Narra Carolina
Ya había pasado un mes desde que desperté y casi una semana desde que el otro —al que yo llamo Lucifer por puro desafío— tomó el control con más frecuencia. No es que me lo permita, es que él decide cuándo sale a pasear y punto. A veces aparece como un pellizco en la nuca: “quiero ver cómo huele la ciudad de noche”, y en segundos mi cuerpo se convierte en su coche. Yo me quedo en un rincón, observando desde detrás de los párpados, con la oscuridad fría en la garganta. A decir verdad, no me disgusta esa oscuridad; tiene una paz sucia, sin ruidos, sin exigencias. Nadie me molesta ahí dentro. Todo está en silencio y se siente casi como descanso.
Pero luego vuelvo. Y me entero por el dolor: un corte en la mano que no recuerdo, una marca en la muñeca, el sabor del tabaco ajeno en mis labios. Él siempre busca a los peores: ladrones, mafiosos, gente que ya tiene la sangre fría como hábito. Me dijo que era “práctica” —si yo muero, él duerme mil años más y no quiere eso—. Me explicó que si se alimenta con la maldad del mundo, gana fuerza. Yo intenté razonar con una voz pequeña: “¿y si te matan?”, pero él se rió y dijo que esas posibilidades existían y que le gustaban. Fue entonces cuando entendí que ya no era simple huésped: soy un vehículo, un refugio, y a veces siento que él me usa como quien usa una herramienta para abrir la puerta equivocada.
Esa mañana, cuando abrí los ojos, la habitación me devolvió la luz del techo y el olor a mi colonia barata mezclada con suor. Mi padre y Max estaban sentados como estatuas en los pies de la cama; los vi pálidos, con ojeras que parecían mapas. No dije nada. No siempre tengo ganas de hablar, y la verdad es que mi voz no me pertenece del todo. Lucifer ronroneó en mi cabeza, satisfecho:
—Despierta, pequeña. Hoy quiero diversión.
—¿Dónde estamos? —logré balbucear, jadeando.
—En las calles ilegales —contestó seco, casi cortante—. Venía a cazar tipos con cuentas pendientes.
Su tono me provocó escalofríos. No era la primera vez que me llevaba a esas zonas. Él olfatea el rastro de la violencia como un sabueso: barrios oscuros, garitas con luces intermitentes, manos que tiemblan por fiebre de poder. Según él, es “protección”: si elimina a quienes podrían matarme, me mantiene con vida. No suena razonable, suena como una excusa que un depredador le cuenta a su presa.
Esa tarde Max tuvo clases, así que fuimos a la universidad juntos. Me subí en su moto y sentí la brisa cortar mi cara. La gente nos miró, como siempre. No nos miran porque seamos famosos; nos miran porque mi apellido es una puerta abierta. Privilegios, mierda. Él me bajó del asiento con esos gestos medidos que ya no sé si son para protegerme o para evitar que me aleje demasiado. Caminamos por el portal central y ya se escuchaban los murmullos: “¿Quién es ella?”, “¿Será la hermana de Max?”, “Miren esa cara, parece cadáver”. Lo odio cuando dicen lo de “parece cadáver”. Me lo repiten como si fuera una etiqueta que debo llevar.
Entramos y, como siempre, la universidad fue un zoológico de egos. Las porristas pasaron cerca de nosotros con risas perfectamente cronometradas; las chicas vestían esos uniformes que no sé quién decidió que eran educativos y no escenario de club nocturno. Cassandra, la capitana, nos observó con la complacencia de quien sabe que puede aplastar a alguien con una simple mirada. Max, con su agotamiento a cuestas, no tenía ganas de pelea. Yo sí.
Ella fue la primera en lanzarse: “Maxii, mi amor”, con esa voz nacida para ser un cuchillo. Cuando la vi sujetada del cuello a una chica por Cassandra, supe que el espectáculo había comenzado. La caprichosa se acercó con olor a perfume caro y a mentiras, y al notar mi presencia su sonrisa se tensó. Era la clase de persona que disfruta que otros sean su público. Max intentó calmarla con una palabra seca: “Cassandra, déjala”, pero la tensión en su voz delataba cansancio.
La calentura que me recorrió no fue la que la gente imagina; no fue deseo. Fue una especie de sabor oscuro en la boca. Una necesidad de que algo salga mal, de ver cómo la pompa de jabón explota. Antes de que pudiera pensar, Cassandra me propinó una cachetada tan fuerte que el mundo giró. Un pellizco de sangre y vergüenza. Max se quedó inmóvil, el color de su rostro se fue de la mano y sus ojos buscaron en los míos una explicación que yo no tenía.
—¿Qué haces? ¿Estás loca? —oyí su susurro, apenas.
Y yo reí. Fue una risa que no tenía intención de consuelo. La rabia subió, una llama que no pedí. “Lo siento, hermanito”, pensé en voz baja; “pero soy prácticamente el Diablo ahora”.
Ella se quedó en el suelo, aturdida y humillada. La gente observó, algunos con horror, la mayoría con el murmullo delectándose. No me importó. Me acerqué, la tomé del brazo y susurré, cerca, en su oído: “Aléjate de Max o conocerás al diablo, maldita zorra”. Mi voz salió ronca, áspera. Sentí a Lucifer sonriendo por dentro. Me gustó ver cómo su cara se desfiguró por el miedo. Me gustó ver que por una vez eran ellos los que retrocedían.
Max me miró con una mezcla de orgullo y susto. No sé si lo que vio fue lo que él siempre imaginó en su peor pesadilla: su hermana transformada en monstruo. Lo cierto es que corrimos hacia mis horarios, y la mirada de la universidad se pegó a nosotros como moscas.
Al llegar a mi casillero, con la respiración todavía agitada, estaba preparada para lo siguiente. Cerré el casillero con fuerza y me di la vuelta: chocamos. Mis libros volaron; cayeron como hojas. En frente de mí, un tipo alto, cuyo torso parecía tallado en cemento. Detrás de él, otros dos chicos y tres chicas con pinta de banda. Sonaban a problemas.