Año 1325. Víspera de Nochebuena. Polo Norte.
En el taller se respira urgencia en esta época del año. Alfredo, corre de un lado a otro con una lista en la mano, dando órdenes a los elfos que trabajan sin detenerse. Algunos cargan sacos repletos de juguetes; otros acomodan cajas por tamaño y destino; otros revisan una y otra vez que cada regalo tenga el sello correcto. Nadie se permite un error. Es el último reparto de Santa.
El año que viene, Niccolo tomará su lugar.
La noticia todavía pesa en el ambiente, aunque nadie la dice en voz alta. Santa está cansado. Su cuerpo ya no responde como antes, y su salud empeora con cada invierno. Aun así, insiste en que esta Navidad sea perfecta, al igual que las quinientas que estuvo a cargo.
El caos crece conforme avanza la noche. Un elfo tropieza, otro intenta sostener una torre de cajas demasiado alta, y entonces ocurre lo imprevisto. Uno de los grandes estantes de madera cruje, se inclina y colapsa con estrépito. Los juguetes caen como una avalancha, muñecos, trenes, caballitos de madera, campanas encantadas que los elfos usan para mantener viva la alegría navideña. El sonido es ensordecedor.
Los renos se asustan.
Comienzan a correr sin control, arrastrando cuerdas, volcando mesas, rompiendo herramientas. El taller entero entra en pánico. Nadie logra detenerlos. Los elfos gritan, se cubren la cabeza, intentan salvar lo que pueden mientras todo se desarma.
Dentro de su oficina, Nicolás Bari escucha el alboroto y levanta la vista de la carta que está leyendo. La coloca en el bolsillo de su pantalón, se pone de pie con dificultad y abre la puerta. Apenas da un paso cuando una ola de juguetes lo golpea con fuerza y lo lanza al suelo. El aire se le escapa del pecho. El dolor le recorre las piernas.
Sobre su escritorio, la Esfera del Tiempo —resguardada durante siglos y cuyo cuidado pasa de Santa a Santa— se sale de su soporte, rueda, golpea el borde y cae. El cristal se rompe al chocar contra el suelo.
El silencio dura solo un segundo.
Luego, el pánico es generalizado. Los jadeos se oyen por todo el taller. Nicolás gira el rostro para ver qué sucede y sus ojos se abren de par en par. Desde los restos de la esfera, una luz comienza a crecer rápidamente. No es un destello común, es un torbellino brillante, giratorio, absorbente, que arrastra el aire y hace vibrar el suelo.
Todos retroceden como pueden.
Nicolás intenta levantarse, pero su cuerpo no responde. La vejez y la enfermedad lo mantienen atrapado en el suelo. Extiende una mano inútilmente tratando de agarrarse de alguna cosa.
—¡Padre! —grita Niccolo, quién acaba de llegar.
Corre hacia él, esquivando juguetes y escombros, pero no llega a tiempo. La luz explota con una fuerza brutal y empuja a todos hacia atrás.
Nicolás es absorbido.
Y el taller queda en silencio, completamente destruido.
🎄✨🎅✨🎄
Año 2025. Nochebuena. Canadá. Northglow Solutions.
—Soluciona este problema ahora, Isabella Duarte. Eres la coordinadora de eventos corporativos —grita el CEO, Martin Hale, desde detrás de su escritorio—. ¿Es que no eres capaz de hacer algo bien? Si la fiesta se arruina por tu culpa, este será tu último día en la empresa.
Isabella respira profundo, contando mentalmente hasta cinco. Por dentro hierve de rabia, pero no le va a dar ese gusto. Aprieta los labios, asiente sin decir una palabra y se da la vuelta.
Camina hacia la salida de la oficina dando taconazos firmes. La puerta se cierra de golpe a su espalda. El sonido resuena en el piso entero. Sus compañeros la miran desde sus escritorios: algunos con lástima mal disimulada, otros con esa diversión cruel que solo aparece cuando el problema no es propio. Isabella suspira, gira sobre sus talones y se dirige al ascensor.
Esta es la peor época del año. Odiar la Navidad se ha vuelto casi un reflejo. Odia la euforia, los suéteres ridículos, los villancicos sonando desde noviembre, los dulces empalagosos, el ponche caliente que todos fingen amar. Odia tener que sonreír cuando por dentro solo quiere que diciembre termine.
El ascensor desciende lento. Demasiado lento.
Al salir a la vereda, el frío la golpea de inmediato y la hace tiritar. Su vestido rojo de franela no la cubre lo suficiente. Se da cuenta de que dejó el abrigo en su escritorio. Perfecto. Se cruza los brazos intentando conservar algo de calor y mira hacia ambos lados de la calle, como si el responsable de su desgracia fuera a aparecer de la nada.
Marca el número del actor por vigésima vez.
Esta vez contestan, pero la llamada llega llena de interferencias. El viento y la nieve no ayudan.
—Señor Nicolás, ¿por qué no ha llegado? Debía estar aquí hace dos horas —grita, sin poder ocultar la frustración.
Del otro lado escucha un ruido extraño, metálico, seguido de un golpe seco. Isabella frunce el ceño y mira la pantalla del celular.
—Señor Nicolás, ¿me oye? —insiste—. Si no está aquí en cinco minutos, pondré una demanda contra su agencia y contra usted. No volverá a trabajar en su vida.
No hay respuesta clara. Solo más ruido.
Cuelga con rabia. Aprieta el teléfono con fuerza y patea la nieve acumulada en la acera. Sus tacones se hunden en lo blanco y húmedo, dejándola atrapada un segundo de más.
—Odio la maldita Navidad —refunfuña.
Una pareja de ancianos que pasa cerca la observa con expresión reprobatoria. Murmuran algo entre ellos y siguen su camino. Isabella se cruza de brazos, respirando hondo para no gritar.
Cuando está a punto de volver a entrar al edificio, un golpe fuerte proveniente del costado la hace girar. Luego escucha un gemido de dolor. Se queda inmóvil unos segundos, ese ruido es humano. No debería meterse en problemas ajenos, pero algo en el sonido le eriza la piel.
Avanza con sigilo hacia el origen del ruido. Justo cuando va a asomar la cabeza, un hombre aparece frente a ella de la nada.
Isabella da un salto hacia atrás del susto. El hombre también se sobresalta. Ambos pierden el equilibrio y caen en direcciones opuestas sobre la nieve.
—¡Maldito demente! —exclama Isabella mientras se pone de pie primero—. ¡Casi me matas del susto!
Se sacude la falda con fastidio y lo señala con el dedo, aún temblando. Con la caída, su pelo rubio, que cuida más que a su propia vida, se despeina.
El hombre la mira desde el suelo, completamente confundido. Su traje rojo está cubierto de nieve y tiene los ojos abiertos de par en par.
«¿Quién es esta duendecita tan arisca?», piensa Nicolás Bari, sin entender qué sucede. Ninguno de los elfos se atrevería a hablarle de esa forma. Además, nunca antes la había visto.
—No me hables así, pequeña duende. ¿No te enseñaron a respetar a los mayores?
La voz del hombre suena firme, incluso ofendida. Nicolás se levanta del suelo de un salto. El movimiento es tan rápido que por un momento hasta él mismo se queda inmóvil, sorprendido. Parpadea. Mira alrededor. Luego se mira a sí mismo.
Su panza no está.
Sus manos ya no están cubiertas de arrugas profundas. Las venas no sobresalen. Sus rodillas, que durante años le han dolido con cada paso, no protestan. Se toca la barba con cuidado. No es espesa ni completamente blanca. Está corta, entrecana.
—¿Qué… qué está pasando? —murmura.
Da unos pasos, solo para comprobarlo. Su cuerpo responde con ligereza. No hay mareo, no hay dolor. El aire entra limpio en sus pulmones. El pánico empieza a instalarse justo cuando una mano pequeña y decidida lo toma de la oreja.
—¡Tú! ¿Por qué tardaste tanto? —gruñe Isabella mientras lo jala sin contemplaciones—. ¡Casi me echan de la empresa por tu culpa!
Nicolás apenas tiene tiempo de protestar. Camina torpemente detrás de ella, inclinado por la fuerza del tirón, con el rostro enrojecido por el dolor y la confusión. No entiende nada. Solo sabe que esa mujer avanza con una furia que no admite resistencia.
Al llegar a la entrada del edificio, varias personas se detienen a observar la escena. Algunos abren la boca, otros disimulan sonrisas. Es una imagen absurda: una mujer pequeña arrastrando a un hombre del doble de su estatura vestido de rojo, como si fuera una hormiga llevando algo que no debería poder mover.
—¿Sabes cuántas veces te llamé? ¡Veinte! —Isabella lo suelta de golpe y lo mira directo a los ojos, señalándolo con el dedo—. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
Nicolás baja la vista hacia ella… y se queda atrapado. Sus ojos son claros, intensos, llenos de algo que no logra identificar. Por un segundo, Isabella también se detiene. La cercanía la descoloca. Traga saliva y su mirada cae, casi sin querer, en la barba de él.
—Espera… —dice, frunciendo el ceño—. ¿Dónde está tu barba blanca y tupida?
El pánico le sube por la espalda.
—¿Qué hiciste con ella?
Nicolás se toca la cara, desconcertado.
—Yo…
—¿No tienes el uniforme completo? —lo interrumpe—. ¿Qué clase de Santa eres tú?
Suspira como si estuviera cargando el peso del mundo sobre los hombros.
—Mira, ya no me importa —añade—. Al menos dime que sabes hacer el HO HO HO.
—¿Qué? —pregunta él.
—El HO HO HO —Isabella toma aire y lo demuestra—. Así. HO. HO. HO.
Nicolás la observa embelesado. Esa pequeña duende es extrañamente simpática. Y bonita. La sensación que aparece en su estómago es nueva, incómoda, pero no desagradable.
—¿Entiendes? —insiste ella.
Nicolás lo intenta. Y para sorpresa de todos los presentes, lo hace perfecto. Su voz es grave, firme, natural. Varias personas aplauden sin darse cuenta. Isabella parpadea, impactada.
—Bien —dice, recuperando la compostura—. Vamos al salón.
El ascensor hace clic al abrirse y Nicolás retrocede un paso, sobresaltado. El cubículo metálico le provoca un miedo inexplicable. Mira el interior, luego alrededor. El edificio de vidrio se eleva por encima de ellos. Los pisos brillan como espejos. La gente viste ropa extraña, habla rápido, camina sin mirarlo.
—Vamos —Isabella lo toma de la mano sin pensar.
Nicolás baja la vista. Su mano grande envuelve la de ella. Es cálida. Suave. Delicada. Desde que su esposa murió al dar a luz a Niccolo, no ha vuelto a tocar así a una mujer.
Isabella presiona el botón de subir, sin notar la intensidad con la que Nicolás la observa, mientras las puertas del ascensor se cierran lentamente.
🎄✨🎅✨🎄