S E I S

1064 Words
Narra Carlos El sonido del monitor es un látigo constante en mi cabeza. Ese pitido rítmico, inmutable, que marca la línea entre la vida y la muerte. Cada vez que se alarga el silencio entre uno y otro, siento que me arranco un pedazo de alma. Y, sin embargo, no dejo de mirarlo. Es la única prueba de que todavía la tengo conmigo. Carolina. Maldición. Cómo me cuesta pronunciar su nombre incluso en mi mente. Siempre la mantuve lejos, como si fuera un error que debía esconder bajo la alfombra. Un recordatorio vivo de mis equivocaciones. Pero ahora… ahora que la veo en esta cama, pequeña, rota, con tubos y vendas por todos lados, no puedo apartar los ojos de ella. Me quedo de pie, firme, como si esa postura pudiera darme fuerza. Sé que Max me observa desde la silla, pero no me importa. Por primera vez en muchos años, no me interesa lo que piense de mí. Acaricio mi mentón y siento la aspereza de la barba de dos días. No dormí. No pude. Desde que sonó el teléfono esta mañana, mi cabeza es un torbellino. Esa llamada fue como una daga: “su hija Carolina ha sido ingresada en estado crítico”. Mi hija. El médico lo dijo con una naturalidad que me perforó el pecho. Yo nunca la llamé así. Nunca me atreví. Ahora la veo, con los labios agrietados, la piel tan pálida que parece cera, y me descubro recordando cosas que creía enterradas. La primera vez que la sostuve en mis brazos. Su llanto débil. Los ojos oscuros como los de su madre. Me juré a mí mismo que no la quería. Que era una carga. Que debía concentrarme en Max, en el negocio, en mantener la fachada de éxito y respeto. Pero cada tanto, cuando nadie me veía, me sorprendía mirándola dormir en su cuna. Esa fragilidad me asustaba más que cualquier enemigo con pistola en mano. Y ahora, aquí está. Frágil de nuevo. Y yo, igual de inútil que entonces. Me acerco despacio a la cama. Mi mano tiembla cuando se estira hacia ella, como si hubiera olvidado cómo tocarla. Apenas rozo sus dedos helados y siento un escalofrío recorrerme. Es una sensación que me rompe algo por dentro. Max carraspea detrás de mí. Lo ignoro. —Carolina… hija… —mi voz sale quebrada, irreconocible incluso para mí. Me odio por no haber dicho esa palabra antes. Hija. Cuatro letras que pesan como una montaña en la lengua. El pitido del monitor sigue su curso, indiferente a mis tormentos. Me siento en la silla junto a su cama. El cuero cruje bajo mi peso, y de pronto me siento viejo. Muy viejo. Los hombros cargados de culpas. Miro sus labios resecos, su respiración entrecortada, las cicatrices que asoman bajo la bata hospitalaria. ¿Qué demonios te hicieron, Carolina? ¿Y dónde estaba yo? Recuerdo la última vez que discutimos. Mi voz fue dura, cortante, como siempre. Ella me respondió con rabia contenida, pero sus ojos… sus ojos suplicaban algo que no supe entender. Y yo, en vez de escucharla, la mandé al demonio. Trago saliva. Esa discusión podría ser la última memoria que tenga de ella si no despierta. Y eso me atormenta más que cualquier enemigo que haya enfrentado en la calle. Max rompe el silencio. —Papá… —dice con la voz ronca, como si le costara hablar—. ¿Y si no despierta? Lo miro. Mi hijo siempre tan orgulloso, tan firme, ahora parece un niño asustado. La verdad es que siento lo mismo, pero no puedo permitirme flaquear frente a él. —Va a despertar —respondo con una seguridad que no siento. Max baja la mirada. Sus manos juegan con el borde de la chaqueta, nerviosas. Por un segundo veo en él al niño que corría detrás de mí buscando aprobación. Ese niño que nunca dejé de presionar, que siempre empujé a ser más fuerte, más duro. ¿Y para qué? ¿Para que ahora estemos aquí, los dos, derrotados frente a una cama de hospital? El tiempo pasa lento, insoportable. Médicos entran, revisan, hablan entre ellos en voz baja, como si susurrar hiciera menos grave la situación. Yo trato de escuchar, pero solo capto palabras sueltas: “fracturas”, “pérdida de sangre”, “shock”. Cada término es un golpe más en el estómago. Alguien toca mi hombro. Es una enfermera. Me dice que debería descansar, que la vigilarán toda la noche. Niego con la cabeza. No pienso dejarla sola. No otra vez. Las horas se diluyen. Afuera, la ciudad duerme; aquí dentro, el tiempo es un enemigo cruel. El cansancio me golpea, pero no cedo. Sigo sentado, con la mirada fija en ella, como si con eso pudiera retenerla en este mundo. Y en algún punto, sin darme cuenta, empiezo a hablarle en voz baja. —Carolina, sé que nunca fui lo que necesitabas. Que te fallé de todas las formas posibles. Pero no me hagas esto… no te vayas. No ahora. No cuando por fin me doy cuenta de lo mucho que me importas. Las palabras me arden en la garganta. Nunca me gustó mostrar debilidad. Pero aquí, con ella inconsciente, me permito ser sincero por primera vez. —Tu madre estaría destrozada si te pierde. Yo… yo no sé qué haría. —Aprieto su mano con fuerza, como si pudiera transmitirle mi energía, como si pudiera anclarla a la vida. El monitor sigue pitando. Un sonido mecánico, frío, pero ahora es lo único que me da esperanza. Max se ha quedado dormido en la silla del rincón, la cabeza ladeada, el ceño fruncido incluso en sueños. Yo sigo despierto, en guardia, como un soldado que cuida a su reina herida. Cierro los ojos un momento, solo un momento, y la imagen de su madre me invade. La veo sonreír, la escucho reír, la siento viva otra vez. Me pregunto qué diría si me viera ahora, suplicando por la vida de la hija que tanto descuidé. Quizá me escupiría en la cara. Quizá me abrazaría. Nunca lo sabré. Cuando abro los ojos, vuelvo a la realidad. A esta habitación blanca, al olor a alcohol y desinfectante, a mi hija conectada a máquinas. Y decido, en silencio, que si sale de esta, si abre los ojos, no volveré a fallarle. Lo juro.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD