Capítulo 1
Camila
El aire era distinto aquí. Más puro, más fresco. A diferencia del internado, donde las paredes de piedra encerraban el mundo en un espacio reducido, esta finca se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Había verde por todos lados, árboles altos, flores de colores vivos y un cielo tan azul que parecía pintado a mano.
Podía escuchar el sonido de los caballos en los establos y el susurro del viento meciendo las hojas de los árboles. Era un cambio drástico después de seis años en un colegio de mujeres, rodeado de reglas estrictas y horarios inquebrantables.
Pero por más hermoso que fuera este lugar, no me sentí del todo en casa.
— ¿Qué te parece, mi amor? —preguntó mi madre, Marta, mientras se giraba hacia mí con una sonrisa radiante.
A pesar de sus cuarenta y tantos años, seguía viéndose espectacular. Su cabello castaño estaba peinado en suaves ondas que caían sobre sus hombros y sus ojos brillaban de felicidad. Desde que conoció a Felipe, parecía haber encontrado la vida perfecta.
—Es hermoso, mamá —respondí, observando la mansión de dos pisos que se alzaba frente a nosotras.
Las paredes eran de un blanco impecable, con grandes ventanales que dejaban ver una decoración elegante en su interior. Todo tenía un aire de sofisticación, pero sin perder la calidez de un hogar.
—Sabía que te iba a gustar —dijo con entusiasmo, abrazándome con fuerza—. Me moría de ganas de que vinieras a vivir con nosotros.
—Yo también te extrañé —admití, sintiendo un nudo en la garganta.
Habían pasado seis años desde que dejó el hogar en el que crecí. Desde la muerte de mi padre, todo cambió. Mi madre intentó ser fuerte, pero la pérdida la consumió. Hasta que apareció Felipe. Él le devolvió la sonrisa, la estabilidad… y una nueva vida.
Una vida de la que yo no había formado parte hasta ahora.
—¡Camila! —La voz grave de Felipe interrumpió mis pensamientos mientras bajaba los escalones de la entrada para recibirme.
Era un hombre alto, con cabello oscuro y algunas cañas en las sienes, lo que solo le daba un aire más imponente. Vestía con elegancia, incluso en casa, con una camisa blanca arremangada y pantalones oscuros.
—Bienvenida a tu hogar —dijo con una sonrisa afable antes de envolverme en un abrazo fuerte, aunque cuidadoso.
Aún me resultaba extraño tener una figura paterna después de tantos años sin una. Pero Felipe siempre había sido amable conmigo.
—Gracias —murmuré, devolviendo el abrazo.
—Ven, quiero que veas tu habitación. La preparamos especialmente para ti.
Mi madre entrelazó su brazo con el mío y me guió al interior de la casa. Todo era amplio y decorado con un gusto exquisito. Los muebles eran de madera oscura, combinados con tonos cálidos y detalles dorados. Un candelabro colgaba en el centro del salón principal, reflejando la luz con elegancia.
Subimos las escaleras hasta el segundo piso y mi madre abrió una puerta al final del pasillo.
—Aquí es.
Entré y me quedé sin palabras. La habitación era hermosa. Las paredes eran de un tono crema suave, con detalles en dorado. Una gran cama de dos plazas ocupaba el centro, con un edredón blanco y cojines decorativos en tonos pastel. Había un balcón con vistas a los jardines y un vestidor amplio a un lado.
—Es perfecta —susurré, recorriendo el lugar con la mirada.
—Queríamos que te sintieras cómoda —dijo Felipe, apoyándose en el marco de la puerta—. Este es tu hogar ahora, Camila.
Le dedicó una sonrisa sincera. A pesar de la incomodidad inicial, estaba haciendo un esfuerzo por integrarme.
—Gracias, de verdad.
—Bueno, te dejaremos desempacar —intervino mi madre, dándome un beso en la frente—. Descansa un poco.
Asentí y los vi salir, cerrando la puerta detrás de ellos.
Me dejé caer en la cama, exhalando lentamente. Todo esto era nuevo para mí. Por un lado, estaba feliz de estar con mi madre después de tantos años, pero no podía ignorar la sensación de estar en un lugar ajeno.
Suspiré y me senté, comenzando a sacar mi ropa de las maletas cuando escuché un golpe en la puerta.
—Adelante.
Una mujer joven entró con una sonrisa amable.
—Buenas tardes, señorita Camila. Soy Lucía, la encargada de la limpieza. El señor Felipe me pidió que le avisara que la cena estará lista en una hora.
—Gracias, Lucía.
—Ah, y… también me pidió que le recordara que en unos días habrá una gran fiesta aquí en la finca —agregó—. Es el aniversario del señor Felipe y la señora Marta.
—¿Una fiesta?
-Si. Será un evento importante, con invitados especiales.
Lucía alarmante con cierta picardía antes de añadir:
—El hermano del señor Felipe vendrá para la ocasión.
Mi corazón dio un vuelco, aunque no entendí por qué.
—Oh… ¿Erick?
-Si. No lo conozco mucho, pero dicen que es un hombre… interesante.
No supe qué responder, así que solo asentí con una sonrisa educada.
Lucía se retiró, dejándome sola con mis pensamientos.
Erick.
Era un nombre que no había pronunciado en años, pero que de pronto sentí que me marcaba la piel.
Lo recordaba vagamente, de aquella vez en que lo vi cuando tenía once años. En ese entonces, no le presté demasiada atención. Solo era el hermano de Felipe, alguien mayor que yo y con una vida completamente diferente.
Pero ahora… ahora algo me decía que su llegada cambiaría las cosas.
Sacudí la cabeza, riéndome de mis propios pensamientos. Estaba exagerando.
Opté por tomar una ducha el viaje había sido muy largo y estaba un poco cansada.
Suspiré y me despojé lentamente de la ropa, dejando caer cada prenda al suelo. Caminé hasta la ducha y abrí el grifo, dejando que el agua fría recorriera mi piel.
—Dios… —susurré al sentir el alivio inmediato.
Cerré los ojos y dejé que el agua deslizara por mi cuerpo, relajando cada músculo tenso. Me quedé así varios minutos, disfrutando de la sensación de limpieza y frescura. Cuando salí, envolví mi cuerpo con una toalla y caminé descalza hasta mi armario. Escogí un vestido ligero, color rosa pastel. Era fresco y cómodo, perfecto para la cena familiar.
Me cepillé el cabello y lo dejé suelto, permitiendo que cayera en ondas suaves sobre mis hombros. Me miré en el espejo. No podía negar que había cambiado mucho en estos años. Mis curvas eran más pronunciadas, mi rostro más maduro… pero en mis ojos color miel seguía reflejándose la misma esencia de la niña que había sido.
Bajé las escaleras con tranquilidad y encontré a mi madre ya sentada en la mesa, lanzándome miradas de amor.
—Siempre hermosa, hija mía —comentó con orgullo.
Sonreí.
—Gracias, mamá.
Felipe se sentó en la cabecera y sirvió un poco de vino en su copa.
—Camila, como sabrás, en unos días es nuestro aniversario —dijo de repente, mirándome con calma—. Y haremos una gran fiesta con amigos, socios del trabajo y algunos familiares.
Asentí con interés.
—Eso suena genial. Seguro a mamá le encantará.
Ella rio suavemente.
—Claro que sí. Estoy muy emocionada. Será un evento hermoso.
Felipe alarmadamente y tomó un sorbo de su vino antes de continuar.
—Mañana llegará mi hermano Erick. Se instalará aquí por unos días.
Mi madre me miró con expectativa.
—¿Te acuerdas de él, cariño?
Fruncí un poco el ceño, recordando.
—Creo que lo vi un par de veces antes de irme al internado.
Felipe asistió.
—Sí, eso fue hace años. Ahora es un hombre muy ocupado con su empresa, pero vendrá especialmente para la celebración. Se quedará en la habitación junto a la tuya.
—Oh… —dije sin darle mucha importancia—. Está bien, después de todo, esta es su casa. Puede hacer lo que quiera.
Felipe asintió, satisfecho con mi respuesta.
Después de la cena, sentí la necesidad de despejarme un poco. Salí al jardín y caminé lentamente entre los árboles, disfrutando de la brisa nocturna. La finca era impresionante. A lo lejos, se escuchaban los sonidos de los caballos en los establos y el murmullo de los trabajadores terminando sus tareas.
Mientras recorría el terreno, un joven se acercó a mí con una sonrisa amigable.
—Buenas noches, señorita —saludó con respeto—. ¿Se puede saber qué hace tan sola por aquí?
Me detuve y lo miré con curiosidad. tener parecía mi edad. Tenía el cabello castaño y los ojos claros, una expresión relajada en su rostro.
—Hola, me llamo Camila —me presenté con naturalidad—. Llegué hoy y no tuve tiempo de conocer el lugar, así que decidí dar un paseo.
El chico avanza con comprensión.
—Ah, claro. Soy Máx. Trabajo aquí con mi padre en la finca.
—Muchas gracias, Max.
—Si quiere, puedo darle un recorrido más completo por la finca cuando guste.
Sonreí ante su amabilidad.
—Me encantaría.
Después de un breve intercambio de palabras, nos despedimos y regresamos a la casa. Me acosté y me quedé dormida rápidamente.
El sol aún no había terminado de salir del todo cuando abrí los ojos. La costumbre de levantarme temprano seguía intacta, incluso después de haber regresado a casa. Me estiré lentamente, sintiendo la frescura de la mañana y disfrutando de la tranquilidad del ambiente.
Después de una rápida ducha, escogí un vestido de verano en tono beige, ligero y cómodo, ideal para desayunar al aire libre. Me recogí el cabello en una coleta alta y bajé las escaleras, donde una de las criadas ya me esperaba con una sonrisa amable.
—Buenos días, señorita Camila. Hemos preparado su desayuno en el jardín, como lo pidió.
—Muchas gracias, Clara. Aprecio mucho su esfuerzo —respondí con sinceridad.
Ella avanzando con humildad, acompañándome hasta el lugar donde ya estaba todo dispuesto.
La mesa de desayuno estaba colocada en una parte del jardín rodeada de flores silvestres y con una vista espectacular hacia los campos de la finca. El aroma a café recién hecho y pan recién horneado impregnaba el aire, haciéndome sentir en un pequeño paraíso privado.
Suspiré con placer al tomar la primera taza de café y contemplé la paz de la mañana… hasta que un ruido llamó mi atención.
A lo lejos, un auto deportivo de color n***o se acercaba por el camino de piedra que conducía a la casa. Su motor rugía con potencia antes de detenerse con precisión en la entrada principal. En cuestión de segundos, varios empleados se acercaron para atender al recién llegado.
Mi curiosidad aumentó cuando la puerta del coche se abrió y de él bajó… él.
Un hombre alto, de tez fuerte y perfectamente esculpida, con el cabello n***o ligeramente despeinado y una mandíbula firme y marcada. Vestía con un estilo casual, pero que de alguna manera lo hacía lucir como un modelo sacado de una portada de revista: unas bermudas de jeans rotas y una remera blanca que se pegaba a su torso, resaltando cada músculo.
Tragué en seco.
Dios... es un maldito dios griego.
No podía apartar la vista de él. Desde esta distancia, pude notar la seguridad en su postura, la forma en que miraba alrededor con expresión analítica, como si todo le perteneciera. Pero lo que me hizo contener la respiración fue cuando, de repente, giró la cabeza en mi dirección y su mirada se encontró con la mía.
Mi corazón se saltó un latido.
A pesar de la distancia, sentí el peso de sus ojos oscuros recordándome con curiosidad. No aparte la vista, aunque todo mi cuerpo gritaba que lo hiciera. Finalmente, Erick desvió la mirada y siguió su camino al interior de la casa, como si no hubiera pasado nada.
Yo, en cambio, tuve que inhalar profundamente y tomar un sorbo de café para recuperar la compostura.
—Diablos… —susurré, notando lo acelerada que estaba mi respiración.
Sacudí la cabeza, tratando de centrarme en mi desayuno. No podía ser. Apenas había llegado y ya estaba así por un hombre al que ni siquiera conocía bien.
Contrólate, Camila.
Después de terminar mi desayuno, decidí entrar a la casa mientras leía un libro. Caminaba con tranquilidad, sumergida en las páginas, sin prestar demasiada atención al camino… hasta que choqué con algo sólido y fuerte.
—¡Ah! —exclamé, perdiendo el equilibrio.
Antes de que mi cuerpo tocara el suelo, unos brazos firmes me sujetaron con rapidez, sosteniéndome con facilidad contra un pecho cálido y musculoso.
—Cuidado, preciosa —susurró una voz grave y aterciopelada junto a mi oído—. No querrás dañar esa obra de arte que trae allí atrás.
Mi piel se erizó al instante.
Levanté la vista y me encontré con los ojos oscuros y penetrantes de Erick. Su mirada tenía un brillo divertido, pero había algo más en ella… algo intenso.
Oh, por Dios.
Mis mejillas ardieron al comprender el significado de sus palabras. ¿Acaso me estaba diciendo que mi trasero era una obra de arte?
Intenté decir algo, pero en ese momento, mi madre y Felipe entraron en la sala.
—¡Vaya! —exclamó mi madre con una sonrisa al notar la escena—. Ya se han conocido.
Erick me soltó con suavidad, pero no se alejó demasiado.
—Se podría decir que sí —respondió con una media sonrisa, mirándome con interés.
Felipe intervino con tranquilidad.
—Erick, ella es Camila, la hija de Marta. Llegó ayer.
Los ojos de Erick brillaron con algo que no pude descifrar del todo. Me recorrió de pies a cabeza con la mirada, sin ninguna prisa, como si estuviera evaluando cada detalle de mi apariencia.
—Así que eres la pequeña Camila… —musitó.
—No tan pequeña ahora —comentó mi madre con orgullo.
Él se acercó con un gesto de aprobación.
—Definitivamente ha cambiado.
¿Era mi imaginación o su voz había bajado de tono al decir eso?
Intenté no dejarme afectar, pero su presencia era abrumadora. Su perfume, una mezcla de madera y notas especiadas, flotaba en el aire, envolviéndome sin permiso.
—Es un gusto conocerte de nuevo, Camila —dijo extendiéndome la mano.
Tragué saliva y la tomé. Su mano era grande, fuerte, cálida… y el contacto me hizo sentir un ligero cosquilleo en la piel.
—Igualmente, Erick —respondí, esperando que mi voz sonara firme y no delatara lo acelerado que estaba mi corazón.
Nos quedamos en silencio por unos segundos, hasta que Felipe rompió el momento.
—Bueno, Erick. Camila ha estado muchos años fuera. Seguramente tendrán muchas cosas de qué hablar, pero primero quiero charlar con mi sofisticado hermano que no me ha hablado en meses.
Erick sonrió de lado.
—Oh, estoy seguro de que sí, vamos.
Me miró con algo más que simple curiosidad antes de soltar mi mano lentamente.
—Nos veremos más tarde, Camila —dijo con voz profunda antes de desaparecer escaleras arriba siguiendo a Felipe.
Yo me quedé ahí, sintiendo aún el calor de su piel en la mía.