El prisionero despertó justo cuando las llamas comenzaron a lamer su cuerpo, como si el fuego hubiera sido el despertador más cruel del mundo. Su conciencia regresó exactamente en el momento en que más habría preferido permanecer en la oscuridad del desmayo.
—AAAAAH— gritaba el hombre quemándose vivo, su voz convirtiéndose en un alarido que parecía provenir de las profundidades del infierno mismo, un sonido que trascendía lo humano y se convertía en algo primordial y terrible.
Los tres hombres se asomaron al pozo, observando las brasas ardientes que esperaban hambrientas en el fondo como bocas del infierno esperando ser alimentadas. El calor les golpeó los rostros como una bofetada del infierno. Luego, viendo como el hombre se consumía lentamente, Hamsa sonrió con crueldad mientras se sacaba unos chocolates del bolsillo. Cariñosamente, su madre le decía: "Mi gordito", un apodo que contrastaba grotescamente con la brutalidad que acababa de demostrar.
—Ese maldito tenía el cerebro bien lavado —dijo mirando como se achicharraba el cuerpo, abriendo uno de sus chocolates con la misma casualidad con que alguien abriría una revista. El contraste entre la dulzura del chocolate y la amargura de la muerte creaba una imagen surrealista. Siempre tenía algo que comer, una costumbre que había desarrollado desde niño y que ahora formaba parte de su ritual de violencia.
Ezra guardó el cuchillo en su chaqueta con elegancia, después de limpiarlo una última vez con un pañuelo de seda blanca que se tiñó de rojo como una flor macabra:
—Sí, qué pérdida de tiempo. Pero bueno, tocará secuestrar a otro. Sin embargo... tengo el presentimiento de que los malditos chinos Zhao están detrás de todo esto. —Su mente ya estaba trabajando en los próximos movimientos, calculando probabilidades y estrategias como un maestro de ajedrez que piensa varios movimientos por delante.
El fuego crepitaba hambriento, alimentándose de su víctima como un ser vivo que hubiera estado esperando esta ofrenda. Las llamas danzaban con una alegría obscena, como si celebraran la destrucción de otra vida humana. Hamsa comenzó a comer el chocolate mientras observaba las llamas consumir al hombre, masticando con tranquilidad absoluta, pero Ezra "El amargadito" como le decía su madre cariñosamente, lo miró con una mueca de fastidio que se había vuelto característica en él.
—¿Quieres dejar de hacer ese ruido mientras comes? Cierra la maldita boca —le dijo Ezra, mirando a su hermano con fastidio fraternal.
—Yo trago como se me da la gana maldita mierda —respondió Hamsa entre bocados, sin apartar la vista del pozo, hipnotizado por el espectáculo de la destrucción.
—Es que es asqueroso, apesta a carne humana y tú comiendo. —La queja de Ezra tenía un tono aristocrático, como si estuviera criticando los modales en la mesa de un restaurante elegante.
—¿Y? Tengo hambre. Es mi merienda. Cené hace tres horas, y cállate el hocico. —Hamsa siguió masticando, cada mordida acompañada por el crepitar del fuego que consumía los restos de su víctima.
Ezra alzó una de sus cejas gruesas con elegancia teatral y luego negó con su cabeza, un gesto que había heredado de su madre y que usaba para expresar su desaprobación con la máxima dignidad posible.
—Muérete. En fin. Nuestro norte será lanzar a todos esos malditos aquí. Alguien quiere ver a nuestro padre acabado y a nuestra mafia. —Su voz adquirió un tono más serio, el de un estratega que ha identificado una amenaza real.
—Sobre nuestro cadáver. —dijo Zadok con la convicción de un soldado que ha jurado lealtad hasta la muerte.
Luego, los tres hombres se voltearon y vieron a los demás, a sus soldados esperando órdenes como un ejército disciplinado. Veinte pares de ojos los observaban con reverencia y temor, esperando la palabra que los convertiría en instrumentos de venganza.
—Ahora, vamos a mandarle mensajes a su jefe —dijo Hamsa, con su voz resonando con autoridad absoluta que llenaba el espacio como el rugido de una bestia.
—Les daremos una lección, alguien quizá les está pagando. Alguien de arriba —dijo Ezra, con su mente ya calculando los próximos movimientos como un maestro de ajedrez que ve el tablero completo.
—Debemos hacerles entender quiénes son los que mandan en esta mierda. Y escuchen, vamos a matar a cualquier maldito que quiera meterse con nosotros o nuestro padre. —Enseguida, Hamsa el más gritón de los tres comenzó a gritar el lema como un himno de guerra que había escuchado desde la infancia:
—¡CON SANGRE, BALAS Y MUERTE, LOS KRAVCHENKO REINARÁN ETERNAMENTE!
—Vamos, repítanlo. —dijo Ezra con la autoridad de un general dirigiendo a sus tropas.
Y todos los hombres comenzaron a recitar gritando, sus voces llenando el almacén como el rugido de una bestia con veinte cabezas, creando un coro infernal que parecía hacer temblar los cimientos del edificio:
—¡CON SANGRE, BALAS Y MUERTE, LOS KRAVCHENKO REINARÁN ETERNAMENTE!
La guerra había comenzado oficialmente. El aire mismo parecía vibrar con la promesa de violencia que estaba por venir.
Prisión Federal - Celda VIP - 11:47 PM...
—Ah, extraño a mi maldita enana. Le quiero lamer esa maldita vag.ina. Que se prepare porque me tomaré medio líquido de la botella y lo tendré como un poste como por cuatro horas jajajaja —dijo Absalón Kravchenko, riéndose como un adolescente mientras pensaba en su mujer Saleema a quien extrañaba con intensidad a pesar de las décadas juntos. Hoy no tuvo visita conyugal, y la ausencia de su esposa lo hacía sentir como un león enjaulado.
Absalón Kravchenko, era el líder de la Bratva ucraniana, se preparaba un tabaco de marihuana en su celda especial, que más parecía una suite de hotel cinco estrellas que una prisión. Era un recordatorio constante de que el poder verdadero no reconocía barrotes ni muros. Las paredes estaban cubiertas de madera fina importada, había un bar completamente surtido con licores que costaban más que el salario anual de un juez, una gran cama con sábanas de seda italiana que se cambiaban diariamente, y ventanas que daban a un jardín privado que él mismo había mandado construir "para sus huéspedes especiales". Era un oasis de lujo en medio del sistema penitenciario más duro del país.
Había sido arrestado solo para contentar a la policía por unos días, para que creyeran que tenían un "sistema de justicia" que funcionaba. Era un teatro que se representaba cada pocos años: él se entregaba voluntariamente, pasaba unos días o a veces unas semanas en su celda de lujo, y luego salía con todos los cargos desestimados por "falta de evidencia". Los fiscales que intentaban procesarlo realmente terminaban muertos, transferidos a lugares remotos, o simplemente desaparecían como si nunca hubieran existido. Era un sistema que había perfeccionado durante décadas.
Conservaba su cabello algo canoso mezclado con negr0, dándole un aspecto distinguido que las mujeres encontraban irresistible a pesar de sus años de hombre maduro. Cada hebra gris era una medalla de honor que hablaba de las batallas ganadas y los imperios construidos. Se miró al espejo de su lujoso baño privado, con sus ojos azules reflejando décadas de poder absoluto, miles de decisiones que habían cambiado destinos, cientos de vidas que había tomado o perdonado con un gesto. Su reflejo le devolvía la mirada de un hombre que había conquistado el mundo y que aún tenía hambre de más.
Tomó un poco de marihuana premium traída directamente desde las plantaciones de Amsterdam, y con su boca envolvía el rollo, luego lo encendió con un encendedor de oro macizo que había pertenecido a un enemigo cuyo nombre ya ni recordaba. Disfrutó del humo pesado y aromático que llenó la habitación creando una nube que parecía difuminar la realidad.
—El chamán tiene razón y también el Batushka Gavrel —murmuró, recordando las palabras del sacerdote ortodoxo que visitaba su celda cada domingo. Batushka significaba "Sacerdote" en ucraniano, y Gavrel era un hombre que había visto tanto pecado que ya nada lo sorprendía.
Era muy supersticioso, le encantaban los chamanes y las cartas a pesar de su religión ortodoxa. Su fe era una mezcla extraña de cristianismo ortodoxo, supersticiones eslavas ancestrales y un pragmatismo brutal que había aprendido en las calles de Kiev antes de conquistar América. Creía en Dios, pero también creía que Dios ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos, preferiblemente con violencia extrema y una buena dosis de astucia. En su mesita de noche tenía tanto una Biblia ortodoxa como un mazo de cartas del tarot que había heredado de un brujo.
Recordó las palabras del chamán que había consultado semanas atrás en su mansión de las afueras de Nueva York. El anciano, un indígena lakota que había llegado a su servicio por caminos que solo él conocía, le había leído las cartas con manos temblorosas que habían visto más años que cualquier hombre debería vivir. El chamán le había dicho que posiblemente enfrentaría algunos cambios, pero que también era tiempo de heredarle el trono a uno de sus hijos. Las cartas habían hablado de sangre, traición y un nuevo comienzo que nacería de las cenizas del viejo orden.
—Mmmm, ya es hora de elegir a mi sucesor —murmuró, mientras inhalaba profundamente la marihuana y una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro maduro, pero aún sexy por los años. Su sonrisa era la de un hombre que había descubierto una nueva forma de entretenerse.
Luego, se sentó en la cama que valía más que una casa promedio y con esa sonrisa producto de la droga se dijo a sí mismo:
—Se las pondré difícil. El heredero será quien se case con una mujer virgen jajaja... es imposible conseguir a una perra virgen a estas alturas —se dijo a sí mismo, riéndose entre dientes mientras daba otra calada al porro. La idea le parecía tan absurda que era perfecta. Luego, abrió sus ojos porque sintió el efecto más fuerte—: Mierda, la hierba europea sí que pega más que la de aquí jeje.
Sus ojos brillaron con malicia mientras pensaba en la prueba que les impondría a sus hijos. Conocía a sus herederos mejor que ellos se conocían a sí mismos, sabía que competirían entre ellos con la ferocidad de gladiadores, y él quería exactamente eso: que el más fuerte, el más astuto, el más digno de llevar el nombre Kravchenko fuera quien tomara su lugar. Era una prueba que separaría a los leones de las ovejas.
El humo de la marihuana se elevaba hacia el techo como incienso en una ceremonia pagana, mientras el patriarca de la familia más temida de América planeaba el futuro de su imperio de sangre y acero. Cada voluta de humo llevaba consigo los sueños de poder que había construido durante décadas.
—Una virgen para cada uno —sonrió con malicia, saboreando la ironía de la situación. En un mundo donde había corrompido todo lo que había tocado, ahora exigiría pureza como precio de su herencia.
Una hora más tarde, almacén Abandonado - Zona Industrial - 12:35 AM...
Varios hombres estaban reunidos en una mesa de metal oxidado que había visto mejores días, cuando este lugar aún funcionaba como una fábrica legítima. El aire estaba cargado de tensión y el olor acre del óxido se mezclaba con el humo de cigarrillos caros y el aroma metálico que aún persistía de la violencia reciente. Las sombras danzaban en las paredes creando figuras grotescas que parecían observar esta reunión de depredadores.
Chen Zhao de la triada china ajustó su traje negr0 de seda que brillaba bajo la luz tenue como la piel de una serpiente. Sus movimientos eran precisos, calculados, cada gesto medido con la disciplina de alguien que había aprendido que un movimiento en falso podía significar la muerte. Sus ojos oscuros brillaban con una inteligencia fría que contrastaba con la brutalidad directa que caracterizaba a sus socios occidentales.
Mientras tanto, Liborio Torretti limpiaba meticulosamente su pistola con la devoción de un sacerdote cuidando un objeto sagrado. Cada movimiento de la tela sobre el metal era un ritual que había perfeccionado durante décadas de violencia. Sus manos, marcadas por cicatrices que contaban historias de supervivencia, temblaban ligeramente no por miedo, sino por la ira contenida que hervía en su interior como lava a punto de erupcionar. El acento italiano en su voz se hacía más pronunciado cuando la rabia lo dominaba, como si su lengua materna fuera el idioma natural de la venganza.
Sobre la mesa yacía un dedo cortado con los tatuajes de Francesco, y la carne había comenzado a ponerse gris. Era más que un mensaje; era una declaración de guerra escrita en sangre y dolor.
—Recibimos el mensaje de los Kravchenko —gruñó Torretti con acento italiano, mirando el dedo de su subordinado como si estuviera viendo los restos de su propia familia—. Es hora de acabar con esos malditos. Francesco era... como mi hermano. —Su voz se quebró ligeramente al mencionar el nombre, revelando una vulnerabilidad que rara vez mostraba. Francesco había sido más que un soldado; había sido el hijo que nunca tuvo, el único hombre en quien había confiado completamente en un mundo donde la confianza era un lujo que pocos podían permitirse.
—Absalón estará en la cárcel por un mes. Tenemos la ayuda del alcalde con la nueva regulación con los carteles de mafia —añadió Zhao con una sonrisa siniestra que transformó su rostro elegante en una máscara de malicia pura—. Harrison nos dará todo el apoyo que necesitemos. —El político también odia a Kravchenko.
Los otros hombres presentes, sombras silenciosas con rostros curtidos por años de violencia, se inclinaron hacia adelante. Todos compartían la misma mirada: la de hombres que habían visto demasiado y que ya no temían a nada, excepto quizás a sus propios jefes.
—¿Matamos primero a Absalón en la cárcel o a los hijos primero? —La pregunta flotó en el aire como humo tóxico, cargada de implicaciones que harían temblar a cualquier hombre civilizado.
—Primero a los hijos. Hay que debilitar al maldito de Absalón primero. Después, lo mataremos a él. —La estrategia era simple pero efectiva: arrancar las ramas antes de cortar el tronco. Zhao había aprendido esta lección en las calles de Hong Kong, donde había visto caer imperios enteros porque alguien había subestimado la importancia del orden en la destrucción.
Los otros mafiosos murmuraron su aprobación en la penumbra, con sus voces creando un coro siniestro que parecía hacer eco en las vigas oxidadas del techo.
La cacería había comenzado. En algún lugar de la ciudad, los hermanos Kravchenko seguían con sus vidas, sin saber que la muerte ya había comenzado a tejer su red a su alrededor. Era una red invisible pero mortal, tejida con hilos de venganza y bañada en la promesa de sangre que pronto correría por las calles como ríos carmesí.
CONTINUARÁ...