ZAYN
Empujé la puerta con el codo, despacio, cuidando que no rechinara. Amaya estaba sentada en la cama, con las rodillas al pecho y la barbilla hundida entre ellas. Tenía las manos apretadas en los tobillos como si necesitara anclarse a algo para no deshacerse. Había una especie de penumbra azul en el cuarto, esa luz que no es de noche ni de día y que hace que todo parezca más frágil.
Cerré atrás de mí. Avancé dos pasos y me detuve como si hubiera una línea invisible que no debía cruzar. Me senté en el borde opuesto del colchón. El aire entre nosotros era una cuerda tensa.
—¿Cómo estás? —pregunté bajo, casi en un susurro—. ¿Cómo te encuentras?
Ella alzó apenas los ojos, me recorrió un segundo, y asintió. Una vez. Sin voz. Sin máscara.
Ese gesto me pegó directo en el costado. No había
