CAPÍTULO DOS
Trudy Andrews era una belleza absoluta. Tenía una larga, ondulada y espesa cabellera rubia que le caía hasta la mitad de la espalda. Rara vez llevaba mucho maquillaje, pero su piel era radiante e impecable. Su figura podría adornar cualquier pasarela, y su rostro pertenecía a la portada de Vogue.
Tenía una personalidad confiada que, por desgracia, la llevó a casarse con su novio de la infancia. La relación que ella esperaba que durara hasta que la muerte los separara, no había pasado de los cuatro años.
La realidad había pegado con fuerza. Las infinitas posibilidades de la juventud se desvanecieron rápidamente cuando Trudy se convirtió en madre soltera. Ahora su autoconfianza era casi inexistente.
Durante años había evitado a los hombres, dedicando todas sus energías a sus hijos. En esos momentos de tranquilidad, se decía a sí misma que llevaba una vida plena. Era mentira. Trudy se sentía sola. Estaba lista para volver al juego, sólo necesitaba un empujón.
Una noche estaba sentada en su bar de vinos local con su mejor amiga Lucy Daniels.
Las chicas presentaban sorprendentes similitudes en el sentido de que ambas eran preciosas y tenían un corazón bondadoso; era en su vida privada donde abundaban las diferencias.
Lucy tenía mucha confianza en sí misma. Había jugado bien, había tenido muchas citas antes de establecerse con un arquitecto que la quería, la respetaba y la mantenía. El matrimonio era sólido.
Trudy levantó la vista cuando entró un apuesto desconocido.
Lucy sonrió.
“¿De qué te ríes?”, Trudy exigió saber.
“Lo he visto”.
“Eh”, respondió Trudy, fingiendo ignorancia. “¿Ver qué?”.
Lucy volvió a sonreír. Eran amigas desde que tenían cinco años; conocía a Trudy al dedillo. No había necesidad de palabras.
Trudy suspiró. No engañaba a nadie y menos a la chica que la conocía mejor que nadie.
“¿Quién me querría con dos niños a cuestas?”, preguntó.
“Eres hermosa”, insistió Lucy. “Podrías tener a cualquier hombre de este lugar”.
Trudy volvió a mirar al desconocido.
“Estaría bien conocer a alguien que no fuera un completo cabrón”, admitió.
“Sí”, Lucy estuvo de acuerdo. “Definitivamente ahí estaba”.
“¿Un hombre digno de amor?”, detalló Trudy.
“Te mereces a alguien especial”.
“¿Crees que esa criatura existe?”, preguntó Trudy con dudas.
“¡Por supuesto!”, opinó Lucy, con un optimismo que prácticamente le salía por todos los poros. Ella lo creía, ¿por qué no iba a hacerlo? Lo estaba viviendo.
Trudy consideró la posibilidad. Le parecía poco probable.
“Ya no hacen hombres como tu Seamus”, decidió.
“¡No estoy de acuerdo!” dijo su amiga. “Sólo tienes que bajar tus expectativas”.
Las dos soltaron una risita.