S I E T E

1110 Words
Narra Carolina El sonido del monitor es lo primero que se clava en mi mente. Pitidos lejanos, monótonos, como un corazón que no me pertenece, como si alguien hubiera robado el mío y me hubiera encadenado a este que late sin alma. No abro los ojos todavía, pero siento cómo la luz me quema detrás de los párpados. Es blanca, fría, inhumana. Una luz de hospital. Respiro, aunque no quiero. El aire me entra a la fuerza, áspero, mecánico. Mi pecho sube y baja con un ritmo impuesto, no mío. Estoy atrapada en un cuerpo que no responde, que pesa como piedra, que huele a desinfectante y a encierro. Y ahí aparece la voz. —Por fin… te despertaste. No es dulce, no es cálida. Es grave, profunda, como si surgiera desde un pozo oscuro en mi cabeza. No es la voz de un médico, ni de mi padre, ni de mi hermano. Es la voz que me acompaña en la oscuridad desde hace tiempo, esa que me susurraba cuando todo era n***o, esa que me repetía que no estaba sola aunque me doliera estarlo. —¿Quién eres? —pienso, porque no puedo hablar. La voz ríe. Una risa baja, ronca, que me hiela la sangre. —Soy lo que no entienden. Soy lo que siempre estuvo dentro de ti, esperando a que murieras un poco para poder nacer. Un escalofrío me atraviesa. Siento la piel erizada, pero mi cuerpo apenas se mueve. Intento abrir los ojos, apenas un resquicio, y el mundo me golpea con violencia: la luz blanca, el techo gris, un ventilador que zumba en la esquina. Y junto a mí… mi padre. Carlos. Su rostro está consumido por el cansancio, las ojeras profundas, la barba descuidada. Sus ojos están rojos, como si llevara meses sin dormir, como si hubiera llorado más de lo que jamás imaginé que pudiera llorar. Su mano sostiene la mía, huesuda, débil, cubierta por un suero. —Carolina… —susurra, y su voz se quiebra como cristal. Quiero responderle. Quiero decirle que lo escucho, que estoy aquí. Pero lo único que siento es la voz en mi cabeza respondiendo por mí. —No le digas nada. No te pertenece. Las lágrimas de mi padre caen sobre mi piel, y por un instante algo cálido me invade. Lo amo, lo sé. Sé quién es. Sé que su dolor es real, que me ha cuidado, que no se ha apartado de mi cama. Pero hay otra parte de mí que arde, que me empuja a rechazarlo, que me dice que no lo reconozca. El monitor sigue pitando. Ese maldito latido metálico que me recuerda que no soy dueña de mí misma. De pronto, otra figura entra en la habitación. Max. Mi hermano. Lo reconozco al instante, aunque está distinto. Más delgado, más duro, con una mirada que ya no es la del chico impulsivo y temerario que recuerdo. Hay dolor en su rostro, pero también rabia. Una rabia contenida, como un volcán a punto de estallar. —¿Despertó? —pregunta, con la voz tensa. Carlos asiente, apenas moviendo la cabeza. Max se acerca despacio, como si temiera que me rompiera con solo tocarme. Pero sus ojos… sus ojos no son de ternura. Son de duda. Como si no supiera si realmente soy yo. —Carolina… —dice mi nombre, y siento que en sus labios suena extraño, como si probara una palabra que ya no le pertenece. La voz dentro de mí se adelanta. —No eres ella. No lo eres. Intento gritar que sí lo soy, que sigo aquí, que sigo siendo su hermana. Pero lo único que consigo es un gemido débil, un murmullo ronco que apenas sale de mi garganta reseca. La máquina sube de ritmo. Pitidos rápidos, agudos, como si también sintiera mi angustia. Carlos me acaricia la frente. —Tranquila, hija, tranquila… No hagas esfuerzo. Estás a salvo. ¿A salvo? No lo creo. No con esta presencia dentro de mí, devorándome, riendo cada vez que escucho sus voces. —Ellos creen que regresaste —susurra la voz—. Pero no saben que yo soy quien respira ahora. Cierro los ojos con fuerza. Un torbellino de imágenes se cruza en mi mente: fuego, gritos, un auto destrozado, sangre en el pavimento, el rostro de Max cubierto de rabia, el de mi padre hundido en lágrimas. Recuerdos… o tal vez pesadillas. No sé qué es real. Cuando los abro de nuevo, Max me está mirando fijo. Muy fijo. Como si intentara leer mi alma. —Algo no está bien —dice en voz baja, apenas un murmullo. Carlos lo reprende de inmediato: —No digas estupideces, Max. Es tu hermana. Despertó, gracias a Dios. Pero Max no aparta la mirada. Yo lo siento. Siento cómo me atraviesa con sus ojos, cómo sospecha lo mismo que yo temo. No soy la misma. La voz ríe, complacida. —Ya lo sabe. Él lo siente. Y tarde o temprano, lo dirá en voz alta. Un calor oscuro me envuelve. No sé si viene de mi cuerpo o de esa presencia que me domina. El aire se me hace denso, pesado. Y entonces ocurre: la máquina se dispara en alarmas, los pitidos se vuelven frenéticos. El corazón que late por mí parece enloquecer. Entran médicos, enfermeras, todo es confusión. Me pinchan, me sujetan, me hablan en tonos urgentes. Yo solo escucho el caos y la risa interna, esa risa que me quiebra. De pronto, silencio. La calma vuelve, el monitor se estabiliza. Carlos me besa la frente con desesperación. Max aprieta los dientes, y lo veo apartarse, caminar de un lado a otro, como una fiera enjaulada. —No es ella… —murmura otra vez, y aunque lo dice bajo, todos lo escuchan. Carlos lo fulmina con la mirada. —¡Cállate! ¡Claro que es ella! Max lo enfrenta. —Tú quieres creerlo. Pero mírala, papá. ¡Mírala bien! Su voz es un cuchillo. Yo siento que me corta por dentro, porque sé que tiene razón. Algo cambió en mí. Algo nació en mi oscuridad y ahora late junto a mí. Carlos niega, niega con furia, con miedo. —Es mi hija. ¡Es mi hija! Yo cierro los ojos. Y la voz responde por mí: —No. Ya no. Y en ese instante lo sé. No importa cuánto me aferre, cuánto lo intente. No importa cuánto me llamen “Carolina”. Algo murió en esa cama. Y lo que queda… es otra cosa. La risa vuelve, y con ella, la certeza que me atraviesa como un veneno. Ellos no entienden. Nunca entenderán. Porque yo ya no soy Carolina.
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