(Voz de Becca)
California tenía un tipo de luz diferente.
Era cálida, suave, casi maternal.
No abrasaba como el sol del Valle de México; aquí parecía abrazar sin lastimar, como si el cielo quisiera darme la bienvenida a una nueva vida… aunque mi corazón aún se resistiera a llamarla así.
Habían pasado dos semanas desde que llegué con mis hijos a casa de Sofía.
El vuelo, el cambio, la mudanza temporal… todo había sido un caos envuelto en sonrisas forzadas y abrazos con olor a consuelo.
Sofía, como siempre, había sido un faro. Alegre, paciente, sin hacer demasiadas preguntas.
—Solo descansa, Becky —me decía cada mañana mientras preparaba café—. No tienes que demostrarle nada a nadie.
Yo asentía, aunque sabía que mentía.
Tenía que demostrarme a mí misma que aún podía empezar de nuevo.
Lucas, con sus ocho años, había tomado el cambio mejor de lo esperado.
Su curiosidad natural lo mantenía distraído.
Mateo, en cambio, era otro asunto.
Tenía apenas cinco años y cada noche me pedía volver “a casa”.
A veces lo encontraba mirando por la ventana, con su peluche favorito en los brazos, esperando algo que ni él sabía nombrar.
—¿Mamá, papá también vendrá algún día? —me preguntó una noche.
El silencio me partió en dos.
—No, mi amor —susurré, acariciándole el cabello—. Papá se quedó allá.
—¿Porque se portó mal contigo? —sus ojitos inocentes buscaron los míos.
Tragué el nudo en la garganta y sonreí con suavidad.
—Porque mamá necesitaba respirar.
Sofía escuchó desde la puerta, con los brazos cruzados.
Cuando los niños durmieron, se acercó y me abrazó fuerte.
—Estás haciendo lo correcto —me dijo al oído.
—Entonces, ¿por qué duele tanto?
—Porque soltar siempre duele, pero quedarse duele más.
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El lunes siguiente volví a acompañarla al consorcio.
Ella insistía en que salir me haría bien.
El lugar era impresionante: acero, cristal y elegancia moderna, con el logo de Redmoon Holdings brillando sobre la recepción.
Yo no lo había visto desde la entrevista, y aún así algo en mí se tensó al entrar.
No era miedo.
Era esa extraña sensación que me había perseguido desde el primer encuentro con el CEO… Aaron Black.
Había algo en su mirada, en su voz, en la forma en que el aire parecía cambiar cuando él estaba cerca.
No podía explicarlo, pero cada vez que pensaba en él, una calidez inquietante me recorría el pecho.
“Solo es estrés”, me repetía.
“Un poco de admiración profesional, nada más.”
Pero mi cuerpo sabía que mentía.
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Desde su oficina en el último piso, Aaron observaba sin ser visto.
Lo descubrí más tarde, cuando Sofía lo mencionó casualmente:
—El señor Black ha estado muy interesado en los proyectos legales últimamente —bromeó—. Hasta parece que revisa cada contrato él mismo.
Yo sonreí, sin saber que él, en ese mismo instante, escuchaba cada palabra desde el pasillo, reprimiendo el impulso de acercarse.
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Esa tarde, mientras esperábamos en el estacionamiento, un viento repentino nos envolvió.
El aire traía un aroma familiar.
A fresas.
A destino.
Me estremecí sin entender por qué.
Sofía me miró con el ceño fruncido.
—¿Estás bien?
—Sí… solo un escalofrío.
Pero mi corazón latía demasiado rápido para ser solo eso.
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En lo alto de la colina donde se alzaba la casa Black, Aaron no lograba concentrarse.
Kael, su lobo, se movía bajo la piel, impaciente.
—La huelo otra vez. Está cerca.
—Lo sé —murmuró Aaron, apretando los puños—. Pero no puedo ir a ella así.
—La manada murmura. Creen que estás débil. Que la Luna te abandonó.
—Déjalos hablar.
—Van a rebelarse.
Aaron cerró los ojos.
Las voces de sus betas lo habían alcanzado incluso antes de que el sol se pusiera.
“¿Es cierto que el Alfa encontró una humana?”, murmuraban.
“¿Qué pasará si la Luna desaprueba?”
Algunos temían. Otros, deseaban aprovechar la grieta en su liderazgo.
El vínculo con Becca lo fortalecía, pero también lo exponía.
El Alfa estaba enamorado.
Y eso, para muchos, era una debilidad.
Kael rugió desde lo más profundo.
—Que lo intenten. Ningún lobo tocará lo que es nuestro.
Aaron apretó la mandíbula.
La imagen de Becca riendo con sus hijos —una escena que había presenciado a la distancia desde el bosque esa tarde— se grabó en su mente como fuego.
No había visto a una mujer más hermosa.
Ni a unos niños más llenos de vida.
El mayor, Lucas, tenía su misma mirada desafiante.
El pequeño, Mateo, reía con una inocencia que desarmaba cualquier oscuridad.
Aaron sintió algo nuevo, poderoso.
No era deseo.
Era… protección.
El deseo de mantenerlos a salvo, de que jamás les faltara nada.
Kael lo entendió primero.
—Ellos también son nuestros.
—No digas eso. No puedo… —pero su voz se quebró.
El lobo gruñó con ternura salvaje.
—Ya lo sabes. La Luna no se equivoca.
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Esa noche, mientras los niños dormían, me senté en el porche con Sofía.
El aire era fresco, y el cielo estaba claro.
—Te ves diferente —me dijo.
—¿Diferente cómo?
—Más viva. Como si algo dentro de ti hubiera despertado.
Guardé silencio, mirando la luna llena.
Brillaba tan intensamente que parecía observarme.
—A veces siento que… alguien me mira —confesé sin saber por qué.
Sofía se rió.
—Bueno, aquí hay muchos ojos, sobre todo lobos y coyotes.
No sabía cuán literal era su comentario.
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A kilómetros de distancia, Aaron también levantó la vista hacia la misma luna.
Podía sentirla.
Podía sentirlos.
A los tres.
—Ella está más tranquila hoy —murmuró Kael.
—Sí.
—Los niños ríen.
—Lo sé. —Su voz se suavizó—. Es un sonido hermoso.
Un aullido se alzó en la distancia, profundo y melancólico.
Kael respondió dentro de él, pero solo con un pensamiento, no con un grito.
Aún no.
Aún no podía reclamar lo que era suyo.
Pero pronto.
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Al entrar a la habitación, miré a mis hijos dormidos.
Mateo abrazaba su peluche con fuerza.
Lucas, medio destapado, murmuraba algo entre sueños.
Me acerqué y le acomodé la manta.
—Mamá —susurró dormido—, ya no llores, ¿sí?
Las lágrimas se me escaparon antes de poder contenerlas.
No sabía que, en ese mismo instante, alguien más, desde las sombras, observaba con el corazón latiendo al mismo ritmo que el mío.
Aaron.
El Alfa.
Y aunque aún no lo sabía, la Luna había comenzado a tejer su destino con el mío.