Más tarde cuando el piso estuvo listo y por fin pude sentarme frente a mi bellísimo escritorio, mi padre llegó al piso con una sonrisa en el rostro. - ¿Qué te parece? – dijo con ambos brazos abiertos, se apoyó en el escritorio y me miró contento. - Está… bien – bajé mi vista a la pila de papeles que debía organizar. No estaba de ánimos para devolverle la sonrisa o pretender ser amable siquiera. - ¿Bien? Invertí miles de dólares para darte un escritorio en el que te sintieras cómoda, pintaron las paredes de color magenta porque a ti te gusta, la alfombra es divina ¿Y dices que está bien? – me miró perplejo. - Es bonito, gracias – comenté encogiéndome de hombros. - Avísale a Nathan que necesito hablarle – ordenó cambiando el tema. Tomé el teléfono y apreté l

