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Reclamada por el Alpha

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Blurb

Becca, una abogada mexicana de 35 años, lo tiene todo: éxito profesional, una familia estable y una vida aparentemente perfecta junto a su esposo Oliver y sus dos hijos, Lucas y Mateo. Pero tras una década de matrimonio, la pasión se ha desvanecido y la insatisfacción la consume. Su mundo se derrumba cuando descubre la traición más dolorosa: Oliver la engaña con su mejor amiga. Con el corazón roto, Becca decide rehacer su vida y viaja con sus hijos a California, donde vive su hermana.A miles de kilómetros, Aaron —un imponente hombre de mirada intensa y porte dominante— dirige un poderoso consorcio de joyas y metales preciosos. Es un líder nato, un alfa. Pero no un hombre común: Aaron pertenece a la r**a ancestral de los hombres lobo y carga con un siglo de existencia. Su destino está ligado a encontrar a su compañera elegida por la Diosa Luna, aquella mujer capaz de completar su alma… algo que ha buscado en vano durante cien años.El destino los une cuando Becca, intentando empezar de nuevo, cruza su camino con el de Aaron. Desde el primer encuentro, él reconoce en ella a su alma gemela: una humana de aroma a fresas, que despierta en él una pasión salvaje y una ternura que creía olvidadas. Pero Becca, herida y desconfiada, lo rechaza una y otra vez, temerosa de volver a sufrir.Aaron no se rinde. La protege, la desea, y acepta incluso a sus hijos como si fueran suyos. Sin embargo, el pasado vuelve para atormentarlos cuando Oliver intenta recuperarla, desatando la furia del Alfa. En medio del peligro, la verdad sale a la luz: Aaron no es humano. Becca deberá decidir si huir del misterio que lo rodea… o rendirse al llamado del destino y del amor que la Luna misma ha sellado.Un romance intenso, sobrenatural y apasionado donde el destino, la lealtad y el deseo se entrelazan bajo la luz de la luna roja.

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La noche en qué todo termino
(Becca) Esa noche, el silencio era tan profundo que dolía. El tipo de silencio que se mete bajo la piel y hace que uno escuche hasta su propio corazón intentando no romperlo. La casa entera estaba envuelta en penumbra. Solo el tic-tac del reloj y el suave zumbido del refrigerador llenaban el aire. Las luces del pasillo estaban apagadas, y la copa de vino frente a mí ya se había quedado tibia. Había servido dos, como cada viernes, con la absurda esperanza de repetir un ritual que ya no significaba nada. Oliver había dicho que llegaría tarde. “Cierro un caso importante”, había escrito. Lo había dicho tantas veces, con el mismo tono sereno de siempre, que la frase había perdido cualquier peso. Suspiré. Había pasado el día entero fingiendo normalidad: sonrisas automáticas para mis hijos, correos contestados con cortesía, un “te amo” seco antes de colgar el teléfono. Todo parecía seguir igual desde fuera, pero dentro de mí, algo llevaba meses resquebrajándose. Tomé otro sorbo de vino. Me dolía la cabeza. La computadora portátil seguía abierta sobre la mesa del comedor, donde había estado revisando unos documentos del despacho. El ícono de w******p Web parpadeó en una esquina de la pantalla, acompañado de un sonido insistente. Al principio lo ignoré. Pensé que era una distracción de mi propio chat de trabajo, algún cliente nocturno, alguna colega. Pero el nombre que apareció en la esquina inferior me heló la sangre. Clara. Mi mejor amiga. La mujer con la que compartía cafés, risas, secretos. La madrina de Mateo. Ella. Mi corazón dio un vuelco. Me incliné lentamente hacia la pantalla. El cursor titilaba sobre la conversación abierta. Y entonces, las palabras comenzaron a aparecer, una tras otra. “Te extraño.” “Hoy pensé en ti todo el día.” “No puedo esperar a verte de nuevo.” “Ten cuidado, Becca está en casa.” No hubo un grito. No hubo un vaso roto. Solo un silencio nuevo, espeso, brutal. Mi respiración se volvió lenta, pesada. Sentí un frío recorriéndome los brazos, como si toda la sangre hubiera decidido abandonar mi cuerpo. El reflejo de la pantalla iluminaba mi rostro, y en mis ojos se reflejaban esas palabras como cuchillos. Por un instante, quise convencerme de que había una explicación, una broma, un malentendido. Pero cada línea, cada emoji, cada confesión borraba cualquier esperanza. No solo era una infidelidad. Era una traición doble. Apagué la computadora con un clic seco. El sonido del ventilador interno se detuvo, y con él, la última ilusión de mi matrimonio. Me quedé ahí, inmóvil, mirando mi reflejo en la ventana del comedor. Una mujer de treinta y cinco años. Abogada exitosa. Madre de dos hijos. Esposa ejemplar. Y completamente vacía. Recordé cómo había empezado todo. Tenía veintiún años cuando conocí a Oliver en la facultad de Derecho. Él era encantador, persuasivo, lleno de una energía que arrastraba a todos a su alrededor. Yo era aplicada, reservada, siempre con los pies en la tierra. Él me hacía reír. Yo lo hacía sentirse invencible. Éramos la pareja perfecta, o eso creíamos. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor era suficiente. Fundamos juntos un despacho que creció más rápido de lo esperado. Teníamos éxito, prestigio, un hogar. Y en medio de todo eso, llegaron Lucas y Mateo, nuestras luces, nuestros anclajes. Pero el tiempo, como el agua sobre la piedra, fue desgastando lo que no se cuidaba. Oliver empezó a alejarse, primero con excusas, luego con silencios. Yo lo justificaba: el trabajo, el estrés, los hijos. Hasta que, sin darme cuenta, ya no éramos pareja, sino dos socios administrando la misma vida. Esa noche, frente a la computadora, entendí que ya no había nada que sostener. No quedaba amor, ni respeto, ni siquiera una mentira bonita que contarle a mis hijos. Me levanté despacio, con la determinación que da la resignación. Subí las escaleras y me detuve frente al cuarto de los niños. Lucas dormía con su dinosaurio azul apretado contra el pecho. Mateo tenía la mano abierta, descansando sobre la cobija, respirando con esa paz que solo tienen los inocentes. Los observé largo rato, dejando que la ternura y el dolor se mezclaran. Ellos eran lo único verdadero. Volví a mi habitación, abrí el clóset y saqué las maletas. No lloré mientras doblaba la ropa. No temblé al guardar los documentos. Cada prenda que metía era una despedida. Cada zapato, cada libro, cada fotografía arrancada del marco era una parte de mi historia que ya no me pertenecía. A las tres de la mañana escuché la puerta principal abrirse. El sonido de las llaves. Sus pasos. Me quedé inmóvil, el corazón golpeándome las costillas. —¿Becca? —su voz sonó tranquila, distraída, como si todo estuviera en orden. No respondí. Cuando apareció en la habitación, me encontró frente a las maletas abiertas. Se detuvo. —¿Qué es esto? —Lo que parece —respondí con voz baja—. Me voy. Frunció el ceño. —¿Cómo que te vas? No digas tonterías, Becca. —Ya lo sé, Oliver. No hizo falta decir más. Su rostro cambió. Esa expresión de sorpresa inicial se transformó en algo más oscuro. Intentó hablar, pero no pudo negar lo evidente. Lo vi en su mirada: culpa y miedo. —No es lo que piensas. —Es exactamente lo que pienso. El silencio se volvió insoportable. Durante un segundo, pensé que tal vez se disculparía, que intentaría detenerme, explicarme. Pero no lo hizo. Solo se pasó la mano por el cabello y murmuró: —Siempre dramatizas todo. Esa fue la última vez que escuché su voz como esposa. Tomé las maletas, bajé las escaleras sin mirar atrás. El aire frío de la madrugada me golpeó en la cara al salir. Me sentí vacía… pero libre. Horas después, estaba en el aeropuerto con mis hijos dormidos sobre mis piernas. El altavoz anunciaba el vuelo a California. Mi hermana Sofía me esperaba allá. Ella trabajaba en un consorcio de joyería, y me había ofrecido quedarme con ella “hasta que las cosas se calmaran”. Pero yo no buscaba calma. Buscaba renacer. Cuando el avión despegó, vi la Ciudad de México alejarse, sus luces volviéndose pequeñas, difusas, irreales. Y en ese instante, por primera vez en años, respiré sin miedo. No sabía que, en algún lugar de California, bajo la misma luna que iluminaba mi huida, otro ser había sentido algo. Un llamado. Un perfume de fresas y tristeza que cruzó el aire como una promesa. Mientras yo dejaba atrás un amor roto, otro —más antiguo, más profundo, más peligroso— acababa de despertar. Esa fue la noche en que todo terminó. Y también, sin saberlo, la noche en que todo comenzó.

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