NARRA MAX
Veo a Carolina en el suelo y siento una mezcla que no quiero nombrar. La rabia me sale fácil, como si fuera una segunda piel; la culpa me viene a trompicones y la escondo rápido, porque admitirla sería debilidad. A mi alrededor todo sigue su curso: clases, amigos, bromas. La escuela es un tablero donde muevo piezas con cuidado. Ella es la ficha que nadie quiere tocar porque la tragedia atrae miradas que pueden manchar mi nombre.
Me fastidia que mi madre sea recordada con esa sombra que arruina fotos y discursos. Me educaron para ganar y para que la vergüenza no fuera parte del apellido. Por eso la presencia de Carolina en la casa siempre me incomodó: me recordaba el agujero que no supimos tapar con mentiras. No la quiero cerca para que los demás no sepan que mi sangre es la suya. Si me descubren la empatía, si me relacionan con ella, el relato que fabriqué se desbarata.
Hoy, en el patio, aquella escena me golpea con crudeza. La veo arrodillada, el labio partido, la ropa hecha jirones. Algunos aplauden con la mirada; otros se sacan fotos con el drama. No hago nada. ¿Por qué? Porque tengo miedo. Miedo a perder lo que tan cuidadosamente me costó construir: amigos, estatus, el lugar donde nadie pregunta de dónde vienes. Me digo cosas para justificar mi silencio: “No es asunto mío”, “Si intervengo, pierdo mi posición”.
Y, sin embargo, hay un cilindro de culpa que rueda en mi pecho. En noches sin sueño me imagino la escena inversa: si hubiese sido yo en el suelo, ¿quién me hubiese ayudado? No me gusta esa respuesta. Me recuerda que una herida requiere valentía para cerrarla. Pero la fachada pesa más, y prefiero que se me conozca por la sonrisa.
En el tumulto, Alexa se destaca por su teatralidad. Ella tiene la habilidad de convertir cualquier dolor ajeno en espectáculo propio. Sus amigas repiten la misma coreografía de burlas y puñetazos verbales, y yo permanezco a un lado, calculando. Hay algo en mí que se deleita con la facilidad de manipular la mirada de los demás, pero una parte, esa que reprimo, siente la humillación de mi propia sangre y se encoje.
Cuando llega la ambulancia y se arman las camillas, algo se rompe. No por la escena pública, sino porque la realidad me fuerza a medir consecuencias. Papá no lo pensará dos veces; si esto salpica lo suficiente, será una mancha imposible de limpiar. Llamo a mi padre por inercia, con la voz fría. Intento sonar serio. “Todo bajo control”, digo. Es mentira, claro. Pero para nosotros, el control es una palabra que hay que repetir como conjuro.
En el camino al auto me cruzo con miradas que me devuelven la propia duda. Me pregunto si mi madre, si estuviera aquí, me habría perdonado. No encuentro respuesta. Incluso ahora, cuando conduzco, la ciudad se me presenta en tonos grises y yo me siento como un actor que se retira de escena. Acelero como si fuera a dejar atrás la posibilidad de arrepentimiento.
En casa, papá apenas reacciona. No es que no le importe; es que no sabe cómo traducir el caos en algo que no destruya su plan. Le cuento lo justo y necesario: que la ambulancia la llevó, que la escena fue desagradable. Él frunce el ceño y toma decisiones rápidas que me hacen pensar que nos movemos en mundos distintos, pero en realidad es lo mismo: proteger la imagen. Cualquier mancha se quita con distancia y con silencio.
Por la noche me acuerdo de la sonrisa de Carolina cuando era niña. Hay momentos en los que la rabia se disuelve y la nostalgia se asoma, culpable e incómoda. Me doy un empujón mental para sacarla. No quiero ser débil. Si me muestro así, me rebajan. La fuerza en mi mundo se mide por el frío cálculo, no por la lágrima. Y sin embargo, en ese cálculo, algo me falla: la posibilidad de que un día la vida nos devuelva lo que hicimos.
Hay noches que me tiro en la cama y pienso en lo que haría si supieran que Carolina es mi hermana. Todo se vendría abajo: la imagen del hijo perfecto, de la familia impecable. Me aterra esa idea. En el fondo, no quiero que nadie sepa que tengo una mancha. Así que escondo mis dudas y mi culpa. Rezo poco; creo menos. En momentos de franqueza me digo que debería ayudarla, pero la ayuda implica exposición, y la exposición implica perder.
Aun con todo eso, hay algo que me empuja a mirar. Cuando la veo en la camilla, pálida y frágil, algo dentro de mí se resquebraja. No es arrepentimiento puro; es un recordatorio de que hay cosas que el dinero y la fama no curan. Siento que si no hago algo pronto, el agujero que dejó mamá se abrirá más y quizá me arrastre. No sé si quiero salvarla por compasión o por ego, para no tener que cargar con el remordimiento público.
Me muevo por la casa con pasos calculados, hablando con papá en voz baja, fingiendo calma. Pero la calma es una máscara; la verdad es que me marea la posibilidad de enfrentar lo que siento. Hay días que me despierto con la intención de arreglarlo todo y otros en que decido que nada merece mi riesgo.
El tiempo pasa y, sin darme cuenta, me vuelvo parte del espectáculo que antes juzgué: el que no actúa, el que mira y luego olvida. Me pregunto si esa es la persona que quiero seguir siendo. Y me detengo a pensar que detrás de mi orgullo hay una raíz podrida que tal vez necesite arrancar. No sé cuándo, ni cómo, pero la idea de que algo tenga que cambiar ha empezado a ocupar lugar en mi mente.
Mientras tanto, mantengo la coraza. La vida sigue: salidas, charlas superficiales, fotos que dicen más de lo que muestran. Y en los rincones de la casa, cuando la luz baja, la culpa viene a visitarme con paso lento y firme, recordándome que hay un precio por cada silencio. ¿Lo pagaré? No lo sé todavía.
CONTINUARÁ