🖤 Capítulo 3 – La casa donde el deseo respira

1541 Words
Adaptarse al nuevo vecindario no había sido difícil. De hecho, para Amelia, todo parecía encajar demasiado bien. Las calles limpias, los cercos blancos, los jardines con hortensias podadas con esmero… todo tenía una armonía artificial, como si vivieran dentro de una maqueta de arquitectura. Durante el día, ella se encargaba de poner orden en la casa, retomar encargos de diseño a distancia y mimar a Esteban con desayunos caseros. Por las tardes, Fernando salía en su bicicleta, se reunía con Dayan en la glorieta del parque o frente al portón de casa. Y por las noches, Amelia dormía en los brazos de Esteban, o intentaba hacerlo. Porque había algo… algo que estaba cambiando. Algo que la inquietaba. El sol caía despacio detrás de las casas idénticas, tiñendo las aceras de tonos dorados y anaranjados. Amelia se había sentado en el porche con una taza de té y una manta sobre las piernas. Era uno de esos atardeceres que parecían eternos, suaves, casi cinematográficos. Escuchó el chirrido de la puerta y el leve crujir de pasos tras ella. No necesitaba voltear para saber quién era. —¿Molesto? —preguntó Fernando con voz tranquila. —Para nada —respondió sin mirarlo—. Ven, siéntate. Está fresco. Fernando se sentó a su lado, con una cerveza en la mano. Estaba recién bañado, con una camiseta gris que le marcaba el pecho y el cabello aún húmedo. Por un momento, ninguno dijo nada. Sólo el canto lejano de los pájaros y el sonido de los aspersores en algún jardín vecino. —¿Estás bien? —preguntó él, con tono genuino. —Sí… ¿por qué lo dices? —No sé. Estás rara desde hace días. Amelia sonrió, pero no lo negó. Sólo suspiró. —Supongo que todavía me estoy acostumbrando. A vivir aquí. A compartir. —¿A mí? Ella lo miró de reojo. Él no la miraba. Jugaba con la etiqueta de la botella entre los dedos. —También. —Yo intento no incomodarte —dijo él, bajando la voz—. De verdad. Amelia se quedó en silencio. Sabía que mentía. Pero esa mentira tenía algo dulce, como un juego del que ninguno se atrevía a hablar en voz alta. —No me incomodas —respondió al fin—. Solo me… desconciertas. Fernando sonrió, apenas. —Eso es peor, ¿no? —No siempre —dijo ella—. A veces es bueno sentir algo diferente. Otro silencio. Más pesado esta vez. —¿Siempre fuiste así de… tranquilo? —preguntó ella, intentando cambiar el rumbo. —No. De niño era un torbellino. Pero crecí rápido. La vida no me dejó muchas opciones. —¿Por tu mamá? Él asintió. —Se volvió distante. Todo lo tenía que resolver yo. A veces siento que no me tocó ser adolescente. —Yo te entiendo. Yo perdí a mis padres cuando tenía once. Mi tía Ruth me crio. Fue… duro. Siempre tuve que ser fuerte. Fernando la miró por primera vez. No solo miró. La observó. —Tal vez por eso te ves así. Tan… segura. Tan mujer. Amelia apartó la vista. Sentía un nudo en la garganta que no tenía nombre. —Tu papá… él fue distinto. Con él sentí que podía descansar. Que no tenía que fingir ser de hierro todo el tiempo. Fernando apoyó los codos en las rodillas. Su voz fue suave, casi tierna. —¿Y ahora? ¿Todavía sientes eso? La pregunta cayó como una piedra en el agua. Amelia no supo qué decir. La taza tembló apenas en sus manos. —A veces —murmuró—. Pero a veces… no sé. Él la miró, con esa intensidad que le erizaba la piel. Estaba muy cerca. No tanto como para tocarla, pero lo suficiente como para que su calor le rozara la piel expuesta del cuello. —¿Y yo? —dijo de pronto—. ¿Qué te hago sentir yo, Amelia? Amelia lo miró, con la boca entreabierta, pero sin una sola palabra. Los ojos de Fernando no la desafiaban. La suplicaban. Le pedían una respuesta que ella no podía dar. —Tengo que preparar la cena —susurró, poniéndose de pie de golpe. Entró a la casa con pasos firmes, pero por dentro… el cuerpo le temblaba. En el porche, Fernando no se movió. Sonrió para sí. Esa vez, estuvo a punto de decirlo. Y sabía que, la próxima vez, no escaparía tan fácilmente. --- Una mañana, mientras Esteban se duchaba, Amelia preparó huevos con jamón como de costumbre, pero decidió hacerlos esponjosos, tal como su tía Ruth le había enseñado cuando era niña. Batió las claras aparte, les añadió un toque de leche, y cocinó a fuego lento. Fernando entró a la cocina con el cabello aún revuelto por el sueño. Sin camiseta, con un pantalón de mezclilla bajo, y los ojos fijos en lo que ella hacía. Se sentó en la barra, y sin dejar de mirarla, soltó: —Vaya, Amelia… no sólo tienes unas manos bonitas, también saben hacer buenos desayunos. Amelia se quedó quieta. Solo por un segundo. Sintió cómo el corazón se le detenía… y luego, palpitaba más fuerte. —Es un pequeño truco que me enseñó mi madre antes de morir —respondió con una sonrisa tensa—. Y después, mi tía Ruth me enseñó a perfeccionarlo. —Entonces… tu historia viene de mujeres que saben cuidar y alimentar —dijo Fernando, como si desmenuzara cada palabra—. Interesante. Ella no dijo nada. En el baño, la regadera seguía sonando. Esa conversación no debía ocurrir. No así. --- En los días siguientes, la rutina familiar se estabilizó… al menos en apariencia. Esteban era cariñoso en público. La abrazaba desde atrás mientras cocinaba, le besaba el cuello frente a Fernando, y le decía con orgullo frases como "mi mujer es perfecta". Pero Fernando… cada vez que los veía juntos, fruncía apenas los labios o se quedaba en silencio. Decía que era por su madre, que aún le costaba verla reemplazada. Esteban le creía. Pero Amelia no. Ella sentía otra cosa. Un calor distinto en su mirada. --- Una tarde, mientras Fernando leía en el sofá, Amelia le preguntó con suavidad: —¿Y Dayan? ¿No vas a verla hoy? —La vi un rato. Estaba aburrida. Pero igual… no sería mala idea volver a salir con ella. —¿Ya es tu novia? Fernando la miró como si acabara de hacerle una pregunta infantil. —No, aún no. Nos estamos conociendo. Pero tú… ¿crees que me vendría bien una novia como Dayan? Ella parpadeó, incómoda. —Es linda. Y se ve que está interesada en ti. No deberías desaprovechar esa oportunidad. Fernando sonrió con lentitud. Se inclinó apenas hacia adelante. —Sí… aunque también podría estar perdiendo otras oportunidades… aquí. Ese “aquí” fue una caricia con cuchilla. Amelia sintió un escalofrío en la columna. Se levantó con premura, fingiendo indiferencia. —Tengo que ir a la habitación. Y después… iré al super. ¿Quieres Red Bull? —Si quieres… te acompaño. —No, gracias. Quédate. Ve a ver a Dayan. --- El supermercado estaba lleno, pero ella no escuchaba nada. Empujaba el carrito entre pasillos sin mirar etiquetas. Sólo pensaba en esa frase, en esa manera de mirar, en ese descaro enmascarado de inocencia. ¿Qué me pasa? Estoy feliz con Esteban. Él es todo lo que siempre quise. ¿Por qué siento esto? Miró una lata de Red Bull y la sostuvo en la mano. Luego la dejó en el estante. No le debo nada a ese niño… ¿Pero por qué no puedo sacarlo de mi mente? Tal vez era porque Fernando tenía el mismo fuego que su padre, pero sin pulir. Más crudo. Más salvaje. Pagó, volvió a casa. En la banqueta, Fernando hablaba con Dayan. La chica reía, lo tocaba en el brazo. Amelia sonrió levemente y los saludó con la mano. Fingió naturalidad. Entró y cerró la puerta con un suspiro. --- Cocinaba. Picaba cebolla, cortaba pimientos. Se concentraba en la cena, tratando de borrar cualquier pensamiento impropio. El aceite chispeaba en la sartén y la carne ya estaba sazonada cuando escuchó pasos detrás de ella. —Me meto a bañar, Amelia. —No tardes, vamos a cenar. No lo miró. Sabía que si lo hacía… ese fuego regresaría. --- Esteban llegó minutos después. Traía una flor escondida en la espalda. Amelia rió y lo besó, pero él la atrapó con fuerza por la cintura. La giró contra la encimera y acarició sus pechos suavemente, respirando en su cuello. —Mmm… hueles a cena rica y a mujer mía. Amelia soltó una risa nerviosa, pero se dejó hacer. Esteban le bajó un tirante del vestido, mordisqueó su hombro. No se dieron cuenta de que Fernando los observaba, callado, desde el marco de la puerta del patio. No lo hacía por pudor. Lo hacía por deseo. Y más que celos… lo que sentía era hambre. Hambre de saber cómo hacerla gemir así. Hambre de ver ese rostro… pero dirigido a él. Fernando apretó los puños y se alejó en silencio. Pero ya sabía lo que tenía que hacer. Estudiarla. Provocarla. Y derribar cada una de sus defensas.
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