Sombras del pasado

1171 Words
(Voz de Becca) El café del consorcio olía a espresso recién molido y a descanso robado. Las luces eran suaves, doradas, y el murmullo de conversaciones me envolvía como un bálsamo. Después de semanas de correr entre papeles legales, entrevistas y las idas y venidas de mis hijos, necesitaba ese momento más que nunca. Lucas había comenzado a entusiasmarse con la idea de su nueva escuela. Mateo, en cambio, todavía lloraba por las noches, preguntando cuándo regresaríamos “a casa”. Y yo… aún no tenía respuesta para eso. Por ahora, lo único que podía hacer era mantenerme firme. Encontrarles un lugar, una rutina. Una nueva versión de nosotros. Bety, la hija adolescente de una vecina de Sofía, había sido una bendición. Dulce, paciente, con esa energía natural para entretener niños, me ayudaba con los pequeños mientras yo trabajaba en el área legal del consorcio. Era un paso, una pequeña victoria en medio del caos. Suspiré, abriendo mi laptop sobre la mesa del rincón. Revisaba un contrato de importación cuando sentí esa sensación extraña otra vez. Esa presión en el pecho. Esa presencia. Levanté la vista. Y ahí estaba. Aaron. Traje oscuro, reloj brillante, esa forma de moverse que hacía que todo el lugar pareciera girar a su ritmo. Había algo salvaje y contenido en él, una mezcla de control y amenaza, como si llevara el peso de un secreto que no podía compartirse. Nuestros ojos se encontraron. Y el tiempo, por un instante, pareció detenerse. —Señora Velázquez —saludó con una inclinación apenas perceptible, como si quisiera recordar el protocolo, aunque su mirada dijera otra cosa. —Señor Black —respondí, intentando mantener el tono profesional. Él sonrió apenas, y esa sonrisa fue más peligrosa que cualquier palabra. —¿Puedo? —preguntó, señalando la silla frente a mí. Asentí sin pensar. Y me odié por hacerlo. Aaron se sentó, y el aire pareció volverse más denso. Había algo en él… una energía que llenaba el espacio, que obligaba a notar cada movimiento, cada respiración. —He visto tus reportes —dijo mientras se servía café. Su voz era baja, firme—. Has logrado en tres semanas lo que otros no consiguen en meses. —Gracias —respondí, buscando refugio en la pantalla. —Pero no has descansado —añadió. Alcé la vista, sorprendida. —¿Perdón? —Tus ojos —dijo simplemente—. Tienen el color del agotamiento. No supe qué decir. Esa clase de observaciones, tan personales, tan íntimas, no eran propias de un jefe. Pero tampoco eran inapropiadas. Eran… suyas. —Tengo mucho que organizar —expliqué, intentando sonar ligera—. Trabajo, casa, mis hijos. —Lo sé —respondió, con una calma que me desconcertó. —¿Lo sabe? —Los he visto contigo. Son buenos chicos. Mi respiración se detuvo un segundo. ¿Cómo sabía eso? Luego recordé: el día en que llegamos, él había estado cerca, saludando a Sofía. Quizá nos vio en el jardín. Aun así, algo en su tono me hizo estremecer. No era curiosidad. Era reconocimiento. Como si, de alguna forma, ellos también le importaran. —Lucas está adaptándose —dije finalmente—. Mateo todavía no entiende por qué nos fuimos. —Porque necesitaban paz —respondió él, sin dudar. Sus palabras me atravesaron. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía ver tan dentro de mí sin que yo dijera nada? Antes de que pudiera responder, mi celular vibró. Era un número de México. El corazón me dio un vuelco. Oliver. Miré la pantalla sin contestar. Aaron notó el cambio en mi expresión. —¿Todo bien? —preguntó, su voz más baja, más cercana. Mentí. —Sí, solo… trabajo pendiente. Pero el temblor en mis manos me delató. Aaron extendió la suya y, por un instante, quise creer que solo era un gesto amable. —No tienes que cargar con todo sola, Becca. Su tono fue tan grave, tan protector, que por un momento me sentí segura. Demasiado segura. Aparté la vista. —No se preocupe, señor Black. Puedo con esto. Siempre he podido. —Lo sé —respondió, y la forma en que lo dijo me hizo sentir desnuda, como si hubiera estado observando mucho más tiempo del que admitía. --- En otro punto del mundo, a cientos de kilómetros de allí, Oliver sostenía una copa de whisky y miraba los papeles del despacho que había construido con ella. Todo olía a vacío. El eco de sus pasos en la oficina, la silla vacía frente al escritorio, el silencio. La infidelidad había sido un error. Un maldito impulso. Una forma de llenar un hueco que ni siquiera comprendía. Pero perderla… eso era otra cosa. Becca no era solo su esposa. Era su equilibrio, su orgullo, la madre de sus hijos y la mitad del poder que ambos habían construido. Sin ella, todo se desmoronaba: el despacho, los clientes, su reputación. —No puede terminar así —murmuró, apretando los dientes. Tomó su teléfono. Su abogado le había advertido que si el divorcio seguía, tendría que dividir no solo las propiedades, sino también las acciones del bufete. Eso no podía permitirlo. Pero no era solo eso. Había noches en las que cerraba los ojos y recordaba su risa, su olor, el modo en que lo miraba cuando aún lo amaba. Y le dolía. Le dolía con una culpa que quemaba. —Voy a buscarte, Becca —susurró—. No pienso perderte por un error. --- De vuelta en la cafetería, terminé el café y cerré la laptop. Aaron seguía allí, observándome. —Deberías comer algo —dijo, y su tono sonó más a orden que a sugerencia. —No tengo hambre. —Entonces descansa. No eres una máquina. Levanté la mirada. Su expresión era serena, pero sus ojos dorados, tan intensos, decían otra cosa. Eran fuego contenido. Protección y algo más. —¿Siempre es así de… atento con todos sus empleados? —pregunté, intentando recuperar el control. Su sonrisa fue lenta, peligrosa. —Solo con los que me importan. Me quedé sin palabras. Y él, al ver mi reacción, bajó la voz. —No tienes por qué temerme. No pienso hacerte daño. Pero había algo en la forma en que lo dijo, algo que me hizo dudar. No de él… Sino de mí. Porque por primera vez desde que todo se derrumbó, sentí algo parecido a vida. Y eso me asustó más que cualquier cosa. --- Esa noche, cuando llegué al departamento, Bety dormía en el sillón con un libro abierto sobre el pecho. Cubrí a los niños, apagué las luces y me senté junto a la ventana. El cielo estaba claro. La luna, inmensa. Pensé en Oliver. En su traición. En la herida que aún sangraba. Y pensé en Aaron. En su voz, su mirada, su presencia que parecía llenar todos mis vacíos sin pedirme permiso. No entendía lo que estaba pasando. Pero en el fondo… una parte de mí sabía que el destino, otra vez, estaba escribiendo sin mi consentimiento.
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