Los reencuentros son alegría, un lugar donde podemos estar seguros, sin miedo.
Sumergida en un sueño profundo, sentí una presencia oscura y amenazante: una silueta femenina con ojos blancos y terroríficos se acercaba lentamente a mí, susurrando una catástrofe que se avecinaba. La sensación de peligro me despertó de golpe, dejando mi corazón latiendo con fuerza. Todavía podía sentir mi cuerpo temblar, no por el frío sino por el escalofriante sueño; una pesadilla que me dejó aturdida y con miles de preguntas.
Parpadeé y, por un instante, quedé mirando el océano a través de la ventana. Abrí la puerta del carruaje para bajar y sentir la brisa fresca de otoño, acompañada del sonido de las olas rompiendo contra las rocas. Por un momento, me invadió una calma pasajera, aunque sabía que no duraría: mi reino y todos los que me rodeaban estaban en peligro, y no permitiría que eso sucediera.
Respiré profundo, intentando olvidar por un instante la amenaza que me acechaba, mientras seguía observando el mar agitado. Entonces, escuché una voz familiar susurrando mi nombre. Me giré rápidamente para ver quién me llamaba, y mis ojos se cubrieron con un manto de lágrimas.
—Una dama no debería andar sola sin protección por estos lados —dijo mi hermano con una cálida sonrisa.
Se acercó para abrazarme y me pellizcó suavemente la espalda, tal como siempre hacía cuando éramos niños.
—¡Alec..., eso duele, idiota! —Lo abracé, escondiendo mi rostro en su hombro para que no viera mis lágrimas; no quería parecer débil ante él.
—Hermanita, ¿estás llorando? —murmuró mientras jugaba con mi cabello ondulado.
—¡Obvio que sí! —susurré, apartándome de sus brazos—. No te veo desde hace tres meses y haces preguntas tontas. ¡Te extrañé mucho! Me sentí sola en el palacio sin ti, y extrañaba tus pesadas bromas y tus clases de economía.
Llevé mis manos a las mejillas para secarme las lágrimas y luego miré a mi hermano, que me ofreció un pañuelo. Lo tomé con cuidado para limpiar el rímel corrido; la tela era tan suave como su abrazo cálido. Tantos meses sin verlo hacía que mis emociones afloraran, parecía tonta llorando al frente de él.
—¡Yo también te extrañé, hermanita linda! —sonrió.
—Deja de ser tan cursi, y gracias por el pañuelo—. Las palabras salieron temblorosas mientras jugaba con la tela entre mis dedos.
—De nada —dijo, poniendo una mano en mi cabeza y desordenando mi cabello con sus dedos, como solía hacer cuando quería demostrar su amor por mí—. ¡Qué bonita mi hermana menor!
—¡Alec! No hagas eso... —murmuré en voz baja.
—No seas amargada. Tres meses sin verte... necesito demostrarte cuánto te quiero y te aprecio, ya que has crecido y no eres una bebita.
—¿Y si te golpeo? —pregunté con una sonrisa pícara.
—Mejor dejo de molestarte —dijo, sonriendo mientras se alejaba un poco.
Iba a decir algo, pero una voz masculina resonó en el aire. Grave, seria y con una frialdad que helaba hasta los huesos, interrumpió mis palabras dirigiéndose a mi hermano, lo que me molestó un poco. La verdad, no me gusta que me interrumpan: es de mala educación. «Un poco de respeto, por el amor de los dioses», pensé mientras me mordía los labios.
—Alec, ya estamos listos, es hora de partir hacia la isla —dijo el chico de voz misteriosa, quien me resultaba familiar.
—Gracias, amigo. Ya vamos para allá —respondió mi hermano mirando un reloj de bolsillo.
—No tarden mucho, no es seguro estar aquí por mucho tiempo, y lo sabes perfectamente. Así que apúrense —dijo, clavándome una mirada fija—. Por cierto, la pulgarcita quedó aún más pequeña que antes; parece una duende en el mundo de los gigantes.
Me crucé de brazos, lanzándole una mirada de enojo mientras él se alejaba con una sonrisa irónica. Su comentario sobre mi estatura me hizo hervir de enojo; claramente hubiera dicho algo, pero no tenía ganas de perder tiempo discutiendo. Sentí la mirada fija de Alec, frunciendo el ceño, aunque en un instante noté una pequeña risa asomándose en la comisura de sus labios.
—Déjame adivinar, ¿te molestó lo que dijo? —me preguntó con picardía.
Deseé que la tierra se tragara esa pregunta. Solo giré los ojos en respuesta. El aroma salado del mar me envolvió mientras caminaba hacia el barco, un bálsamo necesario para intentar olvidar la pesadilla y la burla por mi pequeña estatura.
—¡Loreine! ¿No te acordás de Matthew Omaclix? —dijo con un tono firme y serio.
Al escuchar ese apellido, todo encajó en mi mente como un rompecabezas. Me detuve en seco, clavando la mirada en Matthew Omaclix, el futuro rey de Cleoverlaw y, sin duda, mi peor enemigo. La última vez que lo vi fue en la fiesta de otoño, hace cuatro años, y no había cambiado en absoluto. Bueno, ahora está más galán y sexy: se podía ver cada vena de sus brazos y su altura es increíble. «¡Mierda! Cálmate», pensé y solo sacudí la cabeza.
—¡Tiene que ser una broma! —exclamé, paralizada.
Ahí estaba él, posado con arrogancia en el mástil del barco, con esa sonrisa idiota que me daban ganas de borrar a golpes. Respiré profundo, di la vuelta y busqué a mi hermano con la mirada, la cual no era de alegría sino de enojo, capaz de partir el mundo en dos.
—¡Por el amor de los dioses, Alec! ¿Por qué nunca me dijiste que él estaba aquí? —pregunté, notando cómo su rostro se llenaba de pánico.
—Calmáte, nunca tuve la mínima intención de decírtelo —respondió, pasando a mi lado y agarrándome la mano con fuerza—. ¡Vamos! La tía seguro nos está esperando, y deja de ser tan dramática, así que tranquilizáte.
—Siento que voy directo a mi propia muerte —dije con tono exagerado—. Soy como una ramita frágil, y aun así prefiero elegir vivir antes que quedarme en el mismo lugar que ese idiota. Hermano, por favor...
—Sos una exagerada, ¿sabés? —se rió.
Suspiré resignada, y de repente sentí el vacío en mi mano donde antes estaba la suya. Mi vista recorrió el barco, impregnado del olor a salitre y madera vieja. No había pasarela, solo una escalera de madera tosca, sostenida por una cuerda gruesa pero desgastada. Alec me señaló con un gesto casi imperceptible que ese era el único camino.
«¡Esto tiene que ser una broma!», pensé. Se me acabó la vida lujosa, debería volverme salvaje.
—¡Perfecto! Amo escalar cosas frágiles —mentí, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza. Mi vestido, hecho de solo dos telas, era ligero como una pluma y perfectamente podía subir sin problema.
—Pulgarcita, si yo fuera tú, me sacaría esos delicados zapatos. No queremos que termines lastimada o haciendo una rabieta —dijo Matthew, y le lancé una mirada llena de odio.
—Amigo, no le eches más leña al fuego —intervino Alec, preocupado pero listo para atraparme si hacía falta.
—Tranquilo, hermano. Déjalo que siga con su lengua venenosa —sonreí con malicia, mientras Matthew me regalaba un blanqueo de ojos.
El alejamiento de los soldados y de mi hermano dejó un silencio tenso entre Matthew y yo. Con las manos temblorosas, me quité los tacones incómodos. Sentí la fresca arena entre mis dedos y, con una rabia contenida, lancé los zapatos con fuerza, rozando la puntiaguda oreja élfica de Matthew. Parecía que hasta el océano se quedó en silencio, contemplando lo sucedido.
Una sonrisa satisfecha se dibujó en mis labios al ver su fría mirada. Todo a nuestro alrededor quedó en silencio. Ignoré las miradas y comencé a subir la escalera con el vestido que se movía de un lado a otro, con una determinación, aunque el miedo me apretaba el corazón.
«Odio esta situación con todo mi ser», pensé mientras mis manos temblaban al aferrarse a la barandilla del barco. Cada paso en la cubierta era un desafío, como si el mar y el viento conspiraran para hacerme caer. Finalmente, me apoyé, jadeando, intentando controlar el ritmo acelerado de mi corazón. Observé cómo los demás subieron y luego el ancla empezó a subir con lentitud. Le observé el último vistazo a mi reino y solo apreté los puños.
El barco empezó a zarpar, alejándose lentamente del muelle. Sosteniéndome firme, dejé que mi mirada se perdiera en el infinito azul del mar. El viento me despeinaba, y por un instante, el mundo se volvió un lugar distinto, más tranquilo, casi mágico. Entonces, sentí una presencia a mi lado. Giré la cabeza y ahí estaba Matthew, sosteniendo mis zapatos con una sonrisa que no lograba descifrar del todo. Antes de que pudiera reaccionar, acomodó la tiara que me regaló en mi cumpleaños número dieciocho, con una delicadeza inesperada.
—Olvidé que nunca pudiste ver este paisaje —dijo en voz baja —. Disfrútalo.
—¡Correcto, y gracias! —balbuceé, incapaz de articular más, mientras una mezcla extraña de emociones me atravesaba.
Nos quedamos en silencio, solo el susurro del mar y el vaivén del barco nos acompañaban. Y justo cuando pensaba que nada podría distraer mi mente de la tormenta interior, un grupo de delfines emergió del agua, saltando y danzando en el aire como un regalo inesperado.
—¡Son hermosos! —exclamé, mirando a Matthew con una sonrisa genuina.
—Vaya, ¿y con esa estatura lograste verlos? —me murmuró con tono burlón, dándome un golpecito en la frente.
Guardé silencio, pero mi corazón latía con fuerza. Entonces, él se inclinó, acercándose peligrosamente a mí.
—¡Mi rival favorita! Vamos a ver cuánto dura ese lado tierno —me desafió con una sonrisa ladina.
—Se nota que te duele el ego —respondí, soltando una risa que no pude contener, dándole un golpecito en la mejilla.
Matthew chasqueó la lengua, molesto pero divertido, y se apartó de mi lado caminando hacia la cabina trasera del barco. Desde niños, su competitividad había sido un juego constante entre nosotros: si yo traía una manzana, él traía diez. Ahora, esa rivalidad era una danza complicada, con un filo que a veces cortaba más de lo esperado. Algunas veces pensamos que una rivalidad latente lo es todo; en este caso con Matthew ya era costumbre, teniendo una espada con una punta filosa apuntando nuestros cuellos.
—¡Idiota! —dije, murmurando en voz baja—. «¿Quién se cree que es?», pensé y solo sacudí la cabeza.
Me dejé caer sobre la madera fría de la cubierta, dejando atrás el intenso momento. Miré el océano y las nubes que parecían contar mil historias con sus formas cambiantes. Cerré los ojos un instante y, a lo lejos, pude distinguir la silueta de la isla Ravadril, mi nuevo y desconocido hogar, donde deberé enfrentarme a lo desconocido, como murmullos en una pesada niebla; donde no sabes para dónde ir.
La brisa del viento acariciaba mi cabello, y el ritmo del océano, donde se podía escuchar una melodía tan delicada y hermosa, me hizo erizar la piel con un solo canto. Un destello radiante de los rayos del sol, golpeando el océano, me hace sentir en paz. La creación de este mundo hace que ame cada vez más a su naturaleza, queriendo ser parte de ella y combinar mi alma con sus colores y aromas. Sacudí la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta, mezcla de nervios y una extraña esperanza. El mar seguía su canción, y yo, atrapada entre miedo y valentía, me preparaba para enfrentar lo que viniera. Alejarme de todo, por la avaricia de una r**a, es un golpe duro y tristemente doloroso.