La noche había caído como un telón pesado sobre la casa. El silencio se filtraba por las paredes, más denso de lo normal, como si la ausencia de Fernando hubiera dejado un hueco que ni las luces encendidas podían llenar. La mesa estaba servida con esmero, la vajilla acomodada con esa delicadeza que solo Amelia tenía, pero aun así, el ambiente estaba cargado de un aire melancólico. Esteban estaba sentado frente a ella, pero su postura hablaba más que sus labios: hombros caídos, mirada fija en el plato, una especie de nudo en la garganta que no terminaba de soltar. Se sentía derrotado, decepcionado de sí mismo. En su interior lo carcomía la idea de que, tal vez, Fernando tenía razón, que lo estaba abandonando, que había elegido lo más fácil en lugar de lo correcto. Amelia, con esa intuició

