(Voz de Aaron)
El día comenzaba como tantos otros, con un cielo limpio sobre California y una agenda llena de compromisos que ya no me decían nada.
El edificio de Black & Co. Jewels se alzaba brillante bajo el sol, reflejando en su fachada de cristal la perfección que el mundo esperaba de mí.
Desde fuera, todo parecía impecable: mi traje a medida, mi voz firme, mis decisiones rápidas.
Pero debajo de esa piel humana, el lobo no dormía.
Cien años de vida enseñan a fingir muy bien.
A disimular el cansancio, el hambre, el deseo de algo que no llega nunca.
Cien años buscando una mitad que la Luna me prometió y que jamás apareció.
La reunión de las nueve era una repetición de las últimas diez: cifras, proyecciones, adquisiciones.
Mi consejo hablaba; yo solo oía murmullos.
Hasta que Sofía entró.
Ella era mi asistente personal y la jefa del área de diseño.
Humana, disciplinada, silenciosa. Pero había algo distinto en ella esa mañana.
El aire cambió cuando cruzó la puerta.
Un aroma sutil me envolvió antes de verla.
Fresas.
Dulces, frescas, tan reales que el instinto me cortó la respiración.
Mi lobo se tensó dentro de mí, atento, alerta.
La observé mientras dejaba una carpeta sobre la mesa.
Llevaba el cabello recogido, un vestido sencillo, los pasos suaves y seguros.
Nunca había sentido nada viniendo de ella. Hasta hoy.
Parpadeé, intentando controlar el impulso de acercarme.
Mi olfato, infalible, me decía que allí estaba algo importante.
El eco de lo que llevaba cien años esperando.
—¿Todo bien, señor Black? —preguntó, notando que la miraba más de la cuenta.
Asentí con una sonrisa leve.
—Sí. Continúa.
Pero dentro de mí, el lobo rugía.
“Es ella.”
Su voz interna era un trueno.
Yo quería creerlo. Quería que fuera tan simple.
El olor era embriagador.
Fresas, piel, y una nota de melancolía que me golpeaba el pecho.
Pero algo no encajaba.
Era como si el aroma no naciera de ella, sino que la acompañara… como si lo hubiera traído consigo de otro lugar.
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Pasé el resto del día con el cuerpo en tensión.
La reunión terminó, y Sofía permaneció en mi oficina revisando los catálogos de gemas.
Cada vez que se movía, el aire se llenaba de ese perfume invisible.
En un momento, no pude evitarlo.
Me levanté de la silla y caminé detrás de ella, deteniéndome a unos pasos.
El impulso era casi animal.
El lobo quería acercarse, oler, confirmar.
—Ese perfume —murmuré, fingiendo indiferencia—, ¿es nuevo?
Ella me miró sorprendida.
—¿Perfume? No, no uso perfume en la oficina. Soy alérgica a la mayoría.
Su respuesta fue un golpe directo a mis sentidos.
Entonces comprendí que el aroma no era suyo.
La Luna no se había equivocado.
Lo que olía no provenía de Sofía, sino de algo que ella llevaba consigo.
Un eco. Un vestigio.
El reflejo de alguien más.
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Esa noche no pude quedarme quieto.
El instinto me empujaba, la bestia quería cazar.
Me quité el saco, aflojé la corbata y salí a conducir sin rumbo.
El camino serpenteaba hacia las colinas de Santa Mónica, donde el aire olía a pino y sal.
Cada kilómetro que avanzaba, el aroma se hacía más fuerte.
Sabía que Sofía vivía por esa zona, en una casa familiar que compartía con su hermana y los sobrinos que habían llegado hacía poco desde México.
No había querido preguntar nada sobre ellos, pero ahora mi cuerpo se movía como si ya lo supiera.
El hilo invisible tiraba de mí, guiándome.
Aparqué a cierta distancia.
La noche estaba clara, la luna alta.
Cerré los ojos y respiré profundamente.
Y ahí estaba.
El verdadero aroma.
No el eco que llevaba Sofía, sino la fuente pura.
Fresas y lluvia.
Piel tibia y algo más… una tristeza tan profunda que me dolió en el alma.
El aire se volvió más denso, eléctrico.
Mis pupilas se dilataron, el pulso se aceleró.
La bestia dentro de mí aulló con fuerza.
“Ella.”
Supe, sin verla, que estaba cerca.
Detrás de esas paredes, respirando el mismo aire que yo.
Mi alma gemela.
La mujer por la que había esperado un siglo.
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El instinto me ordenó acercarme, pero me contuve.
No podía irrumpir en la casa de una humana sin explicación, mucho menos cuando la Luna aún no había tejido del todo el vínculo.
Solo observé.
Las luces del interior estaban encendidas.
Pude distinguir dos siluetas pequeñas moviéndose tras las cortinas: niños.
Y una tercera, femenina, de pie frente a la ventana.
Su cabello oscuro caía en ondas sobre los hombros.
No veía su rostro, pero algo dentro de mí ya lo conocía.
Mi pecho se contrajo con una fuerza imposible.
El aire ardía en mis pulmones.
Ella era la fuente.
Mi corazón —ese órgano que llevaba décadas latiendo por costumbre— se agitó con vida.
No era simple atracción.
Era reconocimiento.
Como si una parte de mí gritara: la encontraste.
La Luna apareció entre las nubes y la luz cayó justo sobre el tejado, bañando el entorno con un resplandor plateado.
Una brisa descendió, envolviéndome.
El aroma volvió a mí con más intensidad que nunca.
Fresas.
Piel.
Destino.
Mis manos temblaron.
Tuve que cerrar los ojos para no transformarme ahí mismo.
La bestia rugía en mi interior:
“Reclámala.”
Pero el hombre respondió con voz firme:
“Aún no.”
Abrí los ojos.
Ella se movió, como si hubiera sentido algo.
Miró hacia la ventana y por un instante juraría que su mirada cruzó la mía a través del vidrio.
No podía verla del todo, pero su energía me alcanzó igual.
Una mezcla de vulnerabilidad y fuego.
De miedo y coraje.
La energía de alguien que había perdido mucho… y aún así seguía de pie.
La Luna me mostró lo que necesitaba saber:
No era una loba. Era humana.
Mi condena y mi redención.
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Me marché antes del amanecer.
El camino de regreso se sintió eterno.
Dentro de mí, el lobo gruñía, impaciente.
No entendía la espera, no comprendía el riesgo.
Pero yo sí.
Si la asustaba, la perdería antes de tenerla.
Tenía que acercarme con calma, conocerla, hacer que confiara.
Convencerla de que, aunque yo no era humano, su destino estaba conmigo.
Esa idea me asustó más que cualquier guerra que hubiera librado.
Porque por primera vez en cien años, me importaba.
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Al amanecer, ya estaba en mi estudio.
Apoyé las manos sobre el escritorio y dejé que el cansancio me pesara.
El olor aún seguía en mi piel.
No podía quitarlo, ni quería.
Sabía que Sofía vendría al día siguiente.
Y cuando lo hiciera, el eco de su hermana volvería con ella.
Podría observar, esperar, trazar el camino.
Mi destino estaba tejido.
Y la Luna, testigo eterna, lo sabía mejor que nadie.
—Becca —murmuré su nombre, aunque aún no lo había escuchado—.
El sonido se perdió entre los ventanales, pero mi alma lo reconoció.
El eco del aroma a fresas me había llevado hasta ella.
Y ya nada podría apartarme de ese camino.