Continuacion.
Carolina estaba de pie, imperturbable, observando la escena con una especie de curiosidad clínica. Su voz, cuando habló, fue suave, casi un susurro que se arrastró por la sala como un veneno.
—Tu padre rompió la maldición —dijo—. No es que la haya roto para liberarte... la rompió para transferirla. Para salvar la línea que le interesa.
Sentí rabia subir por mi cuello, calor y una furia ciega que amenazaba con desbordarse. Me volví hacia mi padre; su rostro estaba desencajado, sus manos apretadas hasta blanquear los nudillos. No reconocía al hombre que tenía delante: el hombre que tantas veces me había protegido, y al mismo tiempo, el que ocultaba secretos demasiado antiguos.
—¿Qué has hecho? —mi voz fue apenas un hilo.
Él no respondió de inmediato. Cerró los ojos como si buscara en lo más profundo de su alma una excusa, una verdad que justificara lo injustificable. Al abrirlos, había algo en ellos: una mezcla de derrota y resolución.
—Lo hice por la familia —murmuró—. Intenté evitar el sufrimiento perpetuo. Pagué el precio.
—¿El precio? —escupí—. ¿A costa de Max?
La risa de Carolina se convirtió en un murmullo escalofriante.
—No lo entiendes, ¿verdad? —dijo—. La maldición no es un castigo que se rompe; es una herencia que corre por la sangre. Se puede enterrar, disfrazar, postergar... pero siempre encuentra un huésped. Alguien tiene que cargar con ella.
Mi mundo, toda mi historia, se desplomó en un segundo. Me vinieron imágenes a la cabeza: noches en vela, promesas rotas, la sensación de que algo me perseguía a través de los años. Recordé una noche lluviosa en la que mi padre había dicho, con la voz pesada de la culpa, “haré lo que sea para que no te pase”. Jamás pensé que sus sacrificios incluirían a mi propio hijo.
Max gimió y tosió, abriendo los ojos con dificultad. Me miró y, por un instante, su rostro se ablandó; el miedo, mezclado con la incomprensión, dejó ver a ese chico que yo conocía, frágil, acostumbrado a medir fuerzas con el mundo.
—Papá... ¿por qué? —susurró.
Mi padre se dejó caer en una silla, y por primera vez, su coraza se rompió por completo. Las lágrimas le rodaron por las mejillas como ríos de sal. Nadie habló durante unos segundos que parecieron eternos.
La sala volvió a llenarse de murmullos. Unos buscaban culpables; otros, explicaciones. Yo sentía que la sangre me latía en las sienes con violencia. Las piezas del rompecabezas que había formado mi familia durante años ahora yacían esparcidas y sucias sobre la mesa.
Carolina dio un paso hacia adelante. Su cuerpo parecía hecho de sombra y silencio.
—Hay una forma de detenerlo —dijo—, pero no es gratis. No sin consecuencias.
Las palabras de Carolina dejaron helados a todos. Mi mirada se clavó en ella, implorándole que no fuera una trampa, que no fuera la clase de oferta que suena demasiado buena para ser cierta.
—¿Qué clase de consecuencias? —pregunté, aunque en el fondo ya sospechaba la respuesta.
Ella sonrió, y esa sonrisa era la de alguien que conocía demasiado bien el arte del chantaje.
—La maldición se puede transferir de nuevo —explicó con lentitud—, pero cada transferencia exige algo. Sangre, lealtad, renuncia. Y, a veces, un pacto con cosas que los hombres no nombran.
Un frío punzante me atravesó. Miré a Max, que todavía respiraba con dificultad, y supe que cualquier decisión que tomáramos a partir de ahora tendría el peso de generaciones. Era obvio que no era algo que mi hijo debería decidir en su nombre; era algo que mi padre había decidido por él.
La furia y la culpabilidad se mezclaron en mi interior hasta convertirse en una rabia primitiva. Me acerqué a Carolina, respirando con dificultad, y la confronté sin medir las palabras.
—Si lo tocas, te destruiré —dije, pero mi voz tembló.
Ella se encogió de hombros, con la indiferencia de quien ha visto morir demasiadas veces.
—No necesito tu amenaza, Carlos. Necesito tu decisión.
La habitación se llenó de una tensión insoportable. Yo, que siempre había tratado de proteger a mi familia con la certidumbre de quien toma las decisiones correctas, ahora era un hombre atado por una red de secretos y exigencias. Miré a mi padre y en su rostro vi algo que se parecía a la rendición.
—Haremos lo que sea necesario —dijo mi padre—. Pero no a costa de destruir a un inocente.
Las palabras provocaron un silencio abrupto. Carolina negó con la cabeza, como si estuviera decepcionada por la ingenuidad de mi progenitor.
—Inocente —repitió—. Esa palabra no existe en el vocabulario de lo que ustedes llaman maldición.
No supe si lo que sentía era miedo, rabia o una mezcla nauseabunda de ambos. Lo único claro era que la vida de Max ya no volvería a ser la misma. La maldición, como una vieja sombra, había encontrado otra forma de quedarse con nosotros.
Mientras la gente empezaba a dispersarse, comentando en voz baja y lanzando miradas llenas de sospecha, me quedé mirando a mi hijo. Sus manos temblaban, su respiración se normalizaba a regañadientes y los ojos le brillaban con una tristeza que parecía venir de lejos. Tomé su mano entre las mías y la apreté como si sujetara un hilo que podía romperse a cada segundo.
—Te prometo que no te dejaré solo —susurré. No era solo una promesa paternal; era una declaración de guerra contra los fantasmas que mi familia había alimentado durante demasiado tiempo.
Carolina me observó con los ojos negros y, por un instante, algo parecido a compasión cruzó su expresión. Luego se volvió y se dirigió hacia la salida, dejando tras de sí un rastro de preguntas sin responder.
Cuando las puertas se cerraron, supe que, para bien o para mal, nada volvería a ser lo mismo. Habíamos abierto una grieta en la historia familiar y ahora tocaba a nosotros decidir si la sellábamos con más mentiras o si la enfrentábamos, por cruda y dolorosa que fuera la verdad.
Continuará...