El ascensor se abre un momento después con un sonido suave. Antes de que Nicolás pueda reaccionar, Isabella lo arrastra de nuevo hacia afuera con la misma determinación con la que alguien empuja un carrito cuesta arriba. Apenas ponen un pie en el área de administración, el movimiento se detiene.
El lugar está lleno de gente a esa hora. Voces, teclados, teléfonos, pasos apresurados. Todo queda en pausa cuando ellos entran.
Nicolás se queda quieto. Sus ojos recorren a cada persona como si intentara descifrar algo en sus rostros. Luego observa los muebles de líneas rectas, los escritorios pulcros, los grandes ventanales de vidrio que dejan entrar una luz fría y constante. Ve los aparatos que titilan frente a él, pantallas llenas de letras, números e imágenes que cambian sin parar. En una pared hay una pantalla más grande que transmite un video promocional de la empresa: imágenes en movimiento, colores intensos, personas sonriendo.
Se le eriza la piel.
Eso no es normal. Eso no es un simple dibujo. Es como un portal que muestra otra realidad.
Da un paso lento, inseguro. Entonces, a menos de un metro, la copiadora emite su sonido habitual al comenzar a imprimir. El ruido lo toma por sorpresa. Nicolás se sobresalta, llevándose una mano al pecho. El corazón le da un salto.
Y entonces la idea lo atraviesa con claridad.
Volver a casa. Tal vez Niccolo y Alfredo lograron reparar la esfera del tiempo y vienen a buscarlo.
Ese aparato escupe hojas como si las creara de la nada. Hace luz. Hace ruido. Tal vez… tal vez es una puerta. Se acerca sin que Isabella lo note, abre la tapa con cuidado y mira dentro como quien inspecciona un túnel. Aprieta algunos botones al azar, concentrado.
Justo en ese instante, la luz interna de la impresora se activa al comenzar el proceso de copiado. El destello le ciega los ojos. Nicolás pierde el equilibrio y cae hacia adelante con un golpe seco.
Su rostro queda apoyado sobre el cristal.
La máquina imprime primero su cara, deformada en una mueca extraña, antes que la lista de actividades que alguien había dejado lista. Una hoja sale. Luego otra. Luego otra más. En segundos, al menos cien copias de su rostro en varias poses empiezan a apilarse.
—¡No! —grita Isabella, llevándose una mano a la frente.
El área de administración estalla en risas. Alguien toma una hoja. Otro la levanta como trofeo. Las copias circulan de mano en mano mientras los empleados señalan y comentan.
—¿Qué haces? —dice Isabella, apretando los dientes—. Deja de actuar como si fueras un menso. ¿Puedes levantarte?
Nicolás se incorpora lentamente, aturdido, con una hoja pegada al saco. No entiende por qué todos se ríen. No entiende por qué hay tantas caras suyas multiplicadas. Esta magia es nueva.
—Debemos revisar el cronograma —continúa ella, intentando no perder la compostura—. La fiesta ya está por comenzar. No puedes fallar en nada. Todo será transmitido en vivo por t****k.
Nicolás la mira, confundido.
—¿Tik…?
Isabella cierra los ojos un segundo.
—¿Sabes qué? Solo ven conmigo.
Lo toma del brazo y lo lleva a un salón adjunto, lejos de las miradas curiosas. Lo sienta en una silla frente a una mesa y le coloca una carpeta en las manos.
—Estas son las actividades —dice con voz tensa—. Si hubieras llegado a la hora prevista, no tendríamos solo cinco minutos para repasarlas.
Mira su reloj con desesperación. El segundero avanza demasiado rápido. Nicolás la observa. Nota cómo ella patea suavemente el piso una y otra vez. Su respiración no es regular. La uña del pulgar está más corta que las demás, mordida. Hace un pequeño tic con el hombro, casi imperceptible, pero constante.
Está nerviosa. Mucho más de lo que aparenta.
—¿Qué haces? —lo regaña—. Repasa las actividades.
Nicolás abre la carpeta. Echa un vistazo rápido a las hojas llenas de palabras que no comprende del todo. Luego la cierra con calma. Isabella abre la boca para protestar, pero él se adelanta.
Mete la mano dentro de la manga de su saco. Busca algo con cuidado, como si fuera un tesoro. Saca una paleta con forma de corazón, envuelta en papel rojo, y se la extiende.
Isabella se queda mirándolo como boba durante unos segundos que se le hacen eternos.
—No me gustan las paletas de fresa —dice al fin, carraspeando, como si necesitara recordarse a sí misma que sigue siendo una adulta funcional.
Nicolás asiente con total naturalidad. Sin decir una palabra, vuelve a meter la paleta dentro de la manga de su saco. Isabella observa el gesto con el ceño fruncido, convencida de que no puede salir nada más de ahí. Sin embargo, cuando él vuelve a sacar la mano, ahora sostiene una paleta de manzana verde.
Ella no la toma.
Nicolás inclina la cabeza, pensativo. Mete la mano otra vez y esta vez saca una paleta más grande, de uva, con forma de flor. Isabella abre la boca para decir algo, pero no logra articular palabra. La escena es tan absurda que la desarma. Sonríe.
¿De dónde la saca? ¿Tiene algún bolsillo secreto? ¿O esto es parte del acto?
El truco del dulce nunca falla. Nicolás lo sabe. Lo ha visto funcionar durante siglos, con niños llorosos, adultos cansados y corazones a punto de rendirse.
Isabella toma la paleta de uva con cuidado. Sus dedos rozan los de él, y el contacto dura apenas un instante, pero ambos lo sienten. Se miran. El mundo alrededor parece bajar el volumen.
Nicolás ve cansancio en sus ojos. Un cansancio que no corresponde solo al trabajo. Ve tristeza, frustración, una desesperanza silenciosa que le oprime el pecho. ¿Cómo alguien tan joven y tan bonita puede cargar con eso?
—Todo saldrá bien, pequeña duende —dice con voz baja y segura.
Isabella parpadea.
—¿Cómo hiciste eso? —pregunta, señalando la paleta, antes de meterla en el bolsillo de su vestido—. No estaba ahí antes.
—De donde vengo, todos podemos hacerlo —responde él con sencillez.
Antes de que ella pueda insistir, Nicolás vuelve a meter la mano en su manga. Esta vez saca un cascabel dorado, pequeño, antiguo. Lo hace sonar frente a su rostro con cuidado, observándola con atención. El sonido es suave, limpio, distinto a cualquier otro. Isabella siente que algo en su interior se aquieta. El ruido del edificio se vuelve distante.
Por un segundo, su mente se llena de imágenes difusas. Una niña sentada en el suelo, doblando un papel. Luces navideñas mal colgadas. Una risa que hace años no recuerda. Nicolás observa, concentrado. Quiere entender por qué esa mujer está tan amargada, qué fue lo que se rompió en ella.
Está a punto de descubrirlo cuando la magia se rompe de golpe.
—¡Isabella Duarte! —grita una voz desde el exterior—. ¡Trae tu maldito trasero al salón ahora mismo! ¡El evento inicia ya!
Isabella se sobresalta. El cascabel deja de sonar. Su expresión cambia al instante. La calma se desvanece y vuelve la máscara fría, profesional, controlada.
—Vamos —dice con voz firme.
Toma un gorro navideño de una silla cercana y se lo coloca sin mirarse al espejo. Luego se pone un abrigo verde. Nicolás la observa. Incluso así, apurada y tensa, se ve adorable. Se acerca sin pensarlo demasiado y acomoda la punta torcida del gorro. Con un gesto suave, presiona un poco sus orejas y la punta de su nariz, que están rojas por el frío.
Isabella se queda quieta, sorprendida.
—Lista, pequeña duende —dice él con una sonrisa.
Ella frunce el ceño, confundida. Le parece absurda la forma en que él la llama. No debería gustarle. No debería importarle. Y sin embargo, algo en su pecho se calienta cada vez que lo escucha decirlo.
En ese momento, todo el ruido alrededor cesa. No se oyen voces, ni pasos, ni música. El tiempo parece detenerse. Nicolás la mira profundamente a los ojos. Siente algo que no logra explicar, una conexión que lo sacude por dentro. Como si su alma reconociera la de ella. Como si la hubiera estado esperando.
Sus rostros están tan cerca que el vapor de sus alientos se mezcla en el aire frío.
Quinientos años.
Hacía quinientos años que Nicolás no se detenía a admirar los ojos de una mujer. Y ahora, frente a él, esos ojos verdes le resultan inquietantemente familiares. Del mismo tono que los de su esposa, aquella que perdió tanto tiempo atrás.
El recuerdo le atraviesa el pecho con una mezcla de nostalgia y culpa. Se obliga a retroceder un paso.
Isabella también se siente aturdida. No solo por el caos, ni por la presión del evento, sino por él. Por la forma en que ese hombre la mira, por la calma extraña que irradia, por el efecto inexplicable que tiene sobre su cuerpo y su ánimo.
¿Quién es este tipo?, se pregunta, intentando recuperar el control.
—¿Quién demonios eres? —le suelta al fin, cruzándose de brazos.
Nicolás sonríe, tranquilo, como si la respuesta fuera lo más obvio del mundo.
—Santa —responde—. Soy Santa, mi pequeña duende.
Isabella abre la boca para replicar, para decirle que deje de bromear, cuando de pronto escucha un chasquido seco. El cinturón de Nicolás cede sin previo aviso. Su pantalón cae al suelo con una lentitud casi solemne.
El silencio es absoluto.
—Dime que no es lo que estoy pensando —dice Isabella, cerrando los ojos con frustración.
Los abre y mira hacia abajo. Sus hombros caen. Esto no puede estar pasando. No hoy. No ahora.
Sin pensarlo demasiado, se arrodilla frente a él. Nicolás se queda rígido, con las orejas y el cuello encendidos.
Isabella sube el pantalón con rapidez y trata de ajustar el cinturón roto, tirando y acomodando sin éxito.
—¿De dónde sacaste esta cosa? —reclama—. Esto parece del siglo antepasado.
Nicolás abre la boca para responder, pero ella ya se está quitando su propio cinturón. Lo pasa por las presillas del pantalón de él con movimientos seguros. Está demasiado cerca. Nicolás traga saliva. Puede sentir su aroma, su respiración, el leve temblor de sus manos.
—Nadie se había acercado tanto a Santa —murmura, más para sí que para ella.
—Pues acostúmbrate. Esta noche eres totalmente mío —responde Isabella, apretando el cinturón con un nudo firme—. Listo.
Antes de que puedan decir algo más, la voz del CEO vuelve a atravesar el aire.
—¿Quieres que entre por ti? —grita Martin Hale desde el pasillo.
Isabella suspira y alisa su ropa.
—Vamos —dice.
Nicolás la sigue, todavía intentando procesar lo que acaba de pasar.
Martin Hale está parado en medio del área, entonado como un gallo de pelea, con el pecho inflado y el ceño fruncido. Apenas ve a Nicolás, su expresión se endurece.
—Ah, así que vino —dice con desprecio—. Recuerda no volver a contratar a este idiota. Ni siquiera se parece a Santa.
Se da la vuelta para dirigirse al salón, pero en ese instante algo sale mal. Sus pies se cruzan de una forma extraña y pierde el equilibrio. Cae de bruces al suelo con un golpe seco. Un hilo de sangre comienza a correrle por la nariz.
Los jadeos llenan la sala. Nadie se ríe en voz alta, pero las miradas se cruzan. La caída ha sido demasiado torpe para pasar desapercibida.
—Señor, déjeme ayudarlo —dice Nicolás, acercándose y tomándolo del codo.
Martin Hale levanta la vista y se encuentra con los ojos claros de Nicolás. No hay sonrisa, no hay burla. Solo una calma profunda que lo descoloca. Por un instante, siente un escalofrío. Se suelta de inmediato.
—No hace falta —gruñe, incorporándose como puede.
Se limpia la nariz con la manga y se aleja a toda prisa, sin mirar atrás.
Isabella observa la escena con sorpresa. Sacude la cabeza y toma a Nicolás del brazo.
—Ven —le dice—. Antes de que algo más salga mal.
Lo lleva al interior del salón de eventos. En cuanto cruzan la entrada, Nicolás queda estupefacto. Las luces, el sonido, la música, las pantallas en las paredes, los flashes de las cámaras. Hay gente por todas partes. El ruido es intenso, pero no caótico. Es una celebración.
Y entonces los ve.
Niños.
Corren hacia él sin dudarlo, con los ojos brillantes y las manos extendidas.
—¡Santa! —gritan al unísono.
Nicolás se detiene un segundo. Luego sonríe. Una sonrisa amplia, sincera. Con una paciencia que solo se consigue después de quinientos años de servicio, se inclina, saluda a cada uno, escucha nombres, preguntas, historias. Camina con ellos hasta un trono decorativo que ha sido preparado especialmente para el evento.
Uno a uno, los niños suben a su regazo y le cuentan sus deseos. Nicolás escucha con atención. Responde con palabras distintas a cada uno. Cuenta pequeños cuentos, breves, únicos, sin repetirse una sola vez. De sus bolsillos saca paletas sin fin, de distintos sabores y colores.
No solo los niños se acercan. También adultos. Algunos ríen, otros se emocionan. Todos parecen acoplarse al espíritu de la fiesta.
Isabella observa desde un costado. Lo mira con atención. Su sonrisa no es fingida. Responde con naturalidad a las preguntas sobre los elfos, los renos, el Polo Norte. No duda. No improvisa.
—¿Quién eres en realidad? —murmura para sí.
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