—Soy Mauro De La Mora —se presentó un sujeto, de cabello y ojos cafés, tras llegar hasta donde ella se encontraba, aburriéndose en esa cena de presentación de candidatura de su padre—, y soy tu futuro esposo.
El ceño de Mariel se frunció. No entendía quién era ese sujeto y tampoco entendía su horrible sentido del humor.
—¿Alguna vez te ha dicho alguien que tienes un pésimo sentido del humor? —preguntó la rubia de ojos miel, a quien no le había caído nada en gracia el comentario del hombre.
Mauro sonrió, divertido. La expresión de esa chica era, definitivamente, la mejor del mundo, pues no solo el desconcierto se dejaba ver en su rostro, también había una especie de desagrado que le gustaba un poco.
—Hola, mi amor —habló Humberto Pazcón, abrazando con una mano a la joven por los hombros y besando su cabeza—. Veo que conociste ya a tu prometido.
Mariel miró a su padre, confundida, esa información era nueva para ella, y definitivamente no estaba de acuerdo con ello, pero no pudo decir nada, pues no sería correcto armar un escándalo en un día tan importante para ese hombre robusto de cabello cano y ojos azules, así que solo miró al hombre que había sido anunciado como su prometido, a pesar de que no lo había visto nunca antes.
Ella acababa de regresar del extranjero, donde había terminado sus estudios superiores y de posgrado antes de volver a unirse a la campaña política de su padre; sin embargo, ahora entendía bien que no tuviera un cargo en ella a pesar de que hacía un par de semanas que lo había solicitado.
Mariel sonrió con ironía. Su papel era visual, pura publicidad falsa, aunque no permitiría que fuera nada barata; eso en caso de que no lograra deshacerse de semejante estupidez.
—Necesito hablar con mi madre —declaró la joven, fulminando a su padre con la mirada, entonces sintió cómo su mano era tomada por el castaño y él estampaba sus labios en sus nudillos.
—Nos vemos pronto, cariño —dijo Mauro y Mariel sintió la rabia arderle en el estómago y tremendas ganas de golpearlo con fuerza.
Sin embargo, la joven solo sonrió incómoda y siguió su camino tallando disimuladamente el dorso de su mano en su vestido.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó en un susurro la rubia a su madre, una mujer de cabello rubio, también, pero ya cenizo por las canas, y de ojos miel como los suyos, pero ya enmarcados en arrugas por el paso de los años en su piel.
—Estoy ocupada —respondió en otro susurro la mayor, sonriendo a quienes las veían, a ella y su hija, cuchichear—. No seas grosera, saluda y vete.
—Mamá, es importante —insistió la joven, que sabía bien que, si había alguien capaz de pararle los pies a su padre con cualquier loca idea, esa era justamente su madre—. Papá me comprometió.
María Elizabeth Reyes suspiró disimuladamente, sonriendo a quienes había estado acompañando en charlas sin sentido, pero que eran personajes que podían ser de gran apoyo para la campaña política de su esposo.
—Discúlpenme un momento —pidió la mujer de elegante porte, poniéndose en pie—, uno no deja de ser madre, ni aunque sus hijos tengan casi veinticinco años.
Los comentarios burlescos no se hicieron esperar, y la mujer, luego de sonreír, dejó su lugar en la mesa y acompañó a su hija a una terraza para tener un poco de privacidad.
» ¿Qué pasó con el compromiso? —preguntó la mayor—. ¿Acaso tienes alguna queja? Mauro De La Mora es de una muy buena familia, también es guapo y no es tan mayor.
—Espera un segundo —pidió la joven de veinticuatro años recién cumplidos—. ¿Sabías lo del compromiso?
—Por supuesto que lo sabía —informó Elizabeth a su hija—. Yo lo decidí y lo traté con Mauro. Él será un gran apoyo para tu padre, y también tendrá algunas ganancias asociándose con nosotros, así que pórtate bien y demuestra el amor por un prometido que hacía tiempo no veías.
—¿De qué rayos estás hablando? —preguntó Mariel, intrigada por las palabras de su madre—. ¿Hace tiempo que no veía?
María Elizabeth suspiró. Era cierto que tenía algunas cosas qué explicar, pero no era el tiempo para ello, y su hija estaba fingiendo no verlo, porque las señales eran claras y ella solo debería estar asintiendo y siguiendo el cuento.
—Pues de que ustedes tienen dos años comprometidos, así que se casarán el próximo mes —explicó la mayor—, de esa manera podré invitar a toda la gente importante de la ciudad a un evento “familiar” que los hará sentirse como importantes para nosotros.
—¿Estás loca, mamá? —preguntó la joven sin lograr concluir algo más que eso al respecto de su madre—. Ni siquiera conozco al hombre, ¿cómo es que me casaré con él en un mes?
—Cariño, los dos años de relación son obviamente una mentira, pero tienes que hacer que se vean reales —declaró Elizabeth—; además, los preparativos de la boda están hechos, solo resta que te midas el vestido y entreguen juntos las invitaciones, porque ya agendé con todos los personajes de esta ciudad desayunos, comidas y cenas para que la entreguen personalmente.
Mariel, que mientras escuchaba a su madre se había quedado sin respirar, negó con la cabeza. Su madre definitivamente estaba loca.
» Aprende todo lo que necesites de él, y muéstrale todo de ti, porque necesitan ser muy convincentes para que nada sea sospechoso —advirtió la mayor y luego palmeó la espalda de su hija una vez, no sabía si para sacarla del estupor o para alentarla a fingir.
» No tiene que ser para siempre —informó Elizabeth a su hija luego de ver que Mariel no se quedaba para nada convencida—, con cinco años de matrimonio estaría bien. Sería el año de candidatura, los tres de gobierno y uno más para que el mundo se olvide un poco de ti y puedas hacer lo que quieras sin dañar el buen apellido de la familia.
—Mamá —se quejó la joven, intentando argumentar su desacuerdo.
Pero Elizabeth no tenía tiempo para seguir explicando a su hija lo que ya había explicado, porque no tenía nada más qué decir al respecto. Lo que seguía era que Mariel lo asimilara y luego lo aceptara, y para eso la joven ya no la necesitaba a ella.
—Mamá, nada —soltó la mujer, sonriendo a su hija tras interrumpirla—. Ve a colgártele del brazo y paseen por todo el salón para que los vean juntos. Pero no con la cara de idiota que tienes ahora, sonríe y muéstrate bonita y feliz, porque para eso te trajimos aquí.
Mariel vio a su madre irse y dejarla sola, entonces puso las yemas de sus dedos sobre sus cejas y jaló con su palma la piel de sus pómulos y mejillas, pasando por sus orejas, hasta posicionar sus manos en su nuca luego de agachar la cabeza para estirar mejor su cuello.
Luego de casi siete años fuera de su casa se había olvidado un poco de que su vida giraba en torno a las decisiones de sus padres, y era molesto tener que recordarlo justo de esa manera.
—¿Debería irme? —se preguntó sola Mariel y su cuerpo respingó cuando recibió una respuesta de quien menos lo esperaba.
—Si te vas, llévame contigo —pidió Mauro, llegando hasta ella—. Entiendo que no sabías del compromiso, fue bastante claro por la manera en que actuaste. Me disculpo por sorprenderte, yo lo acordé con tu madre hace casi un año, así que pensé que lo sabrías también.
Mariel suspiró. No es como si saberlo cambiara algo, porque en realidad no le agradaba la idea independientemente a quien la había tramado.
—Si me lo hubieran dicho no habría regresado aquí —aseguró la joven y el hombre sonrió solo un poco.
Entendía la situación, pero le había dolido un poco que esa chica le rechazara tan abiertamente. Es decir, viendo la actitud de la madre de esa joven, pensó que la chica sería algo más relajada al respecto de una boda por compromiso.
—¿Qué es lo malo de casarse por interés? —preguntó Mauro, queriendo exponer su punto de vista y conocer mejor el de la joven, aunque era evidente que no compartían opinión—. Tu padre gana, yo gano. Creo que es justo.
—¿Y yo qué gano? —preguntó la joven tras suspirar—. Si es mi padre quien gana deberías casarte con él, porque no lamento decirte que este matrimonio por interés no es de mi interés.
Mauro sonrió. Eso sonaba justamente como una niñería, y ahí fue que notó los siete años de diferencia que le llevaba a esa joven.
—¿Por qué no quieres casarte? —preguntó el hombre de cabello castaño—. No me digas que, a pesar del mundo en que vives, sueñas con enamorarte y casarte con un príncipe azul que te haga feliz para siempre.
Ese comentario tan grosero de parte del hombre de cabello castaño, sobre todo en el tono burlón en que lo había hecho, molestó en demasía a la joven de ojos miel.
—No —respondió ella, en un tono seco y cortante que le sugirió al joven que tal vez se había pasado de la raya en eso de molestarle—. Lo que quiero es trabajar, ejercer mi carrera, alcanzar mi independencia y luego de que me canse de trabajar casarme con alguien que ame y me mantenga feliz para siempre; porque sí quiero ser feliz para siempre.
Mauro entendió la molestia de la chica. Ciertamente era una tontería que, recién terminara su maestría de dos años, luego de estudiar por cuatro años una licenciatura, terminara casada y convertida en ama de casa, porque esa era la imagen que debía mostrar.
Según las necesidades de esa familia, que buscaba obtener fama y poder, ella debía convertirse en el reflejo de todas aquellas mujeres abnegadas que con amor servían a sus hogares y, de esa manera, ensalzarían la labor de las amas de casa para el beneficio de la campaña del candidato.
Pero, definitivamente, no parecía que ser ama de casa fuera lo que la joven había esperado hacer luego de tanto estudiar, y le tocaba resignarse por el bienestar de su familia.
El de ojos cafés entendió por completo a la chica, de hecho, en su lugar, él se sentiría igual; pero, de todas formas, necesitaba casarse con ella, así que decidió persuadirla un poco, o, por lo menos, intentarlo.
—Entonces digamos que tu matrimonio serán tus prácticas profesionales —sugirió Mauro y Mariel le miró algo interesada, pero mucho más contrariada—. Si te soy sincero, tampoco me gusta la idea de una mujer que está todo el día en casa, sobre todo teniendo en cuenta que no tendremos hijos a quien puedas cuidar; así que, luego de que nos casemos, puedes elegir uno de mis negocios y hacerte cargo por los cinco años que durará nuestro matrimonio.
Mariel no supo qué decir. Creía haber dejado claro que lo que quería era ser independiente, entonces, ¿por qué rayos le estaba sugiriendo ponerle todo en bandeja de plata?
Mauro adivinó los pensamientos de la chica de rostro fruncido que le miraba fijamente, por eso sonrió y le dio un consejo que dejó a la joven pensativa, pues no estaba del todo mal lo que el otro sugería.
» Un poco de ayuda externa a veces es bueno —dijo Mauro, sonriendo.
Y, a pesar de que la rubia no sonrió, bajó un poco la guardia con ese hombre que parecía tener en claro lo que quería, y que tal vez era lo que ella necesitaba para salir del yugo de sus padres de una vez por todas.