1 El punto de quiebre
Capítulo 1: El Punto de Quiebre
Bea estaba de pie frente a la ventana. Las cortinas apenas dejaban pasar la luz del atardecer, tiñendo la habitación con una tenue tonalidad anaranjada. Afuera, el mundo seguía girando, indiferente a la tormenta que se desataba dentro de ella. Su pecho subía y bajaba al compás de una respiración entrecortada. Sentía que el aire le faltaba, como si el peso de lo que estaba a punto de decirle a Ale estuviera apostado dentro de su cuerpo, anclado a sus huesos, impidiéndole moverse con libertad.
Escuchó la puerta abrirse, el sonido de sus pasos sobre el suelo de madera. Su corazón latió con fuerza.
Ale entró con su andar cansado, una bolsa de pan bajo el brazo, ajeno al abismo que los separaba. Su expresión era la de siempre: agotado, pero con esa tranquilidad de quien cree que todo seguirá igual al día siguiente. No había en su rostro señales de sospecha, no imaginaba que ese instante sería el punto de inflexión, el momento en que todo cambiaría para siempre.
—¿Qué pasa? —preguntó al verla tan seria.
Bea tragó saliva. Su boca se abrió, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Quiso hablar, pero su voz se quebró antes de empezar. Se obligó a hacerlo.
—Siéntate, Ale… por favor.
Su tono era firme, pero teñido de una tristeza palpable. Ale dejó la bolsa en la mesa y se sentó con lentitud, sus cejas frunciéndose con preocupación. Su mirada buscó respuestas en los ojos de Bea, pero lo único que encontró fue un océano de dolor contenido. Bea cruzó los brazos sobre su pecho, como si así pudiera contenerse, pero sus lágrimas empezaron a rodar sin control.
—No puedo más, Ale —dijo en un susurro quebrado, como si cada palabra le costara la vida—. No puedo seguir así.
Él se inclinó hacia adelante, queriendo acercarse, pero Bea alzó una mano para detenerlo.
—Déjame hablar —pidió, su voz temblorosa pero decidida—. Por favor, déjame decirlo todo porque, si no lo hago ahora, no voy a poder.
El silencio que se instaló entre ellos era denso, casi insoportable. Ale tragó saliva y asintió.
Bea respiró hondo, intentando calmar el temblor de su cuerpo, pero era imposible.
—Te amo, Ale. Dios sabe cuánto te amo, pero estoy agotada. Estoy rota. He pasado años, años, rogándote que cambies, que te cuides, que pienses en nosotros, en nuestra familia. Y aquí estamos, otra vez, después de otro susto, después de otro infarto… y nada cambia.
La voz de Bea se quebró en un sollozo. Se cubrió el rostro con las manos por un momento, tratando de encontrar fuerzas en medio del dolor que la consumía.
—¿Sabes lo que sentí cuando te vi ahí, en esa cama de hospital? —preguntó, su voz ahogada en lágrimas—. Pensé que te perdería. Pensé que ese sería el último día de mi vida contigo.
Ale cerró los ojos, sintiendo cómo esas palabras le atravesaban el pecho.
—Pero no fue solo miedo, Ale —continuó Bea—. Fue enojo. Fue rabia. Porque no es la primera vez. Porque ya hemos estado en este punto antes y tú… tú sigues actuando como si no pasara nada.
—No es que no me importe… —intentó decir él, pero Bea lo interrumpió.
—¡Sí lo es! —exclamó, su tono cargado de frustración—. Si te importara, habrías cambiado hace mucho. Si te importara, no seguiríamos aquí, en este mismo punto, teniendo esta misma conversación.
Ale apretó los puños sobre sus rodillas, sintiéndose acorralado, sintiendo que cada palabra de Bea era una verdad innegable.
—No es falta de amor, Ale —dijo ella, más serena, pero con el mismo dolor en la voz—. Es que estoy cansada de remar sola. Estoy cansada de rogarte que cuides tu vida cuando parece que no te importa. ¿Sabes cuánto duele ver cómo te destruyes mientras yo trato de mantener todo en pie?
Su voz se alzó, temblorosa. Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no intentaba detenerlas.
—He pasado años acumulando tristeza, enojo, frustración. Y cada vez que tienes una crisis, me convences de que cambiarás, de que todo será diferente, pero nunca es así. Nunca.
Ale bajó la mirada. No podía sostener la intensidad de su dolor, de su verdad.
—Nuestros hijos no merecen esto, Ale. No merecen ver a su padre deteriorarse por pura irresponsabilidad. No merecen vivir con el miedo constante de que un día no despiertes.
Las palabras lo golpearon con más fuerza que cualquier otra cosa. Sus hijos. Sus hijos lo habían visto en la cama del hospital, lo habían abrazado con miedo en los ojos. ¿Cómo podía haberles hecho eso?
Bea dio un paso hacia él, señalándolo con un dedo tembloroso.
—¿Sabes cuántas veces te lo he dicho? ¿Cuántas veces hemos hablado de la diabetes, de la hipertensión, de lo peligroso que es seguir como estás? ¿Y qué haces? Te burlas, dices que exagero, que "no pasa nada". ¡Pero sí pasa, Ale! Y estoy harta de ver cómo te destruyes.
Ale se llevó las manos a la cabeza.
—No es que no me importe, Bea… Yo…
—¡Entonces demuéstramelo! —lo interrumpió, su voz quebrada por el llanto—. Porque tus palabras ya no significan nada. Ya no puedo creer en promesas vacías.
Se abrazó a sí misma, como si intentara sostenerse en pie a pesar del peso de su propio dolor.
—Me duele más de lo que puedes imaginar, pero ya no puedo seguir así. Mi cuerpo, mi mente, mi salud… todo ha pagado el precio de tu descuido. He estado a tu lado en cada recaída, en cada susto, en cada momento en el que pensé que te perdía. Pero, Ale… no puedo seguir perdiéndome yo también.
Ale se levantó de golpe, desesperado.
—Por favor, Bea. No hagas esto. Dame otra oportunidad.
Ella negó con la cabeza.
—No es falta de amor, Ale. Es porque TE AMO que ya no puedo seguir viendo cómo te destruyes. Es porque te amo que tengo que dejarte ir, para que aprendas a cuidarte.
Su voz bajó a un susurro.
—Te dije que si no cambiabas, elegiría mi salud. Y eso estoy haciendo.
Ale sintió que el aire lo abandonaba. Todo su mundo se estaba derrumbando y él no podía hacer nada para detenerlo.
—Lo siento tanto, Bea… —murmuró, su voz apenas un eco de su desesperación—. No sabes cuánto lo siento.
Ella asintió, pero no respondió. Lo observó recoger su bolso, abrazar a sus hijos, despedirse con lágrimas en los ojos. Cuando cruzó la puerta, Bea cayó de rodillas, ahogada en sollozos, sintiendo que su corazón se partía en mil pedazos.
Fue mi punto de quiebre.
A veces, amar significa dejar ir.
Pero eso no hacía que doliera menos.
Bea permaneció en el suelo, abrazándose a sí misma mientras su pecho subía y bajaba en un intento inútil por recuperar el aliento. El eco de la puerta cerrándose seguía retumbando en su cabeza, como el golpe final de una historia que se negaba a aceptar.
Las sombras del atardecer se alargaban en la habitación, arrastrando consigo los recuerdos de tantos años de lucha, de amor y frustración, de esperanza y decepción. Bea pasó una mano temblorosa por su rostro, limpiando las lágrimas que seguían cayendo sin control.
Miró alrededor. La mesa aún tenía la bolsa de pan que Ale había dejado. El aire cargado con su presencia todavía flotaba en el ambiente. Pero él ya no estaba. Y no sabía si volvería a estar.
Se llevó las manos al pecho, tratando de contener el dolor que la desgarraba desde adentro. ¿Había hecho lo correcto? ¿Podría vivir con su decisión?
Entonces pensó en sus hijos. En sus noches en vela esperando que Ale regresara de urgencias. En su propio reflejo en el espejo, cada vez más cansado, más apagado.
Sí. Había hecho lo correcto.
Pero el amor, cuando se rompe, nunca deja de doler.