CAPÍTULO UNO
Justin Tondidori tenía treinta y nueve años, un poco de sobrepeso, la línea del cabello estaba retrocediendo y su misión era lograr estar en una relación antes de que estos problemas empeoraran. Antes de llegar a la mediana edad.
Era lo suficientemente superficial como para creer que si querías tener alguna posibilidad de encontrar una novia, tenías que cumplir ciertas expectativas, así que interpretaba el papel que creía que las mujeres buscaban en un hombre, en lugar de ser él mismo.
Pensaba que la frase «sé tú mismo» era una trampa.
La mayoría de los días vestía igual que cuando tenía quince años, con ese estilo grunge que Kurt Cobain hizo popular en los noventa. Peor que vestirse como un chico, seguía soñando como tal. Soñaba con ser amado.
Era todo lo que quería en el mundo.
Sabía que sus padres le querían y probablemente también su hermana. Ese no era el amor que él anhelaba. Eran su familia. No tenían otra opción.
Quería el otro tipo de amor. El incondicional, el que lo abarca todo, el que te deja sin aliento. Como en las películas.
Justin había visto Love Story, y quería eso.
Habían pasado muchos años, y seguía esperando que algún día ocurriera. Hasta ahora, nadie le había gustado lo suficiente como para experimentar echar de menos a la persona cuando no estaba cerca. Tampoco sabía lo que se sentía anteponer los intereses de otra persona a los suyos, sin un motivo ulterior.
Al ser un romántico infantil, pensó que esto no era justo, lo hacía sentir excluido. Como si le faltara algo, un ingrediente clave sin el cual su vida adulta no podía comenzar correctamente.
Casi había llegado a la tierna edad de cuarenta años, y todavía ese estado de felicidad le seguía siendo esquivo. Algunos dirían que era lo suficientemente mayor como para saberlo. Que ya era hora de dejar de lado los sueños infantiles.
Pero, la idea de lo que debía ser el verdadero amor, lo que debía sentirse, de lo que se estaba perdiendo, siempre le había dolido en su interior. Si renunciaba a eso, ¿qué sentido tenía todo lo demás?
A lo largo de los años, Justin había tenido muchas amantes y había visto mucha p*********a. Consideraba estas cosas como parte de un régimen de entrenamiento, que lo preparaba para el gran acontecimiento. En consecuencia, había aprendido algo sobre la expresión física del amor.
Por desgracia, no se había dado cuenta de que eso no era suficiente. Que también necesitaba ponerse en contacto con sus sentimientos, con sus emociones.
Esta era una zona en la que no mostraba madurez. Su crecimiento emocional estaba atrofiado. No era mejor que un escolar despistado, buscando sin rumbo el sueño imposible del amor.
Después de cada nuevo fracaso, se lamía las heridas y se decía a sí mismo: «Simplemente no era la adecuada» o «Lo intenté, lo intenté de verdad».
Hacerse la víctima anulaba cualquier necesidad de examinar si él podría ser, de alguna manera, parte de la culpa de la última relación fallida.
Sin el necesario examen de conciencia, podía convencerse realmente de que se esforzaba al máximo. La forma en que su cerebro daba volteretas para llegar a esas conclusiones habría sido adorable si las consecuencias no fueran tan trágicas.
Una gran parte del problema de Justin es que piensa que en la escala de las citas, él es un siete y medio por lo menos, probablemente un ocho.
Podría decirse que hubo un breve momento en el que alcanzó el ocho. Pero eso fue hace años. Ahora, casi con cuarenta años, sus mejores días han quedado atrás. Es un seis y medio, en el mejor de los casos.
A pesar de eso, en su mente, es un ocho, siempre lo fue y siempre lo será.
Y como es razonable que cualquiera aspire a lo más alto, como un ocho, podría aspirar de forma realista a un grado más arriba. Alguien que tuviera un nueve.
Trudy es sin duda un nueve, sino es que hasta un diez.