Era una noche de verano, y el aire fresco acariciaba mi piel mientras dejaba atrás el bullicio de Londres. La ciudad quedaba atrás, desvaneciéndose en la distancia, mientras me adentraba en un mundo donde la naturaleza reinaba y la tranquilidad llenaba el espacio. Había decidido hacer una escapada a las montañas, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido y donde las estrellas brillaban con un resplandor que rara vez se podía apreciar en la capital. Yo, aquel día, llevaba un vestido rojo de vuelo que se ondeaba con cada paso que daba, mientras las medias de liguero cubrían mis piernas. Sentía como la suave brisa de la noche acariciaba mi intimidad, aumentando la anticipación de lo que estaba por venir. La idea de una cena romántica y un paseo a la luz de las estrellas me llenaba de

