El precio del apellido

3547 Words
Marcela apareció radiante frente a la prensa, vestida con sobriedad y elegancia, con esa sonrisa media que confundía a todos menos a Michael. Él sabía bien lo que significaba: Marcela estaba vengándose, usando la exposición pública como un bisturí afilado. Cuando le preguntaron por los rumores sobre su padre, ella tomó el micrófono sin titubear. —Mi progenitor biológico jamás tuvo nexos conmigo ni con mi madre —declaró con voz firme, sus ojos azules atravesando a las cámaras como dagas—. Renunció a sus derechos en un contrato que él mismo firmó. Lo único que le interesó siempre fue mi inmensa fortuna, fortuna que mi madre jamás le dejó… ni un solo centavo. El silencio fue absoluto por unos segundos. Después, el murmullo de la prensa explotó en ráfagas de preguntas, flashes y grabadoras encendidas. Marcela se mantuvo imperturbable, dejando claro que el apellido Cantoral no tenía cabida en su vida ni en su linaje. Michael la miraba de reojo, fascinado y cauteloso a la vez. Reconocía en ella a la estratega implacable, la heredera que convertía la humillación de su pasado en un espectáculo público donde solo ella salía vencedora. Aquella sonrisa media era la señal inequívoca de que Marcela había dado el primer golpe… y no habría vuelta atrás. La declaración de Marcela recorrió los titulares en cuestión de horas. No era solo un desmentido, era un golpe público que quemaba cualquier resto de legitimidad de José María Cantoral. Mientras en la capital las portadas hablaban de “La marquesa que reniega de su padre”, en la mansión decadente donde José María y Claudia sobrevivían entre deudas y el veneno de la humillación, el ambiente se volvió un infierno. José María se levantó de golpe al ver la transmisión repetida en televisión. Su rostro, enrojecido por la furia y el alcohol, se deformó de rabia: —¡Esa maldita ingrata! ¡Esa…! —gritó, lanzando el vaso contra la pared, que se hizo añicos como sus últimos restos de orgullo. Claudia lo miraba desde un rincón, con ojos fríos y temerosos, mientras Elena, la madre de David, que también compartía el techo como un parásito más, soltaba una carcajada venenosa: —¿Qué esperabas, José María? Esa niña nunca te reconoció. Y ahora, menos que nunca. Te borró del mapa, como a un perro callejero. Los gritos se mezclaron con los rumores que ya circulaban por todas partes: periodistas acampando frente a la ruinosa casa, vecinos señalando, r************* devorando cada palabra de Marcela. El mundo ardía en comentarios, especulaciones y escándalo. Marcela, en su mansión iluminada y segura, recibía la avalancha de titulares con calma. Con su media sonrisa, servía una copa de vino azulada por el reflejo de sus ojos, y pensaba: Que el mundo arda. Que sepan de dónde vengo y que jamás me arrodillaré ante esa miseria. Michael, a su lado, no podía evitar admirarla, pero también presentía que cada movimiento de Marcela era una declaración de guerra, no solo contra José María… sino contra cualquiera que se atreviera a subestimarla. Adrien Tissot cerró con violencia el portátil, haciendo que la copa de whisky en la mesa temblara y derramara unas gotas ámbar sobre el mármol n***o. La pantalla aún mostraba la imagen de Marcela, radiante y firme en su declaración pública, apagando de un solo golpe el escándalo que él había encendido. Su plan, diseñado para erosionar su imagen, había terminado por fortalecerla. —Maldición… —masculló entre dientes, con una sonrisa torcida que no lograba ocultar la rabia. En lugar de debilitarla, la estrategia había colocado a Marcela en el centro de todas las miradas, como una mujer poderosa, intocable, casi mítica. Y lo peor: al lado de Michael. Adrien apretó el vaso en la mano con tanta fuerza que el cristal crujió. En su interior, hervía una obsesión creciente. No era solo odio hacia su primo. Era el magnetismo que sentía hacia Marcela, una atracción malsana, febril, que lo mantenía despierto por las noches. Esa mujer de mirada azul imposible, de cabello rojizo que parecía arder bajo la luz, se le había incrustado en el pensamiento. Se acercó al ventanal, observando la ciudad desde las alturas, y susurró: —Marcela Vallejo… tarde o temprano vas a mirarme a mí, no a Michael. Mientras tanto, en la penumbra de su oficina privada, ya comenzaba a trazar un nuevo plan. Si la prensa no había bastado, sería el peligro físico el que se interpusiera entre Michael y la vida perfecta que estaba construyendo con Marcela. Un accidente “inesperado”, un viaje truncado, un error mínimo que nadie sospecharía. La idea se fue afilando como un cuchillo en su mente. Y lo más retorcido era que, mientras planeaba la caída de Michael, en paralelo tejía un escenario donde él se convertiría en el supuesto salvador de Marcela. Adrien no quería únicamente destruir. Quería poseer. Y esa obsesión empezaba a consumirlo. a oficina de Adrien Tissot estaba envuelta en penumbra. No había luz más allá del resplandor que entraba por las grandes ventanas de cristal, iluminando apenas las líneas angulosas de su rostro. Había pasado horas observando el dosier que reposaba sobre la mesa: fotografías de Michael y Marcela juntos, sonriendo en eventos, en la prensa, en portadas internacionales. Esa imagen de perfección lo devoraba por dentro. Un rencor helado se entrelazaba con una ansiedad enfermiza que lo devoraba. Adrien no podía sacarse a Marcela de la cabeza. Cada movimiento suyo en los titulares, cada fotografía con Michael, lo taladraba como una afrenta personal. No era solo deseo, ni simple ambición: era una obsesión que lo consumía, un anhelo de poseer lo que jamás debió escapar de sus manos. Marcela no era únicamente la prometida de su primo, ni la heredera Vallejo que ahora deslumbraba al mundo. Para Adrien, ella era un desafío vivo, un diamante indomable que lo retaba con cada mirada gélida y con esa seguridad que le helaba la sangre. Y cuanto más se mostraba inaccesible, más se convencía de que el único capaz de quebrar esa coraza era él. Apagó el cigarro en un cenicero de cristal y presionó un botón discreto bajo el escritorio. Al cabo de unos minutos, entró un hombre alto, de traje oscuro, rostro pétreo y movimientos medidos. Nadie lo conocía públicamente, y ese era el punto. Adrien lo había traído desde las cloacas del mercado internacional de favores sucios: Leclerc, un especialista en “resolver problemas” con discreción quirúrgica. —Gracias por venir —dijo Adrien, con esa calma venenosa que lo caracterizaba—. Necesito que mi primo… deje de ser un obstáculo. Leclerc no se inmutó, solo arqueó una ceja. Adrien deslizó hacia él una carpeta sellada en cuero n***o. Dentro había itinerarios de vuelos, planes de viaje a Asia, rutas de seguridad, y hasta información de la escolta privada de Michael. —Nada de sangre evidente. No quiero titulares de un asesinato —añadió Adrien, sirviéndose otro trago de whisky—. Quiero un accidente, un golpe que parezca obra del destino. Leclerc hojeó los documentos con profesionalismo. —Un fallo mecánico en el avión. Una explosión “espontánea”. O una emboscada camuflada como robo en el extranjero. Usted elige. Adrien sonrió, esa sonrisa torcida que anunciaba catástrofes. —El avión. Michael confía en sus viajes como si fueran su templo. Rompamos ese templo y veremos cómo cae. Un silencio espeso llenó la habitación. Adrien se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa, sus ojos encendidos por una mezcla de odio y obsesión. —Pero recuerda esto, Leclerc: ella… Marcela… debe salir ilesa. Intacta. Incluso si está cerca, no debe rozarle ni una chispa. El hombre asintió con un gesto lento, tomando la carpeta. —Entendido. Será invisible. Y cuando suceda, todos lo llamarán destino. Cuando la puerta se cerró, Adrien quedó solo en su despacho. Caminó hasta el ventanal y apoyó la frente contra el cristal frío. En su mente, veía la cara de Marcela, imaginaba su mirada azul fija en él, suplicando, necesitando. Esa fantasía enfermiza lo mantenía en pie. —Michael, primo mío —murmuró con voz helada—. Disfruta tus días. Porque pronto serás nada más que un recuerdo. Y cuando caigas… yo seré quien la sostenga. La ciudad brillaba bajo él, indiferente a la conspiración que acababa de sellarse en las sombras. Adrien, sin embargo, sentía que ya había dado el primer paso para alterar el destino de todos. El despacho de Adrien Tissot estaba en penumbra. Solo el resplandor tenue del skyline nocturno iluminaba su rostro crispado. Frente a él, los titulares ardían en las pantallas: “Marcela Vallejo desarma el escándalo con una sola declaración” — “El compromiso Tissot-Vallejo, más fuerte que nunca”. Su mandíbula se tensó hasta dolerle. La copa de coñac que sostenía se hizo añicos entre sus dedos. —Siempre se sale con la suya —murmuró, mirando su propio reflejo deformado en el vidrio roto—. Pero esta vez no, preciosa. No era solo venganza. Era una pulsión retorcida. En su mente, Marcela era una obra maestra que debía pertenecerle, aunque fuera a la fuerza. Michael había sido un error, un obstáculo, una sombra que debía desaparecer. Adrien caminó hacia su escritorio, abrió una carpeta negra y marcó un número encriptado. La voz al otro lado respondió en un tono metálico y neutral: —¿Objetivo? —Michael Tissot —respondió él, con un deje de placer venenoso—. Y asegúrate de que parezca un accidente. El silencio posterior fue casi sensual. El tipo al otro lado entendió sin más palabras. El contrato había comenzado. Mientras tanto, en su mansión, Marcela Vallejo contemplaba desde el balcón el horizonte urbano. Llevaba una bata color marfil, el cabello suelto cayendo como una cascada cobriza sobre sus hombros. Sus ojos azules, fijos en el vacío, parecían ver más allá de las luces y los rascacielos. Un escalofrío cruzó su cuerpo. No sabía por qué, pero el aire se había vuelto denso, como si la sombra del pasado quisiera tocarla otra vez. Recordó —como un relámpago— el sonido metálico de un avión cayendo, el fuego, el olor a queroseno y su propio grito atrapado entre las llamas. Michael estaba en su oficina, planeando su viaje al extranjero. Y ella… simplemente sabía que no debía dejarlo subir a ese avión. Sin embargo, antes de poder advertirlo, recibió un mensaje cifrado. Una fotografía borrosa: Michael junto a Adrien en un evento del pasado, con una nota anónima que decía: “El fuego siempre regresa al origen.” Marcela apretó el teléfono con fuerza, sin perder la compostura. Sabía perfectamente lo que eso significaba: la historia estaba repitiéndose. Marcela no era una mujer que creyera en las coincidencias. La nota anónima, la imagen borrosa, la sensación de amenaza flotando en el aire… todo encajaba en un patrón que solo alguien con su mente fría y memoria de dos vidas podía ver. Se sirvió una copa de vino tinto —su ritual cuando el instinto le advertía peligro— y marcó el número de Michael. —¿Aún piensas volar mañana? —preguntó sin rodeos. —Sí. Tengo la junta con los directivos de Osaka. —No vas a ir —dijo, firme. —¿Qué? —Te lo repito, Michael. No vas a subirte a ese avión. El silencio del otro lado fue largo. Michael conocía ese tono: era el mismo que usaba en las reuniones cuando estaba a punto de demoler a un adversario. —¿Qué sabes, Marcela? —Todo lo suficiente para no volver a verte envuelto en llamas. —Sus ojos azules reflejaron un fuego helado—. Están planeando tu muerte, y Adrien está detrás. Michael se levantó de su asiento. No dudó. Si ella lo decía, era verdad. —Entonces haremos algo mejor —respondió, con una media sonrisa—: que crean que ganaron. Marcela lo miró fijamente, calculando. —Una trampa. —Una trampa —confirmó él—. Pasaron toda la noche diseñando el plan. La luz dorada de las lámparas iluminaba los documentos, los itinerarios, los correos filtrados, las rutas de vuelo. Marcela movía las piezas como si fuera un tablero de ajedrez: su inteligencia quirúrgica guiaba cada paso. —Habrá un vuelo a las 9:45, el T-717 —explicó ella—. Pero tú no estarás en él. —Entonces… —Subirá tu asistente, con tu pasaporte y ropa. Nadie lo notará. Los medios estarán esperándote en la terminal privada, y las cámaras de seguridad mostrarán tu “embarque”. Michael la observó fascinado. —Eres brillante, Marcela. —No. Soy precavida —respondió con una calma que cortaba el aire—. En mi otra vida, ese vuelo estalló. No voy a dejar que pase otra vez. A la mañana siguiente, el plan se puso en marcha. El aeropuerto privado estaba custodiado por periodistas y guardaespaldas. Michael saludó a distancia, subió por la rampa metálica con el abrigo alzado, y desapareció en el avión… o al menos eso creyeron todos. Horas después, el jet explotó sobre el mar. Las noticias estallaron en todo el mundo: “Michael Tissot muere en trágico accidente aéreo.” Marcela observó los titulares con expresión impasible, sosteniendo su taza de té. A su lado, en una habitación oculta de su mansión, Michael aparecía vivo, con el rostro cubierto por la penumbra. —Parece que el juego ha comenzado —dijo él, con una mezcla de ironía y furia contenida. —Oh, no —replicó Marcela, apartando la mirada de la pantalla—. El juego acaba de invertirse. Ella sabía que Adrien mordería el anzuelo. Que celebraría demasiado pronto. Y cuando lo hiciera… entonces caería. La noticia cayó como una bomba en los titulares de todo el mundo. “TRAGEDIA EN LOS ALPES: AVIÓN PRIVADO DEL EMPRESARIO MICHAEL MAYER TISSOT HENDRICH DESAPARECE EN VUELO.” Las cadenas internacionales interrumpieron su programación habitual. Los presentadores, con rostros serios y voces dolidas, relataban el suceso como si narraran la muerte de un monarca. El jet de Michael había desaparecido del radar a las 22:47 horas, poco después de despegar desde Ginebra con rumbo a Nueva York. Las imágenes mostraban a rescatistas peinando una zona montañosa cubierta de nieve y niebla. Restos metálicos, trozos de fuselaje ennegrecido, y una bufanda azul —idéntica a la que Michael solía usar— se convirtieron en el símbolo de la tragedia. Las r************* se inundaron de mensajes. Algunos lamentaban la pérdida del “último heredero Tissot”. Otros, más fríos, especulaban sobre la herencia, los seguros, las alianzas corporativas y las manos invisibles que se moverían entre bastidores. Pero el mensaje que más se viralizó fue el de Marcela Vallejo Alcázar, vestida de n***o riguroso, su rostro pálido y sereno, mirando directamente a las cámaras en una rueda de prensa: —Michael no era solo mi prometido. Era mi destino. Y les juro… —hizo una pausa, dejando que las lágrimas brillaran justo lo necesario— …que su nombre no será profanado por la mentira ni el poder. El mundo entero lloró con ella. Adrien, desde su penthouse en Londres, sonrió. La copa de coñac en su mano temblaba ligeramente, pero no de culpa, sino de euforia. Por fin. Michael Mayer Tissot Hendrich ya no existía. La prensa lo elevaba como un mártir, y él, Adrien, podía respirar. Podía mover las piezas del tablero sin la sombra de aquel nombre que lo eclipsaba. —Brillante, Marcela… —susurró frente a la pantalla, observando su imagen—. Ni tú pudiste salvarlo. El humo del cigarrillo ascendía como incienso sobre un altar de victoria. Esa noche durmió por primera vez en semanas. Los pensamientos que antes lo atormentaban se desvanecieron. La obsesión enfermiza que lo había devorado se calmó bajo la ilusión del triunfo. No sospechó nada cuando las cámaras mostraron el ataúd cerrado, cubierto con flores blancas y la insignia familiar Tissot grabada en plata. No sospechó que los restos en su interior no pertenecían a Michael. Porque la trampa había comenzado mucho antes del vuelo. Marcela y Michael, alertados por una filtración anónima —una conversación interceptada entre Adrien y su “contacto”—, habían orquestado la mentira más peligrosa de sus vidas. El avión privado fue reemplazado en secreto por otro idéntico, y el plan original alterado a última hora. Un cuerpo sin identidad, quemado más allá del reconocimiento, fue hallado entre los escombros. Bastó un reloj grabado con las iniciales M.M.T.H. y una cadena de ADN manipulada para sellar la farsa. Mientras Adrien brindaba por la muerte de su enemigo, Michael —vivo, oculto, observando— vio cómo el mundo lo enterraba. Y en medio del teatro mediático, Marcela permaneció impecable, con su duelo estudiado al milímetro, sus apariciones calculadas, su silencio cargado de poder. Esa noche, cuando la prensa la dejó sola, se acercó al espejo, se quitó el velo y murmuró: —Ya mordió el anzuelo, Michael. Una voz al otro lado del teléfono respondió con calma: —Entonces comienza la segunda parte. Michael Mayer Tissot Hendrich estaba vivo. Y Adrien, en su soberbia, acababa de abrir la puerta a su propia destrucción. El aire en la sala de prensa olía a flores marchitas y a cámaras encendidas. Marcela Vallejo Alcázar caminó lentamente hasta el atril, vestida de n***o absoluto, con un velo de encaje cubriéndole el rostro y una serenidad que no parecía humana. La multitud se levantó apenas la vio. Cada movimiento suyo, cada gesto, era medido, ensayado, perfecto. Afuera, los flashes creaban una tormenta de luz. Adentro, solo se oía el murmullo contenido de los periodistas, esperando verla derrumbarse. Pero Marcela no lloraba. No temblaba. Era la imagen misma del control y la tragedia. —Hoy no hablo como la prometida de Michael Mayer Tissot Hendrich —dijo, con voz suave y firme—, sino como la mujer que aprendió de él que el deber hacia la verdad es más fuerte que el dolor. Un silencio absoluto llenó el recinto. —Sé que el mundo está de luto —continuó—. Pero mi deber es mantener su legado vivo. Michael no fue solo un nombre en los periódicos. Fue un hombre de principios, un heredero digno de su apellido y un soñador que creyó que el poder no debía destruir, sino proteger. Sus ojos se alzaron hacia las cámaras, brillando con lágrimas perfectamente dosificadas. —Yo lo amé —susurró—. Y ese amor no muere con los cuerpos. Los aplausos fueron inmediatos. Las redes explotaron con titulares: “La fortaleza de Marcela Vallejo conmueve al mundo”, “La prometida del magnate jura continuar su legado”. Era el papel de su vida. Y lo interpretaba con un talento que ni los siglos podrían igualar. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, Adrien Delacroix veía la transmisión desde su despacho, recostado en un sillón de cuero. Una copa de champaña en una mano, una sonrisa peligrosa en los labios. —Bravo, mi amor —murmuró frente a la pantalla—. Ni una actriz del viejo cine europeo podría fingir tanto dolor con tanta elegancia. El cristal de la copa tintineó al brindar consigo mismo. Se sentía invencible. El tablero estaba limpio. Michael muerto, Marcela rota y el apellido Tissot, por fin, sin su sombra. Todo encajaba como una sinfonía que él mismo había compuesto. Los periódicos hablaban de su discreción, de su apoyo a la “viuda de Tissot”. Las cámaras lo captaron saliendo de una iglesia en París, dejando discretamente un ramo de lirios blancos. “Un gesto noble”, decían los comentaristas. Nadie veía la ironía en sus ojos. Esa noche, Adrien cenó solo, rodeado de los retratos de su linaje francés. —El mundo, al fin, vuelve a su orden natural —dijo en voz baja—. Marcela Vallejo, despojada y vulnerable. Michael Mayer Tissot, polvo y ceniza. Y yo… —bebió un sorbo lento— yo, Adrien Delacroix, el último en pie. Encendió un cigarrillo, disfrutando del humo que se alzaba como un himno a su victoria. Era un dios contemplando su creación. El hombre que había derrotado a un imperio. No sabía —no podía saber— que en ese preciso instante, Marcela, sola en su habitación, frente al espejo, se quitaba el velo y sonreía apenas, con una mueca que helaría la sangre de cualquiera. La sonrisa de quien ya ha cavado una tumba… pero no para el muerto. Sus dedos rozaron una fotografía de Adrien y Michael en tiempos más jóvenes, aquella donde la amistad era aún posible. La acercó a la vela encendida. El fuego devoró la imagen, y su voz, baja, casi un rezo, se perdió entre las sombras: —Que arda, Adrien. Que todo lo que amas arda contigo. Y en la distancia, en algún punto secreto del mundo, Michael observaba las noticias con una calma helada. —Está funcionando —dijo, apenas audible. Marcela, en su teatro de duelo, y Adrien, en su embriaguez de poder, jugaban exactamente donde él los quería. El funeral de los vivos continuaba. Y el mundo entero no sospechaba que el verdadero espectáculo apenas comenzaba.
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