C I N C O

1237 Words
Narra Max Me encuentro postrado en mi cama, mirando el techo como si pudiera encontrar alguna respuesta en esas manchas viejas que se forman en la pintura. El reloj de la mesita marca las 9:35 PM. Maldición. Esa mocosa todavía no da señales por la casa, no ha llegado. Carolina debería estar aquí desde hace horas. Intento convencerme de que tal vez los doctores todavía la tienen en observación, que quizá el director llamó a papá para que firmara papeles, cualquier excusa que me saque de la cabeza la otra posibilidad… la que me retuerce el estómago. ¿Y si le pasó algo? ¿Y si por fin se murió? Siento un vacío helado recorrerme la espalda. No. No, no, no. Ella no está muerta. No puede estarlo. Me incorporo bruscamente, paso las manos por mi cabello y camino de un lado a otro como un animal enjaulado. El silencio de la casa me resulta insoportable, solo roto por el tic tac del reloj que parece burlarse de mí. Al final no aguanto más y me encamino hacia el cuarto de papá. —Toc, toc, toc, toc. Cuatro golpes secos que se escuchan demasiado fuertes en medio de este silencio. Desde adentro llega un “pase” ahogado. Abro la puerta y lo encuentro sentado, rodeado de papeles, contratos y carpetas desparramadas por todo el escritorio. La lámpara ilumina su rostro cansado, esas arrugas prematuras que se acentúan cada vez que frunce el ceño. Supongo que tiene demasiado trabajo, como siempre. —Papi, etto… mm… ¿cómo te digo? —balbuceo. Diablos. No sé qué palabras usar. Si le digo que estoy preocupado por Carolina me va a reprochar, va a soltar una carcajada amarga y me restregará que la “mocosa” no merece ni un segundo de mi atención. Trago saliva, bajo la mirada al suelo. Papá alza la vista con un gesto serio, casi molesto, como si lo estuviera sacando de un cálculo importante. —¿Qué pasó, Max? Espero que sea algo importante para que me interrumpas de esta manera. Su voz retumba en la habitación como un martillazo. “Deja la mariconada a un lado, Max.” La voz en mi cabeza me atormenta. —Cállate, maldita conciencia —susurro apenas audible, apretando los puños. Intento mantener la compostura. No puedo permitir que papá vea mis dudas, ni mucho menos mis temores. Inspiro profundo, me obligo a alzar la vista y decirlo. —Supongo que ya diste cuenta que ya casi son las diez de la noche y que Carol todavía no llega del hospital… han pasado casi catorce horas. No es que me… pr…eeocup…e por na…nada —digo con la voz quebrada, mirando al suelo de nuevo, como si el mármol pudiera tragarme. Papá suspira pesado. Ese sonido me taladra los oídos. Por un instante levanto la mirada y lo veo pasar junto a mí, rumbo a la puerta. No dice nada, pero sé lo que significa: vamos al hospital. (…) El aire nocturno golpea mi rostro cuando salimos. El trayecto en el auto es sofocante; el silencio de papá me pesa más que cualquier sermón. El motor ruge, las luces de los postes pasan fugaces, y mi mente da vueltas. Intento recordar el rostro de Carolina esta mañana, cómo caminaba encogida en sí misma, con la mirada perdida. La odio, sí… pero también recuerdo el sonido de su risa cuando éramos niños, un sonido que no escucho hace años. Sacudo la cabeza. No debo pensar en eso. Cuando por fin llegamos, el hospital se levanta imponente frente a nosotros. Luces blancas, frías, impersonales. El olor a desinfectante me invade apenas cruzamos la puerta. Pasamos directo a recepción. Una mujer de unos veintiocho o veintinueve años nos atiende, con su uniforme perfectamente planchado y ese peinado de coleta alta. Es atractiva, demasiado atractiva para estar detrás de ese mostrador. Pienso fugazmente que estaría buena para un polvo, y enseguida me reprocho por tener esas ideas en este momento. Maldita sea, soy un idiota. —La señorita Carolina Jones se encuentra en la habitación 301, tercer piso —dice con voz profesional, mientras teclea algo en la computadora. —Gracias —responde papá, serio, con un leve movimiento de cabeza. Lo miro de reojo. Se nota que está preocupado, aunque intenta ocultarlo tras esa fachada rígida. Y por alguna razón, esa preocupación me arranca una sonrisa torcida. Caminamos rápido por los pasillos interminables, iluminados con esas luces blancas que parecen arrancarle el alma a cualquiera. El tiempo se me hace viscoso, como si cada paso fuera un metro en arena. Cuando miro el reloj, son las 11:20 PM. El tiempo vuela, pero al mismo tiempo se siente como si estuviéramos atrapados en un loop eterno. Cada puerta que pasamos está marcada con un número, cada habitación guarda historias de dolor, susurros de sufrimiento, y yo solo pienso en esa mocosa tirada en una camilla, con tubos y cables atravesando su cuerpo. No sé por qué, pero me tiemblan las manos. Por fin llegamos frente a la puerta de la 301. Mi pecho late con violencia, como si quisiera escapar. Mi padre extiende la mano hacia la perilla, la gira con calma, y el chirrido metálico me retumba en la cabeza. La puerta se abre lentamente, y la habitación se revela ante nosotros. El aire huele a desinfectante, pero también a algo más… a fragilidad. Ahí está Carolina. Su cuerpo se ve pequeño en esa camilla enorme, rodeada de máquinas que emiten pitidos rítmicos, como un recordatorio cruel de que aún respira. Cables se enredan por sus brazos, un suero gotea lentamente, su piel se ve demasiado pálida, como si le hubieran drenado el alma. El rostro lleno de moretones, los labios resecos, su cabello n***o recogido de cualquier manera. Parece frágil, como si un simple suspiro pudiera romperla. Papá se queda de pie, inmóvil, con los ojos fijos en ella. Yo me acerco un poco más, aunque no sé por qué lo hago. La odio. Siempre la odié. Pero verla así me remueve algo dentro. —Maldición, Carolina… —susurro sin darme cuenta. Mis piernas flaquean. Me apoyo en la pared. Papá respira con dificultad, y por un segundo creo que va a derrumbarse. Pero no lo hace. Se mantiene firme, aunque sus ojos lo delatan. El silencio de la habitación se llena con el pitido constante de la máquina. Cada sonido es un recordatorio: está viva, aunque apenas. Me acerco un poco más. Su mano, tan pequeña, descansa sobre la sábana blanca. La observo. Siento la tentación de tomarla, de apretarla, pero no lo hago. No sé si sería por ella o por mí. Un torbellino de emociones me arrastra. Odio. Culpa. Tristeza. Confusión. Todo mezclado en un nudo insoportable. Papá rompe el silencio con un susurro: —Carolina… hija… —su voz se quiebra. Nunca lo había escuchado llamarla así. Yo cierro los ojos y me dejo caer en la silla al costado de la cama. Me paso las manos por el rostro. No puedo con esto. No puedo con la idea de perderla, pero tampoco con la idea de admitir que la necesito. El reloj de la pared marca las 11:50 PM. El tiempo avanza lento, cruel, como si quisiera torturarnos. Y ahí nos quedamos. Dos hombres rotos, mirando a la chica que siempre despreciamos, pero que de alguna manera sostiene los hilos invisibles que nos mantienen unidos. CONTINUARÁ…
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