D I E Z

948 Words
Carlos Después de que Carolina soltó semejante disparate me quedé paralizado. Fue como si el aire en la habitación se hubiera vuelto más pesado, denso, con un sabor metálico que me impedía tragar con normalidad. Max soltó una carcajada —una risita nerviosa que intentaba romper la tensión— y yo hice lo mismo sin saber por qué; la risa se me pegó a la garganta como un tic automático. Pero de pronto las risas se apagaron de golpe. Tragué saliva, noté mi respiración acortarse y, cuando ella habló, el sonido de su voz fue un golpe seco en el pecho. —Nunca rompieron la maldición —dijo Carolina con la calma cortante de quien anuncia una sentencia—. Solo la pasaron. Mi corazón dio un vuelco. Las manos me empezaron a hormiguear. Me volví hacia Max; él estaba pálido, con los ojos abiertos de par en par, y algo profundo en su mirada me dijo que no entendía del todo, pero había comprendido lo suficiente como para temblar. Fuertes aplausos nos sacaron del trance. El ruido reverberó en el salón y por un instante todo volvió a la realidad: la gente, las luces, unos murmullos que se confundían con el eco de mis propios pensamientos. Solté el aire de golpe y miré de nuevo a Carolina. Su ceño estaba fruncido, sus ojos... totalmente negros, como dos pozos sin fondo. Su cabello, más n***o que la noche, brillaba bajo la luz con una intensidad casi irreal. Un frío reptó por mi estómago; el miedo se me anudó en la garganta. No podía moverme. —¿Qué haces dentro de ella? —exclamé, incapaz de contener la palabra que quemaba mis labios. Mi voz sonaba más alta de lo que pretendía; me odié por ello. Max me miró horrorizado, y yo pude ver en su mirada la confusión de un niño que descubre que el mundo no es lo que le contaron. —Carlitos, Carlitos —murmuró Carolina, ladeando la cabeza con una sonrisa sibilina—. Nunca rompieron la maldición. Solo la pasaron. Quise decir algo, corregirla; quería abrir la boca y escupir la verdad. Pero antes de que pudiera formular una frase coherente, ella me interrumpió con una rapidez que me dejó helado. —Fácil —continuó—. Sabías claramente que la maldición era para tu hijo, Max, pero se la pasaron a Carolina. La sala pareció girar. Las palabras de Carolina se deshilacharon en el aire hasta convertirse en ruido blanco. Intenté sostenerme del respaldo de una silla para no caer, pero sentí que el piso se inclinaba bajo mis pies. Mi mente corría a mil por hora: recuerdos fragmentados, viejas historias de la familia, las advertencias de mi abuelo, miradas esquivas. ¿Mi hijo? ¿Max? ¿Qué diablos estaban diciendo? —¡Cállate! —grité sin querer—. Nunca en tu puta vida vuelvas a interrumpirme, Carlos Black. La voz de mi padre, que hasta entonces había permanecido en un segundo plano, estalló con una furia que ninguno de nosotros había escuchado nunca. Era un tono distorsionado, como si la ira le alterara las cuerdas vocales. Las luces empezaron a parpadear y la temperatura de la sala descendió varios grados en cuestión de segundos. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Sentí entonces que algo se rompe dentro de mí, un corte antiguo que volvía a abrirse. Mi pecho apretó hasta doler. Miré a Max: su respiración se había hecho irregular, un jadeo ahogado. De pronto cayó al suelo, llevándose las manos al pecho, retorciéndose como si algo invisible le estrujara por dentro. Gritó, pero el sonido no le obedeció; su cuerpo se sacudía y su rostro se contraía en una mueca de pánico absoluto. —¡Hermano! —le llamé, pero la palabra se me quedó pegada. Corrí hacia él impulsado por un instinto primario. La gente se apartó, creando un pasillo de miradas atónitas y cuchicheos. Para cuando llegué, Max estaba en el suelo, convulsionando levemente, con los ojos perdidos en un punto indefinido. Un sudor frío le perlaba la frente. Intenté levantarlo, sostenerlo, pero pesaba más que antes; era como si alguien hubiera rellenado su cuerpo con plomo. Carolina estaba de pie, imperturbable, observando la escena con una especie de curiosidad clínica. Su voz, cuando habló, fue suave, casi un susurro que se arrastró por la sala como un veneno. —Tu padre rompió la maldición —dijo—. No es que la haya roto para liberarte... la rompió para transferirla. Para salvar la línea que le interesa. Sentí rabia subir por mi cuello, calor y una furia ciega que amenazaba con desbordarse. Me volví hacia mi padre; su rostro estaba desencajado, sus manos apretadas hasta blanquear los nudillos. No reconocía al hombre que tenía delante: el hombre que tantas veces me había protegido, y al mismo tiempo, el que ocultaba secretos demasiado antiguos. —¿Qué has hecho? —mi voz fue apenas un hilo. Él no respondió de inmediato. Cerró los ojos como si buscara en lo más profundo de su alma una excusa, una verdad que justificara lo injustificable. Al abrirlos, había algo en ellos: una mezcla de derrota y resolución. —Lo hice por la familia —murmuró—. Intenté evitar el sufrimiento perpetuo. Pagué el precio. —¿El precio? —escupí—. ¿A costa de Max? La risa de Carolina se convirtió en un murmullo escalofriante. —No lo entiendes, ¿verdad? —dijo—. La maldición no es un castigo que se rompe; es una herencia que corre por la sangre. Se puede enterrar, disfrazar, postergar... pero siempre encuentra un huésped. Alguien tiene que cargar con ella.
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