Hamsa aún sostenía el pie de Melanie entre sus manos enormes, contemplándolo como si fuera una pieza de cristal. La bolsa de vegetales congelados envuelta en la toalla comenzaba a sudar por el calor de sus palmas, dejando gotitas que se deslizaban sobre sus dedos callosos como lágrimas frías, pero él permanecía completamente inmóvil, hipnotizado por lo que tenía frente a sus ojos. El contraste era abrumador: sus manos, del tamaño de platos, curtidas por años de violencia desde niño y marcadas con cicatrices que contaban historias de nudillos rotos y peleas brutales, envolvían ese pie diminuto con una delicadeza que él mismo no sabía que poseía. Era como ver a un oso polar sosteniendo una flor de cerezo. Sin embargo, Melanie no entendía el silencio prolongado. Su mente, alimentada por año

