Adaptarse al nuevo vecindario no habĂa sido difĂcil. De hecho, para Amelia, todo parecĂa encajar demasiado bien. Las calles limpias, los cercos blancos, los jardines con hortensias podadas con esmero… todo tenĂa una armonĂa artificial, como si vivieran dentro de una maqueta de arquitectura.
Durante el dĂa, ella se encargaba de poner orden en la casa, retomar encargos de diseño a distancia y mimar a Esteban con desayunos caseros. Por las tardes, Fernando salĂa en su bicicleta, se reunĂa con Dayan en la glorieta del parque o frente al portĂłn de casa. Y por las noches, Amelia dormĂa en los brazos de Esteban, o intentaba hacerlo.
Porque habĂa algo… algo que estaba cambiando. Algo que la inquietaba.
El sol caĂa despacio detrás de las casas idĂ©nticas, tiñendo las aceras de tonos dorados y anaranjados. Amelia se habĂa sentado en el porche con una taza de tĂ© y una manta sobre las piernas. Era uno de esos atardeceres que parecĂan eternos, suaves, casi cinematográficos.
Escuchó el chirrido de la puerta y el leve crujir de pasos tras ella. No necesitaba voltear para saber quién era.
—¿Molesto? —preguntó Fernando con voz tranquila.
—Para nada —respondió sin mirarlo—. Ven, siéntate. Está fresco.
Fernando se sentĂł a su lado, con una cerveza en la mano. Estaba reciĂ©n bañado, con una camiseta gris que le marcaba el pecho y el cabello aĂşn hĂşmedo. Por un momento, ninguno dijo nada. SĂłlo el canto lejano de los pájaros y el sonido de los aspersores en algĂşn jardĂn vecino.
—¿Estás bien? —preguntó él, con tono genuino.
—SĂ… Âżpor quĂ© lo dices?
—No sĂ©. Estás rara desde hace dĂas.
Amelia sonriĂł, pero no lo negĂł. SĂłlo suspirĂł.
—Supongo que todavĂa me estoy acostumbrando. A vivir aquĂ. A compartir.
—¿A m�
Ella lo miró de reojo. Él no la miraba. Jugaba con la etiqueta de la botella entre los dedos.
—También.
—Yo intento no incomodarte —dijo él, bajando la voz—. De verdad.
Amelia se quedĂł en silencio. SabĂa que mentĂa. Pero esa mentira tenĂa algo dulce, como un juego del que ninguno se atrevĂa a hablar en voz alta.
—No me incomodas —respondió al fin—. Solo me… desconciertas.
Fernando sonriĂł, apenas.
—Eso es peor, ¿no?
—No siempre —dijo ella—. A veces es bueno sentir algo diferente.
Otro silencio. Más pesado esta vez.
—¿Siempre fuiste asà de… tranquilo? —preguntó ella, intentando cambiar el rumbo.
—No. De niño era un torbellino. Pero crecà rápido. La vida no me dejó muchas opciones.
—¿Por tu mamá?
Él asintió.
—Se volviĂł distante. Todo lo tenĂa que resolver yo. A veces siento que no me tocĂł ser adolescente.
—Yo te entiendo. Yo perdĂ a mis padres cuando tenĂa once. Mi tĂa Ruth me crio. Fue… duro. Siempre tuve que ser fuerte.
Fernando la mirĂł por primera vez. No solo mirĂł. La observĂł.
—Tal vez por eso te ves asĂ. Tan… segura. Tan mujer.
Amelia apartĂł la vista. SentĂa un nudo en la garganta que no tenĂa nombre.
—Tu papá… Ă©l fue distinto. Con Ă©l sentĂ que podĂa descansar. Que no tenĂa que fingir ser de hierro todo el tiempo.
Fernando apoyĂł los codos en las rodillas. Su voz fue suave, casi tierna.
—¿Y ahora? ÂżTodavĂa sientes eso?
La pregunta cayó como una piedra en el agua. Amelia no supo qué decir. La taza tembló apenas en sus manos.
—A veces —murmuró—. Pero a veces… no sé.
Él la miró, con esa intensidad que le erizaba la piel. Estaba muy cerca. No tanto como para tocarla, pero lo suficiente como para que su calor le rozara la piel expuesta del cuello.
—¿Y yo? —dijo de pronto—. ¿Qué te hago sentir yo, Amelia?
Amelia lo mirĂł, con la boca entreabierta, pero sin una sola palabra.
Los ojos de Fernando no la desafiaban. La suplicaban.
Le pedĂan una respuesta que ella no podĂa dar.
—Tengo que preparar la cena —susurró, poniéndose de pie de golpe.
Entró a la casa con pasos firmes, pero por dentro… el cuerpo le temblaba.
En el porche, Fernando no se moviĂł. SonriĂł para sĂ.
Esa vez, estuvo a punto de decirlo.
Y sabĂa que, la prĂłxima vez, no escaparĂa tan fácilmente.
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Una mañana, mientras Esteban se duchaba, Amelia preparĂł huevos con jamĂłn como de costumbre, pero decidiĂł hacerlos esponjosos, tal como su tĂa Ruth le habĂa enseñado cuando era niña. BatiĂł las claras aparte, les añadiĂł un toque de leche, y cocinĂł a fuego lento.
Fernando entrĂł a la cocina con el cabello aĂşn revuelto por el sueño. Sin camiseta, con un pantalĂłn de mezclilla bajo, y los ojos fijos en lo que ella hacĂa. Se sentĂł en la barra, y sin dejar de mirarla, soltĂł:
—Vaya, Amelia… no sólo tienes unas manos bonitas, también saben hacer buenos desayunos.
Amelia se quedĂł quieta. Solo por un segundo.
SintiĂł cĂłmo el corazĂłn se le detenĂa… y luego, palpitaba más fuerte.
—Es un pequeño truco que me enseñó mi madre antes de morir —respondiĂł con una sonrisa tensa—. Y despuĂ©s, mi tĂa Ruth me enseñó a perfeccionarlo.
—Entonces… tu historia viene de mujeres que saben cuidar y alimentar —dijo Fernando, como si desmenuzara cada palabra—. Interesante.
Ella no dijo nada. En el baño, la regadera seguĂa sonando. Esa conversaciĂłn no debĂa ocurrir. No asĂ.
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En los dĂas siguientes, la rutina familiar se estabilizó… al menos en apariencia.
Esteban era cariñoso en pĂşblico. La abrazaba desde atrás mientras cocinaba, le besaba el cuello frente a Fernando, y le decĂa con orgullo frases como "mi mujer es perfecta". Pero Fernando… cada vez que los veĂa juntos, fruncĂa apenas los labios o se quedaba en silencio. DecĂa que era por su madre, que aĂşn le costaba verla reemplazada.
Esteban le creĂa.
Pero Amelia no.
Ella sentĂa otra cosa.
Un calor distinto en su mirada.
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Una tarde, mientras Fernando leĂa en el sofá, Amelia le preguntĂł con suavidad:
—¿Y Dayan? ¿No vas a verla hoy?
—La vi un rato. Estaba aburrida. Pero igual… no serĂa mala idea volver a salir con ella.
—¿Ya es tu novia?
Fernando la mirĂł como si acabara de hacerle una pregunta infantil.
—No, aĂşn no. Nos estamos conociendo. Pero tú… Âżcrees que me vendrĂa bien una novia como Dayan?
Ella parpadeĂł, incĂłmoda.
—Es linda. Y se ve que está interesada en ti. No deberĂas desaprovechar esa oportunidad.
Fernando sonriĂł con lentitud. Se inclinĂł apenas hacia adelante.
—SĂ… aunque tambiĂ©n podrĂa estar perdiendo otras oportunidades… aquĂ.
Ese “aquĂ” fue una caricia con cuchilla. Amelia sintiĂł un escalofrĂo en la columna. Se levantĂł con premura, fingiendo indiferencia.
—Tengo que ir a la habitación. Y después… iré al super. ¿Quieres Red Bull?
—Si quieres… te acompaño.
—No, gracias. Quédate. Ve a ver a Dayan.
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El supermercado estaba lleno, pero ella no escuchaba nada. Empujaba el carrito entre pasillos sin mirar etiquetas. SĂłlo pensaba en esa frase, en esa manera de mirar, en ese descaro enmascarado de inocencia.
¿Qué me pasa?
Estoy feliz con Esteban. Él es todo lo que siempre quise.
¿Por qué siento esto?
MirĂł una lata de Red Bull y la sostuvo en la mano. Luego la dejĂł en el estante.
No le debo nada a ese niño…
¿Pero por qué no puedo sacarlo de mi mente?
Tal vez era porque Fernando tenĂa el mismo fuego que su padre, pero sin pulir. Más crudo. Más salvaje.
PagĂł, volviĂł a casa. En la banqueta, Fernando hablaba con Dayan. La chica reĂa, lo tocaba en el brazo. Amelia sonriĂł levemente y los saludĂł con la mano. FingiĂł naturalidad. EntrĂł y cerrĂł la puerta con un suspiro.
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Cocinaba. Picaba cebolla, cortaba pimientos. Se concentraba en la cena, tratando de borrar cualquier pensamiento impropio. El aceite chispeaba en la sartén y la carne ya estaba sazonada cuando escuchó pasos detrás de ella.
—Me meto a bañar, Amelia.
—No tardes, vamos a cenar.
No lo mirĂł. SabĂa que si lo hacĂa… ese fuego regresarĂa.
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Esteban llegĂł minutos despuĂ©s. TraĂa una flor escondida en la espalda. Amelia riĂł y lo besĂł, pero Ă©l la atrapĂł con fuerza por la cintura. La girĂł contra la encimera y acariciĂł sus pechos suavemente, respirando en su cuello.
—Mmm… hueles a cena rica y a mujer mĂa.
Amelia soltĂł una risa nerviosa, pero se dejĂł hacer. Esteban le bajĂł un tirante del vestido, mordisqueĂł su hombro.
No se dieron cuenta de que Fernando los observaba, callado, desde el marco de la puerta del patio.
No lo hacĂa por pudor.
Lo hacĂa por deseo.
Y más que celos… lo que sentĂa era hambre.
Hambre de saber cĂłmo hacerla gemir asĂ.
Hambre de ver ese rostro… pero dirigido a él.
Fernando apretó los puños y se alejó en silencio.
Pero ya sabĂa lo que tenĂa que hacer.
Estudiarla.
Provocarla.
Y derribar cada una de sus defensas.