Stella
—Ve, Lala, yo termino de cerrar— dice Max, con una sonrisa que le ilumina el rostro bajo la tenue luz del local.
—Eres el mejor— murmuro, dejando un beso rápido en su mejilla antes de sacarme el delantal con un suspiro.
—Tienes que ir al cine conmigo el domingo próximo, Lala— agrega de pronto, y al girarme, lo encuentro con una ceja levantada—. Y es una cita, si lo preguntas.
Me río, sacudiendo la cabeza mientras camino hacia el vestuario.
—Ya lo veremos, Max— respondo, sin querer prometer nada, aunque la ternura en su mirada me haga titubear.
Escucho su risa mientras cierro la puerta del vestuario. Abro mi locker, saco la ropa y me cambio con movimientos mecánicos. Me retoco apenas; un poco de máscara de pestañas, rubor en las mejillas, bálsamo en los labios. Me suelto el pelo y acomodo mis rulos frente al espejo, deseando que el cansancio no se note tanto.
Cuando salgo, el aire frío de la noche me golpea el rostro como un balde de agua helada. Respiro hondo, llenándome los pulmones, disfrutando por fin de estar al aire libre después de tantas horas encerrada. Pero no alcanzo a dar ni dos pasos cuando me detengo en seco.
Apoyado con arrogancia contra un auto oscuro, como salido de un anuncio de perfume caro, está Lars Van der Beeck.
El asistente de Lucifer.
Mi jefe.
—¿Qué haces aquí? — pregunto, con el corazón dándome un vuelco inesperado.
—El pequeño que trabaja contigo tiene razón… — dice, su voz suave pero cargada de ironía.
—¿Pequeño? — lo interrumpo, entrecerrando los ojos—. ¿Hablas de Max?
—En efecto— asiente, como si hablara de un niño de jardín de infantes.
—Él no es un niño. Es un hombre— espeto, cruzándome de brazos.
—¿Es eso así, caperucita? ¿Conoces muchos hombres? — su tono burla mi respuesta, pero sus ojos me estudian con intensidad.
—Los suficientes— respondo alzando la barbilla, negándome a retroceder.
—Ya veo… Bueno, el punto es que el pequeño tiene razón. Es tarde para que andes sola por la calle— dice al incorporarse del auto con una elegancia que me exaspera y pongo los ojos en blanco—. Cuidado, no seas una mocosa.
—Le agradezco la preocupación, señor Van der Beeck, pero… — mi voz se desvanece. Todo se tambalea a mi alrededor. Un mareo punzante me atraviesa la cabeza. Parpadeo.
La calle se mueve bajo mis pies.
—Yo… yo…
—¿Stella? — su voz ahora ya no tiene ironía, solo alerta—. ¿Qué sucede?
Siento su mano sujetándome justo cuando mis piernas ceden. El mundo se desdibuja, los sonidos se apagan. Solo alcanzo a notar su perfume, mezcla de menta y madera, y la calidez de su brazo cuando me atrapa antes de caer.
Y luego… oscuridad.
—Lala… — una voz se cuela en mi cabeza como un eco lejano, atravesando la neblina del desmayo—. Vamos, abre los ojos.
Parpadeo con dificultad. Todo está borroso, el techo blanco sobre mí se mueve como una película mal enfocada. Poco a poco, las formas se definen.
El rostro de Darién aparece frente a mí, preocupado pero tranquilo.
—¿Qué pasó? — pregunto con la voz pastosa, mientras me ayuda a incorporarme con suavidad.
—Te desmayaste. El señor te trajo a emergencias— explica, colocándome una almohada detrás de la espalda.
—¿Señor? ¿Qué señor? — repito, todavía sin entender del todo. Pero apenas escucho la siguiente voz, todo se congela de nuevo.
—Ese sería yo— dice él, y la familiaridad de su tono hace que el corazón me dé un vuelco.
Casi me desmayo por segunda vez cuando lo veo allí, de pie junto a la camilla. Lars Van der Beeck, impecable incluso en un pasillo de urgencias, con la chaqueta del traje colgada en un brazo y las mangas de la camisa arremangadas. Sus ojos azules me observan con una mezcla de fastidio y algo más… ¿preocupación?
—¿Qué pasó? — insisto, intentando recomponerme.
—Estabas siendo una mocosa insolente conmigo y te desmayaste en mis brazos— responde con ese tono seco tan suyo. El calor me sube a las mejillas en una ola inmediata de vergüenza.
—El señor tiene razón, al menos en la parte del desmayo— interviene Darién, sin levantar la vista de la tableta—. Lala, tus análisis de sangre muestran niveles muy bajos. Estás anémica y tu glucosa también está por el suelo. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—En el desayuno— murmuro, bajando la mirada.
Al alzarla, veo al señor Van der Beeck negar con la cabeza, los labios apretados, sin dejar de mirarme fijamente como si pudiera ver a través de mí
—Y soy anémica crónica— agrego, casi en un susurro.
—Eso fueron demasiadas horas sin alimento, Lala— dice Darién con voz firme pero amable—. Y más con tu condición. Te voy a recetar unas vitaminas y hierro para estabilizarte. Pero necesitas consultar a tu médico clínico cuanto antes para hacerte análisis más completos.
—Lo hará— interrumpe Lars antes de que yo pueda decir una palabra—. Me encargaré personalmente de que lo haga.
Su tono no admite réplica. Es autoritario, directo… y extrañamente tranquilizador.
Darién asiente, como si la presencia de ese hombre fuera garantía suficiente.
—Anotaré todo en una receta provisional y te indicaré la dosis adecuada— dice mientras escribe y luego me entrega el papel con las indicaciones—. Cuídate, Lala. Y llámame si necesitas cualquier cosa, ¿sí?
—Gracias, Darién— le sonrío con gratitud, aunque la sensación de estar completamente expuesta frente a Lars no me abandona.
—Buenas noches— dice él, educado pero distante, antes de salir de la sala con paso firme.
El silencio que deja tras de sí pesa más de lo que debería.
El señor Van der Beeck no dice una palabra. Solo me ofrece su brazo con gesto contenido, ayudándome a incorporarme. Su tacto es firme, eficiente, pero no puede ocultar la tensión bajo la superficie. Me acompaña hasta la salida con pasos medidos, seguros, como si estuviera acostumbrado a llevar el control incluso en los pasillos de un hospital.
Cuando creo que ahí terminará su papel en esta noche tan humillante, él se adelanta y abre la puerta de su auto. Me lanza una mirada, esa que no admite réplicas. No necesito que diga nada para saber que no debo protestar.
Me subo sin discutir. Él da la vuelta, se acomoda en el asiento del conductor, arranca el motor y toma el camino hacia el campus. La tensión entre nosotros es casi palpable, densa como la niebla.
Le indico el camino con voz baja, apenas más que un susurro. Cuando estamos cerca, desabrocho el cinturón con torpeza.
—Gracias por traerme… y por todo— murmuro, mirando al frente mientras el auto se detiene.
Él no responde. Se baja sin decir nada y camina alrededor del vehículo. Mi puerta se abre con un chasquido seco.
—Baja— ordena con tono bajo, sin agresividad, pero con una firmeza que me atraviesa como una descarga eléctrica.
Obedezco.
Cierra la puerta con un gesto seco y camina a mi lado mientras avanzamos por el sendero de grava hacia los dormitorios. Su paso es pausado, como si esperara que yo dijera algo más.
—¿Cómo conoces al médico? — pregunta, de pronto.
—Es el hermano de mi mejor amiga— respondo, tragando saliva.
—Ya veo.
Llegamos a la puerta de mi dormitorio y me giro hacia él, todavía algo aturdida por todo lo ocurrido.
—Señor Van der Beeck, gracias por...
—Abre la puerta— me interrumpe, su voz más áspera que antes.
—¿Qué? — frunzo el ceño, confundida.
Niega lentamente con la cabeza, y su mirada se torna oscura, insondable.
—Abre. La. Puerta.
El aire se me atasca en los pulmones. Siento cómo mi corazón late con fuerza, como si quisiera advertirme. Pero no me muevo, no por miedo, sino por el desconcierto que me provoca ese hombre.
Finalmente, llevo la llave a la cerradura con manos temblorosas. La puerta cede y, mientras retrocedo para dejarlo pasar, él cruza el umbral sin titubear.
—Tu habitación— dice, sin esperar explicación alguna.
—Eso no… no es apropiado— intento decir, dando un paso atrás.
Pero su mano se cierra en torno a mi muñeca. Sujeta con firmeza, no con violencia, y me atrae hacia él hasta que mi cuerpo, choca contra su pecho. Su cercanía me envuelve, su perfume, su calor, todo lo que representa.
—No seas una mocosa insolente. Haz caso— espeta, y su voz es un susurro áspero contra mi oído.
Mi mente está en blanco. Avanzamos con esa extraña dinámica hasta mi habitación, y solo entonces me doy cuenta de que no recuerdo en qué estado la dejé. Rezo en silencio que al menos el caos no sea visible. Al entrar, me invade una oleada de alivio; no hay ropa tirada, ni papeles esparcidos, ni restos de mi cena olvidada.
Él entra tras de mí y cierra la puerta con un golpe de pie seco, decidido. El sonido retumba en mis oídos como un latido extra. Mi corazón se acelera, mi respiración se vuelve errática. Estoy sola.
Sola con él.
Con mi jefe.
En mi habitación.
—Escuche…
—Cierra la boca.
Dos palabras. Suficientes para sellar mis labios y dejarme rígida como una estatua. La autoridad en su voz es como un grillete invisible que me mantiene anclada al suelo.
—Realmente jodiste las cosas, Caperucita— gruñe mientras me empuja hacia atrás, su mano dura como hierro aferrada a mi codo—. Y yo iba a mantenerme al margen, te lo juro. Pero tuviste que ser tú. Terca. Insolente. En todo tu jodido esplendor.
Un gemido ahogado se escapa de mis labios justo cuando mi espalda baja choca contra mi tocador. Duele… pero no tanto como la forma en que me mira. Como si pudiera ver cada rincón de mi alma, como si supiera exactamente qué partes presionar para hacerme arder.
Aún sostiene mi muñeca como si fuera de su propiedad, y su cuerpo está tan cerca del mío que no hay espacio para respirar sin rozarlo. Él lo sabe. Yo también. Mi pecho se agita contra el suyo, y lo único más fuerte que mi respiración es el tambor de mi corazón contra las costillas.
Es la primera vez que lo veo así. Desencajado. Brutal. Y está despertando sensaciones que no sabía que habitaban en mí: miedo… sí. Terror, tal vez. Pero también una emoción nueva, cruda, inquietante…
Deseo.
—¿No te dije que no dejaras que el lobo te atrapara? — murmura, su voz rasgando el aire como una promesa rota.
Trago saliva, mi lengua atrapada en la sequedad de mi boca.
—¿No fue eso lo que dije, Stella?
Su tono es un látigo. Me estremezco y asiento.
—Sí… lo hiciste— susurro.
No tengo tiempo para nada más. Me gira de golpe. Un chillido escapa de mis labios cuando su mano enreda mi cabello, tirando de él en una improvisada coleta. Me empuja hacia la madera con firmeza, y de pronto estoy inclinada, vulnerable, con el cuerpo expuesto, la piel ardiendo bajo su mirada invisible.
El cierre de mi pantalón baja con un sonido que retumba en mi cabeza. Siento el aire frío golpear mi piel desnuda, y mi cuerpo reacciona con una sacudida instintiva. La carne se eriza, pero dentro de mí, una fiebre se expande.
—Deberías haber escuchado, Caperucita— murmura, sus dedos deslizándose con una lentitud cruel por encima de mi encaje—. Pero no. Tuviste que provocarme. Una y otra vez.
Su mano no tiembla. Su toque es firme, posesivo, como si le perteneciera este momento, como si yo fuera solo el resultado inevitable de su paciencia al límite.
Intento girar el rostro, desesperada por encontrar su mirada. No lo consigo, su agarre en mi cabello se tensa con autoridad.
—Has estado paseándote con esos labios rojos y este pequeño trasero por todo el bufete, sabiendo lo que hacías— susurra en mi oído. Su pecho se aplasta contra mi espalda. Firme. Ardiente. Absoluto—. Es hora de disciplinarlo. Y de enseñarte lo que significa desobedecerme, mocosa insolente.
—Señor… — su nombre se escurre de mis labios como un secreto. Como una plegaria—. Por favor….
No sé qué estoy pidiendo. ¿Que se detenga? ¿Que lo lleve más allá? ¿Qué me rompa en esta delgada línea entre el castigo y el éxtasis?
Quizás no haya vuelta atrás.
Tal vez nunca la hubo.
Me empuja. El calor de su cuerpo abandona el mío, pero su agarre despiadado permanece en mi cabello.
—No te pedí que suplicaras todavía— su voz es una promesa oscura, como una amenaza velada—. Cuando lo hagas, será mucho peor que esto. Será porque no puedes soportarlo un segundo más.
¿Qué...?
No llego a completar el pensamiento. Su orden firme corta el aire como un látigo.
—Ahora, cuenta hasta diez. O empezamos de cero.
No digo que sí, pero tampoco me alejo. Mi cuerpo responde antes que mi mente, cediendo a su control. Algo en mí quiere resistir, pero algo más fuerte... se rinde.
Entonces, una bofetada seca resuena en el aire. Mi boca se abre en un jadeo sin sonido. El dolor estalla en mi nalga, feroz, abrasador. Pero ni siquiera puedo enfocarme en eso cuando su mano desciende de nuevo, más fuerte que antes.
Tan fuerte que mi frente choca contra el espejo. Mis piernas tiemblan.
—No te escucho contar, Caperucita— su voz se ha vuelto más grave, más sombría, cargada de un dominio absoluto—. Empezaremos de nuevo.
Otra bofetada. Gimo.
—Uno...
Otra.
Un sollozo escapa de mi garganta mientras mi respiración se vuelve errática.
—D-dos...
El aire se espesa. Está cargado de algo denso, oscuro, pervertido. Jamás imaginé estar así; sostenida, expuesta, con el culo en alto, siendo castigada por él.
Su mano vuelve a caer, con la precisión cruel de un verdugo.
—Cuando te digo que hagas algo, lo haces— bofetada—. Escucharás cada puta orden— bofetada—. Me obedecerás —bofetada.
—Tres... cuatro... cinco... seis... — mi voz se quiebra. Me aferro al borde del mueble como si de ello dependiera mi vida. Mis uñas se clavan en la pintura, el sudor me corre por la espalda.
Las lágrimas pican en mis ojos, y no sé si son por el dolor... o por la necesidad que late entre mis piernas.
La siguiente palmada no cae sobre piel virgen, sino sobre una zona ya encendida, marcada, temblorosa. Mi cuerpo se estremece, una mezcla salvaje de dolor y hambre carnal.
Cuando me azota tres veces más, me arqueo hacia adelante. El placer y el dolor se confunden, se anudan en mi estómago. Cierro los ojos.
Mi voz sale ronca, erótica:
—Siete... ocho... nueve...
Mi respiración es áspera, caótica. Estoy temblando, esperando ese pequeño descanso entre castigos. Me da una última palmada, más firme que las anteriores, y apenas susurro “Diez” cuando sus manos me abren los muslos con un solo movimiento.
Sus dedos se enredan en mi cabello y me obligan a inclinar la cabeza hacia atrás. La parte trasera de mi cráneo reposa contra su pecho endurecido mientras sus labios rozan mi oído:
—No te has ganado el privilegio de correrte, Caperucita.
Giro un poco el rostro y por primera vez desde que todo esto comenzó, veo su cara.
Y no estoy preparada para eso.
No es el rostro del hombre que se pasea por el bufete como dueño y señor, no. Es mucho peor. Su respiración es irregular, su pecho sube y baja con violencia contenida. Su expresión permanece fría, pétrea, controlada hasta el límite. Pero sus ojos... sus ojos cuentan otra historia.
Una mucho más oscura.
Mi trasero herido roza su pantalón n***o y gimo, tanto por el ardor como por la imagen de su rostro enmascarado de dominio.
Sus ojos descienden a mis labios entreabiertos y su mandíbula se tensa.
—Pensé que eras del tipo que se asusta con el dolor, pero mírate… estás jodidamente excitada.
Intento negar con la cabeza, pero su agarre en mi cabello lo impide.
—Puedo olerlo, caperucita— susurra con voz rasposa—. Está en el aire, empapándolo todo. ¿Cuándo te mojaste así? ¿Antes? ¿Durante los azotes? ¿O fue la idea de que te posea lo que te humedeció? ¿Te imaginaste mi polla dentro de ti, destrozándote hasta que solo puedas gritar mi nombre?
Mis labios se abren.
Santa. Mierda.
Mis caderas se mueven por instinto contra su mano. Él no la retira. Al contrario, aparta mis bragas y sus dedos se deslizan, húmedos, seguros.
Su voz baja al nivel de un susurro caliente contra mi oreja:
—Ahora, Caperucita... ahora es el momento perfecto para que ruegues.
Mi corazón se atora en la garganta. Murmuro, sin aire:
—Por favor...
—¿Por favor qué? Di la oración completa.
Maldita sea. Nunca he dicho algo así en voz alta. Pero no tengo opción, me tiene. Toda yo le pertenezco en este momento.
—P-por favor, déjame venirme...
Su mandíbula se crispa y, sin aviso, hunde dos dedos dentro de mí. Me tambaleo por la presión, por la brutal intensidad. El placer contenido se alza como una ola salvaje, dispuesta a engullirme.
Trato de aferrarme a él, mis uñas arañan su camisa.
—Deja tus manos sobre el tocador—ordena con voz gélida, y lo obedezco, mientras todo en mí se tensa.
Su pulgar acaricia mi clítoris con precisión letal. Él no solo domina… sabe exactamente cómo hacerlo. Ningún juguete, ningún toque anterior, se compara a esto.
El orgasmo me sacude con la fuerza de una tormenta. Grito, jadeo, me rompo en sus dedos mientras mis gemidos se mezclan con su respiración agitada. El ardor persistente en mi trasero hace que todo sea más intenso, más prolongado.
Cuando por fin me deshago, me mira. Oscuro. Voraz.
Queriendo más.
Y más.
Y más.
En este punto, ya no sé si podría detenerlo. Ni siquiera estoy segura de querer hacerlo.
Sus pestañas bajan, ocultando sus emociones, mientras se desliza fuera de mí y retrocede. Mis piernas apenas me sostienen. Me apoyo en la madera del mueble, jadeando.
Solo entonces me doy cuenta; Clarice podría haber escuchado todo.
Él se lleva los dedos a la boca, saboreándome, uno por uno. Santo cielo. Luego, se arregla la camisa y da un paso atrás.
—Este castigo fue un juego de niños comparado con lo que te haré si vuelves a comportarte como una mocosa insolente.
Me mira con esa calma letal, como si el mundo entero pudiera arder y él ni siquiera parpadeara.
Yo solo puedo respirar. Apenas.
Y mientras se marcha, con sus pasos firmes alejándose del umbral, me doy cuenta de que no sé qué me asusta más: lo que acaba de hacerme…
…o lo que estoy dispuesta a permitir que me haga la próxima vez.