**ISOLDE**
Cerré la puerta con delicadeza, girando la llave dos veces, como si el sonido del cerrojo pudiera proteger los recuerdos que aún quedaban dentro. La casa olía a humedad, a muebles viejos, a tiempo detenido. Revisé que todo estuviera apagado, que las ventanas estuvieran bien cerradas, que nada se quedara abierto… como si esa fuera la última forma de mostrar respeto a lo que alguna vez fuimos. Cada rincón parecía susurrar historias que ahora se escapaban con el silencio, testimonios de una vida que quedó atrapada entre esas paredes.
Tomé la maleta. Era pequeña, desgastada, de esas con ruedas que apenas giran. Adentro no había mucho: dos pantalones, tres blusas que aún no estaban deshilachadas, un abrigo de lana con una costura rota en la espalda… y nada más. Mis mejores vestidos, esos que alguna vez usé en recepciones, conciertos, cenas familiares con orgullo aristocrático, ya no estaban. Los había vendido uno por uno, mirando cómo se llevaban pedazos de mí en bolsas de segunda mano para pagar consultas, sueros, respiradores, noches de hospital. Cada prenda era un recuerdo, una parte de mi historia convertida en moneda, en necesidad, en supervivencia.
Bajé las escaleras con pasos lentos. A cada paso, el eco de la madera parecía preguntarme si estaba segura. Y no lo estaba. Pero igual seguí. La decisión pesaba en cada fibra de mi ser, pero también había en ella una chispa de liberación, una promesa de dejar atrás el pasado y comenzar de nuevo. La certeza de que, pese a todo, merecía algo mejor, algo que no estuviera teñido por el dolor y la pérdida.
Al abrir la puerta principal, vi el auto. n***o, brillante, elegante. El tipo de coche que mi padre decía que era “más exhibición que transporte”. Tenía chofer, por supuesto. Un hombre alto, con sombrero y guantes que no me dirigió la palabra, solamente abrió la puerta trasera con una reverencia muda. La figura del conductor parecía un guardián silencioso de lo que quedaba atrás, una presencia que me ayudaba a cerrar ese capítulo sin decir una sola palabra.
Lo miré unos segundos. Miré el auto. Miré la casa. Esa mansión envejecida que me había visto nacer, romperme, sostenerme. La imagen de sus columnas, sus ventanas altas y sus pasillos llenos de ecos, quedó grabada en mi memoria como una fotografía en sepia. Me dolía dejarla, sí, pero más me dolía seguir encadenada a sus ruinas, a los fantasmas de lo que alguna vez fue mi refugio y mi prisión.
Subí al coche. La puerta se cerró con un sonido suave, definitivo, como el telón de una obra que ya terminó. La comodidad del asiento me abrazó un instante, una sensación de despedida y de esperanza entrelazadas. Mientras el motor arrancaba y nos alejábamos lentamente de la casa Kinnaird, me permití sentirlo: nostalgia. No por lo que dejaba, sino por quien yo era antes de tener que dejarlo todo. La niña que soñaba con un futuro brillante, la joven que creía en la magia de las promesas, la mujer que se aferró a sus sueños, incluso en los momentos más oscuros.
El paisaje que se extendía ante mis ojos era un reflejo de esa transición: árboles que se mecían suavemente, campos que se perdían en la distancia, y una nueva vida que comenzaba a tomar forma. Cerré los ojos unos segundos, inhalando profundamente. Era el fin de una etapa, pero también el comienzo de otra, más auténtica, más libre. La nostalgia aún latía en mi pecho, pero también florecía en él una chispa de esperanza, de reconstrucción. Pero, al final, cada despedida llevaba en sí misma la promesa de un nuevo comienzo.
Llegué al apartamento como quien cruza un umbral invisible entre dos mundos, un acto que trasciende lo físico y se adentra en lo simbólico. El edificio se alzaba silencioso y majestuoso, de líneas modernas que reflejaban una sofisticación sin esfuerzo, como si cada detalle hubiera sido pensado para imponer respeto y exclusividad: pasillos alfombrados en tonos neutros que amortiguaban cada paso, un ascensor de cristal templado que parecía flotar entre las plantas, y un recibidor decorado con arte minimalista, piezas que probablemente valían más que toda mi antigua casa combinadas. La sensación de estar en un lugar que no aceptaba cualquier presencia se instaló en mí desde el primer instante.
El chofer abrió la puerta del coche y, con una cortesía contenida, me ayudó a salir. No pronunció palabra alguna; tampoco yo. Los silencios, en estos momentos, se convirtieron en parte del contrato tácito que había firmado sin saberlo, un acuerdo no escrito que decía que en ese espacio, las palabras serían innecesarias, los gestos también. Solo el peso de la expectativa pendía en el aire.
Entré. Cada paso que daba resonaba en la superficie pulida de madera, un eco que parecía marcar el ritmo de un reloj invisible. El piso era amplio y luminoso, con ventanales que dejaban entrar la luz de Edimburgo como si la ciudad misma tuviera que solicitar permiso para invadir ese santuario privado. La decoración, en tonos blancos, negros y grises, transmitía sobriedad y elegancia sin pretensiones, una belleza que no buscaba llamar la atención, sino imponerse con su sencillez. La cocina integrada se fundía con el salón, que albergaba un sofá de diseño minimalista y una biblioteca con títulos que sugerían que Malcolm, el dueño de aquel espacio, tenía tiempo para aparentar profundidad, para jugar a ser un hombre de mundo, un intelectual sofisticado.
Recorrí cada rincón con cautela, sin tocar nada, respetando esa especie de ritual que exigía la atmósfera. Mis zapatos resonaban apenas en el suelo de madera pulida, como si quisieran no alterar la quietud del lugar. Al llegar a la habitación principal, una pausa se impuso en mi recorrido. Allí, sobre la cama perfectamente hecha, descansaba una nota.
Era escrita a mano, con una caligrafía que reconocí de inmediato, una escritura que llevaba años en mi memoria, como un eco del pasado que se niega a desaparecer. Con una precisión casi quirúrgica, las palabras decían: —Tienes que estar lista a las seis.
Eso era todo. Sin adornos, sin explicaciones adicionales. Solo esa instrucción que parecía una orden y una promesa a la vez. Junto a la nota, una caja blanca, de apariencia sencilla, pero que en su interior contenía objetos que hablaban de un cuidado extremo y un gusto refinado. Dentro, un vestido de seda negra, con detalles en dorado, diseñado para fluir como humo sobre la piel, para envolver y transformar a quien lo llevara en algo más que una mujer: en una presencia, en una idea, en un enigma. A su lado, unos zapatos de tacón alto, finos e intimidantes, como armas blancas que prometían elevar y vulnerar al mismo tiempo. Y una cajita terciopelada, con joyas delicadas: pendientes de zafiro, fríos y brillantes, que parecían guardar en su interior la misma mirada de Malcolm, fría, calculadora, profundamente observadora.
Me senté en el borde de la cama, sintiendo cómo el silencio se hacía más pesado, más denso. No suspiré, no me quejé; solo observé el vestido, esa pieza que parecía una armadura y, al mismo tiempo, una rendición total. En esa quietud, la dualidad de mi interior se hacía evidente: una parte de mí lo veía como una protección, un escudo contra lo que vendría; otra, como una entrega, una aceptación de lo que Malcolm quería que fuera.
Sabía que, cuando llegara la hora, a las seis en punto, nada sería ya exactamente igual. La mujer que entraría en esa habitación no sería la misma que había llegado, aunque en apariencia sería la misma. Nuevamente, la historia que habíamos comenzado se reescribiría, y en ese proceso, ninguna de las dos sería, del todo, Isolde Kinnaird. Pero, en el fondo, también sabía que ese cambio sería solo el principio de algo mucho más profundo, un juego de identidades y silencios que aún estaban por desplegarse en la penumbra del apartamento.