🖤 Capítulo 6 – No me mires así

1502 Words
La noche había caído y la casa se sentía más fría de lo habitual. Amelia trataba de concentrarse en un diseño que debía entregar, pero no podía. En su cabeza seguía viéndose parada en la entrada de la casa, con el corazón latiéndole en los oídos, mientras observaba a Fernando siendo besado por otra… y viéndola solo a ella. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me afecta? Él es un muchacho, y yo soy la mujer de su padre... Cerró la laptop. No podía más. Bajó a la cocina por un vaso de agua, con pasos descalzos sobre el piso de madera. Y ahí estaba él. Sentado en el comedor. Solo. En silencio. Viendo su celular. —¿No estabas con Dayan? —preguntó ella con voz neutra. Fernando alzó la vista. Sonrió con desgano. —Se fue hace un rato. —¿Todo bien? Él se encogió de hombros. —No sé. No estoy seguro de que quiera seguir saliendo con ella. Amelia tomó el vaso y abrió la nevera. Trató de actuar natural. —Se ven bien juntos. Se nota que le gustas. —¿Y a ti te parece eso suficiente? Ella lo miró por encima del vaso. —¿Qué cosa? Fernando se levantó y caminó hacia ella, sin apuro. Se detuvo a poco más de un metro. —¿Crees que eso es suficiente? Que alguien te guste, que se vean bien… ¿Eso basta para quedarse con alguien? La pregunta era simple. Pero el tono no lo era. Amelia tragó saliva. —No lo sé. A veces... uno se convence de que sí. Fernando dio un paso más. No la tocó, pero ya podía sentir su presencia. Su calor. Su juventud peligrosa. —¿Por qué no apartaste la mirada hoy? Amelia sintió un vacío en el estómago. Lo supo. Él lo supo. Que lo había visto. Que se habían visto. —No entiendo de qué hablas —susurró. —Claro que entiendes. Se hizo un silencio pesado. Solo el zumbido del refrigerador llenaba la cocina. —¿Te molesta que me bese con alguien más? —preguntó Fernando, con voz baja. —Lo que me molesta es tu descaro —respondió Amelia, en voz firme, aunque no podía sostenerle la mirada. —¿O lo que te molesta es que te guste? —replicó él sin miedo. Amelia dio un paso atrás, como si él la hubiera golpeado con las palabras. —¡Basta, Fernando! —Tú empezaste este juego. Con tus silencios. Con tus risas suaves. Con tus historias tristes que me dejas escuchar sólo a mí. —Yo no estoy jugando —dijo ella, respirando hondo. —Yo sí. Pero ya me cansé de jugar solo. La tensión era un hilo delgado, a punto de romperse. Fernando dio un paso más. Estaba tan cerca que Amelia tuvo que alzar la vista para verlo. —No tienes idea de lo que me haces sentir, Amelia. De cómo se siente mirar a mi padre tocándote… deseándote… cuando yo muero por hacer lo mismo. Ella cerró los ojos. Fue un gesto automático, de rendición. De miedo. De deseo también. —No me mires así —susurró. —¿Cómo te estoy mirando? Abrió los ojos. Y ahí estaba él. Mirándola como nadie. Como si fuera un secreto hermoso que debía ser descubierto. —Como si yo te perteneciera —respondió ella. Fernando sonrió. No burlón. No arrogante. Fue una sonrisa rota. Intensa. —Es que sí lo pareces. Ella giró con brusquedad y caminó hacia las escaleras. —Buenas noches, Fernando. Pero su corazón no se calmó en toda la noche. Ni el de él. El vapor llenaba el baño como una nube espesa. Amelia se permitió cerrar los ojos bajo el chorro de agua caliente, dejando que el líquido corriera por su piel, llevándose un poco de la tensión que la atormentaba desde hace días. Era su pequeño momento de paz. Su único respiro. Pasó las manos por su cuello, por sus hombros, por sus pechos, sin pensar demasiado. Solo quería sentirse… libre. Pero la sensación duró apenas unos segundos. Algo cambió en el ambiente. Un sexto sentido le erizó la piel. Entreabrió los ojos y, con el corazón acelerado, dirigió la vista hacia el vidrio empañado de la puerta. Y allí estaba. Una silueta. Alta. Firme. Inconfundible. Fernando. Su sombra quieta, apenas perfilada por la luz tenue del pasillo, rompía cualquier límite de lo correcto. Amelia se quedó congelada. Ni un grito. Ni una palabra. Solo respiración entrecortada. La suya… y la de él. Y entonces, vio el movimiento. Él no se fue. No se escondió. No se disculpó. Al contrario. Lentamente, con una calma provocadora, pasó la palma de su mano por su abdomen desnudo, descendiendo apenas hasta la línea donde comenzaba su pantalón de dormir. Era una caricia superficial… pero cargada de intenciones. Una insinuación deliberada. Un mensaje. Te estoy mirando. Quiero que lo sepas. No voy a detenerme. Amelia retrocedió instintivamente dentro de la ducha, su espalda chocando contra los azulejos fríos. Su pecho subía y bajaba, los pezones duros no solo por el agua, sino por la mezcla peligrosa de susto, deseo… y culpa. Sus ojos estaban clavados en el vidrio. En la sombra de Fernando, que seguía allí. Quieto. Atrevido. Hasta que, tras unos segundos eternos, se fue. Sin correr. Sin disimular. Como si supiera que había logrado lo que quería. Amelia cerró los ojos, ahogando un suspiro profundo. Quiso creer que lo había imaginado. Que el vapor y el estrés le estaban jugando una mala pasada. Pero su cuerpo decía otra cosa. Sus muslos temblaban. Y su mente, en silencio, repetía una sola frase: Esto ya no tiene marcha atrás. El calor de la ducha aún seguía impregnado en la piel de Amelia cuando entró en su habitación con una toalla enredada al cuerpo y otra en el cabello. Cerró la puerta sin seguro, como solía hacerlo cuando estaba sola. O al menos, cuando se sentía sola. Puso música suave, abrió el cajón del tocador y comenzó su ritual: una crema de almendras que recorría lentamente por sus piernas, por sus brazos, por su vientre. Frente al espejo, con el camisón aún sin ponerse, Amelia era solo piel brillante y húmeda, y una mirada desenfocada de pensamientos prohibidos. Y entonces, el ruido sutil. Un crujido en el pasillo. Una presencia que no debía estar ahí… pero estaba. Fernando apareció, apoyado en el marco de la puerta entreabierta. Llevaba una camiseta negra y pantalón de mezclilla desabrochado, con el botón flojo. Su mirada no fue sutil. Recorrió el cuerpo de Amelia con descaro, con hambre, con fuego. —Perdón… pensé que ya estabas vestida —dijo, aunque sus ojos decían lo contrario. Amelia tragó saliva, cubriéndose con la bata sin apuro. Tampoco podía dejar de mirarlo. —Debiste tocar antes de entrar —murmuró, sin rabia. Fernando dio un paso más, como si quisiera decir algo… pero no lo hizo. La miró por última vez, directo a los ojos, y entonces se dio media vuelta y se fue. Pero el incendio ya estaba encendido. Amelia terminó de vestirse y salió de la recámara, bata ajustada al cuerpo, buscando serenidad… y encontrándose con una provocación aún mayor. La puerta de Fernando estaba abierta. Desde el pasillo, lo vio acostado en la cama. Luz tenue. Televisión encendida sin volumen. Boxers grises marcando sin disimulo una erección firme y visible. Él lo sabía. La vio. Y no se tapó. Al contrario, se llevó la mano al vientre y comenzó a acariciarse lentamente, bajando los dedos con una naturalidad perversa, como si le hablara sin palabras. Amelia se quedó congelada, con el pulso en las sienes. Debía irse. Taparse los ojos. Cerrar la puerta. Pero no lo hizo. Sus piernas temblaban. Y algo, en lo más hondo de su cuerpo, palpitaba. Finalmente, logró entrar a su recámara y cerrar la puerta. El aire le faltaba. La piel le ardía. Se tumbó en la cama, apretando los ojos con fuerza. Pero la mente ya había cruzado la línea. --- Esa noche, el sueño la envolvió con imágenes prohibidas: Fernando detrás de ella, tomándola por la cintura. Su voz grave susurrándole al oído: “Te voy a hacer mía.” Sus manos en sus pechos. Sus caderas golpeando las suyas con fuerza. Sus gemidos. Sus orgasmos. Su cuerpo temblando debajo del de él. La pasión era brutal, incontrolable. Un sexo salvaje, innegable, devastador. Hasta que… —Amelia… Abrió los ojos. El corazón se le salía del pecho. Estaba empapada de sudor. Jadeando. —Amor, ya llegué —dijo Esteban, sonriendo desde la puerta. Tenía las maletas en la mano y los ojos cansados. Y completamente ajeno a lo que Amelia acababa de soñar con su hijo. Ella sonrió débilmente. Se tapó con la sábana hasta el cuello. —Te extrañé —susurró. Pero su cuerpo aún ardía. Y en el fondo de su mente, el rostro de Fernando seguía brillando, más real que nunca.
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