculino que la envolvió por completo, calmando la tormenta de miedo que se había desatado en su interior. —Necesitamos entrar a quirófano ahora —dijo Samira, volviendo a su profesionalidad, intentando ignorar la intensa conexión que había sentido. Dylan asintió, sin apartar los ojos de ella. Su voz, grave y profunda, resonó en el pasillo, casi un ronroneo bajo. —¿Cúal es tu nombre? —susurró, era una pregunta, sí, pero el tono de su voz le dijo a Samira que no podía ser ignorado. Aún así, sorprendida por la pregunta, tardó unos segundos en hallar su voz, y cuando respondió lo hizo en apenas un susurro. —Samira. Dylan asintió de nuevo, su mirada fija en ella. En ese instante, supo que su vida había cambiado para siempre. Su lobo interior, su voz más profunda y animal, aullaba una sola palabra en su mente, clara y resonante: Mía. Y en ese instante, Dylan supo que el olor a vainilla y canela no era sólo un perfume, era el aroma de su destino. Por primera vez desde que se convirtió en alfa, la oscuridad que lo había consumido se disipó, y una chispa de esperanza, brillante y poderosa, se encendió en su corazón. Tenía que salvar a su hermano. Y ahora, tenía que protegerla a ella.
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