–Este año te vas a portar bien, ¿verdad, David? –dice el padre a su hijo, que asiente con la mirada clavada en sus zapatillas deportivas–, ¿verdad?
–Sí –dice él en un hilo de voz.
–Tranquilo, profesor, que este se pone las pilas como que me llamo Juan García. ¿A que sí, David?
–Sí, sí –concede el niño.
–Claro que sí. Y si no, ya verás –sentencia su padre.
Trafalgar supone que esta visita inesperada se debe al mal curso que había hecho David el año anterior. Hay muchas posibilidades de que este año repita si sigue en esta dinámica. La trayectoria de este chico parece que le aleja más y más del mundo académico, y Trafalgar, como todos sus profesores, sabe que solo está haciéndole acumular minutos basura. La reunión se alarga aún unos diez minutos llenos de promesas que se incumplirán y pactos en los que nadie cree.
Y eso es lo que hay y lo que ha habido. ¿Por qué, entonces, Trafalgar Martos siente sobre sí la desolación que le infligen dos posibilidades vitales? ¿Por qué lo has hecho? Le ha dicho su madre. Pero ahí no está su madre.
Trafalgar Martos, un tanto desorientado, se despide de Juan García y acompaña a su hijo hasta el aula donde se encuentra Salva, el profesor de sociales, explicando algo mientras señala un mapa de Europa. Invita al niño a entrar y Trafalgar se queda solo en el pasillo, de pie, mirando al vacío, intentando ordenar sus ideas.
01
Son las 12:40 horas del martes 16 de septiembre. Trafalgar Martos yace en una cama del hospital Clínico junto a la cual está sentada su madre. Trafalgar la mira estupefacto porque no puede, en ese instante, mirar nada de otra forma. Tiene todo el cuerpo magullado, el brazo izquierdo escayolado, una aparatosa venda en la cabeza y una madre desolada que no entiende por qué su chiquillo ha intentado darse billete. Esto es así, ayer se hartó y se tiró por el hueco del patio de luces. Y punto.
–¿Qué hora es, mamá?
–La una menos veinte, hijo.
–¿Cuánto rato llevas aquí?
–Una hora, ¿tan largo se te ha hecho?
–¿Y yo? ¿Desde cuándo estoy yo aquí?
–Desde ayer, hijo. Desde ayer –dice ella, acariciándole la mano con cuidado de no moverle la vía. Le mira mirar el espejo que hay frente a su cama, sin verlo. Mirando en realidad al vacío. Y el espejo reflejando la cara de Trafalgar, mirándose fijamente sin verse. Sus ojos marrones y dentro de ellos todas las preguntas del mundo.
Son las 18:40 horas. La pequeña habitación de Trafalgar se encuentra atestada de profesores deprimidos reunidos en torno a la cama del que quizás no esté más deprimido, pero sí tiene peor aspecto. Salva Romero, el profesor de sociales, le ha llevado una caja de bombones en nombre de todos. También están Pepe Méndez, profesor de historia; Julia Sansón, profesora de informática; Iván Escribano, profesor de educación física; y Gala Caruso, la cual, según la perspectiva de Trafalgar Martos, parece compungida, con la mirada vidriosa y titilante clavada en el suelo. El turbulento estado nervioso de la profesora de matemáticas congratula oscuramente al profesor de lengua y literatura, que quiere asociar esos nervios al hecho de que esto le haya pasado a él, y no al dato de que esto le haya pasado a alguien que, sencillamente, tiene el mismo trabajo que ella. Los ojos verdes de Gala. Cuánto de ese verde es de cada una de esas dos posibilidades. Cuánta de esa preocupación es por la idea abstracta de la muerte y cuánta es por él. El cambio de foco es leve pero significativo: verbo o carne. Todas estas disquisiciones, sin embargo, son como moscas aplastándose contra la luna delantera de un coche cruzando a todo gas el desierto de los Monegros. Tal y como toman forma para su perspectiva, se aplastan contra la certeza de que cualquier razonamiento es inútil.
A estas alturas del día, el extraño viaje multiversal que le ocurrió a Trafalgar Martos por la mañana ha quedado encerrado en un marco de alucinación por juguetear con la franja del dolor. Le parece idiota por su parte haber considerado verosímil la posibilidad de que tal cosa hubiese ocurrido de verdad, y esconde la vergüenza entre risas y chistes con sus compañeros de trabajo. Trafalgar, macho, ¿cómo estás? Estoy para lo que quieras. Y yo también. Y yo. Para lo que sea, hombre. Gracias, no hace falta, si estoy estupendo. Es que volver de las vacaciones no le sienta bien a nadie, dice el profesor de sociales.
–No, si mis vacaciones tampoco…
Risas. Trafalgar mira al vacío, serio.
–Me dije, calla, que igual sabes volar y no te habías enterado.
Ningún profesor sabe si tiene que reír o no. Gala le acaricia la cara. Trafalgar se vuelve hacia ella, sorprendido, asustado, agradecido, e infantilmente excitado.
–La próxima vez prueba a intentarlo desde el suelo. A ver si solo te elevas.
Trafalgar, que se había vuelto hacia su voz, se queda unos instantes colgado de su mirada.
–Exacto –interviene Salva–, igual te sale. Igual te puedes impulsar a pedos.
Algunos compañeros ríen. Otros, antes de carcajearse, carraspean hasta que Trafalgar rompe a reír también.
–¿Tú crees? No se me había ocurrido –dice, sin dejar de reírse, Trafalgar.
–Te tomas demasiado a pecho el trabajo, esto te tiene que servir de aviso –dice Julia, la de informática–. ¿Puedo preguntar qué te pasó por la cabeza?
–No.
Silencio incómodo. Trafalgar lo rompe:
–Sí que debería dejar el trabajo. Podría hacer otra cosa. Se me da bien bailar. Igual puedo bailar algo. O igual me puedo impulsar a pedos. Podría ser el primer hombre que se impulsa a pedos. Esa sería una buena manera de ganarme la vida –Trafalgar mira a la profesora de informática, que parece abochornada–, ¿cuánto crees que vale eso?
–No sé –dice ella.
–Eso tiene que valer un montón de kilos de mierda –interviene Salva.
Todos vuelven a reír.
–De todas maneras, seguro que te iría mejor bailando o propulsándote a pedos que jugando al fútbol –continúa el profesor de sociales–. Total, eres un paquete.
–Anda ya. Sabes que soy imprescindible en la zaga –responde Trafalgar.
–Para que nos vapuleen –matiza el profesor de sociales.
Más risas. Más carraspeos.
–Los chavales solo saben que te has tenido que ausentar por motivos personales, y que no volverás hasta dentro de un tiempo –dice Pepe, el profesor de historia.
–¿Y al padre del chico qué le has dicho? –pregunta la profesora de informática.
–Lo mismo. Otra cosa es la película que le quiera contar su hijo.
–¿De quién habláis? –interviene Trafalgar.
–Hoy se ha presentado un padre diciendo que quería hablar contigo –dice Pepe.
–¿Ah, sí? –el corazón de Trafalgar da otro giro sobre su propio eje, el aliento se le corta– ¿De quién?
–David García, de tercero de secundaria.
–Ah.
–Vamos, dejadlo –interrumpe Salva–. No agobiemos al pobre hombre con cosas del trabajo ahora.
Algunas bromas más, comentarios triviales y lugares comunes. Risas. Los profesores deprimidos se van y dejan al s*****a solo en la habitación. Solo y descompuesto y absolutamente aterrado.
03
A las 18:50 horas del martes 16 de septiembre del año 2014 después de Cristo, en Barcelona, ciudad capital de Cataluña, aún una comunidad autónoma de España, por fin (y aún) un país europeo, Gala Caruso y Trafalgar Martos están sentados en la mesa de un bar céntrico de la ciudad con una atmósfera muy romántica. Ella ha pedido un café con hielo. El profesor de lengua y literatura, por su parte, ha pedido un café con leche con la leche del tiempo. Están sentados muy juntos, cogiéndose las manos por debajo de la mesa. En ese justo instante, Trafalgar se percata de toda esta coyuntura y ahoga un grito.
–Tenía ganas de verte a solas –susurra, sonriendo, la profesora de matemáticas.
–Ah, oh –alcanza a decir Trafalgar.
–Muy elocuente –ríe ella.
Gala Caruso mira hacia un lado y hacia otro. Sabe que allí no hay nadie que pueda verles, pero ha hecho el gesto para alimentar un poco más la sensación furtiva que a los dos tanto les gusta. Es burbujeante, es un dulce vértigo. Luego aproxima, poco a poco, su rostro al de Trafalgar que, con el corazón en un hiato, se deja llevar y acerca su boca hasta encontrarse con los labios de Gala.
01
–¿Pero qué…? –dice, metido en una cama del hospital Clínico de Barcelona, Trafalgar Martos a las 18: 52 horas de ese mismo martes–. ¿Qué está… Qué…?
El profesor s*****a mira el reloj colgado en la pared. Lo escruta más con la maravilla de un neófito en la contabilidad temporal que con la necesidad de ubicarse. Sus cálculos no tienen color ni orden. Pasan por su cabeza vendada algunas ideas vagas que no entiende, que no puede aprehender, sobre lo que ha pasado, sobre lo que guarda ese reloj y el sentido de sus agujas. Luego llama a una enfermera. Unos minutos después, aparece una en la habitación.
–¿Sí?
–¿Me puede decir qué día es hoy?
–Martes.
–Martes qué.
–Martes dieciséis.
–Dieciséis de qué.
–De septiembre –suspira ella.
–Acabo de estar con una compañera de trabajo tomando un café.
–Con una compañera es posible, habrá venido a verle, pero usted aún no puede tomar café. Le sentaría mal con la medicación, los sedantes son muy fuertes.
–Aham.
–No tiene buena cara.
–Bueno, ayer me tiré desde un cuarto piso.
–Y mire usted, ahora está aquí.
–Sí.
–¿Desea algo más?
–¿Podría… Podría correr las persianas, por favor? No sé qué día hace.
–Hace un tiempo estupendo. Muy soleado, mire.
–Prefiero los días grises.
–Pues hace un buen día para pasear por el parque.
–Y mire usted, aquí estoy.
–Sí… ¿Algo más?
–No… Nada más… Gracias.
Los sedantes, se dice Trafalgar, tienen que ser los sedantes. Esta mentira parece aliviarle unos segundos, pero sin quererlo empieza a esbozar en su cabeza la tremebunda lucidez que el día anterior le asfixió. El hecho es que Trafalgar es un profesor s*****a de 35 años, 2 meses y 14 días, residente en Barcelona, una ciudad escaparate que se suele poner de cuclillas para que le metan la europeidad por todo El Corte Inglés. Su país es una broma que de un tiempo a esta parte se viene tomando a sí mismo menos y menos en serio y, pese a todo, no encuentra la manera de abrir alguna r*****a en la cúpula de bochorno que la envuelve desde siempre. No hay manera de que España se ventile un poco y deje de oler a habitación cerrada.
Esto es lo que hay, claro. Ahora bien, ¿por qué, mientras veía basura televisiva, tomó la decisión de ponerse punto final? Trafalgar se pregunta qué oscura maquinaria se activó en su cabeza y qué podía significar todo aquello.
02
La programación televisiva es siempre igual de plana, igual de idiota. El serial que Trafalgar conoce por su madre expone ahora, a las 17:30 horas del miércoles 17 de septiembre del año 2014, un acontecimiento igual de burdo que el anterior y que el que está por llegar. Sí, el subdirector está a punto de decirle a la mujer de su jefe que éste le está poniendo los tochos con la secretaria, ya verás tú. Si no, ¿para qué iba a proponerle una cita? Trafalgar deja el café sobre la mesita y se recuesta en el sofá. Se ha manchado la camiseta de Tenerife con una gota de café, por eso frota el tejido de la misma. Por frotar, sin saber si eso sirve para algo y, en el fondo, dándole igual. Mira a su lado y ve su teléfono móvil. Lo coge. Piensa que, si tuviera el número de teléfono de Gala, quién sabe, quizás incluso la llamaría. Ese fluido de pensamiento se intercala en otras apreciaciones banales, como que tiene que poner la lavadora o que se ha olvidado de cerrar su sesión de correo electrónico en los ordenadores del colegio, y otros pensamientos se podrían colar si justo en ese momento no le asaltase otro él de un momento paralelo, otro Trafalgar mucho más desquiciado, mucho más desubicado, uno que dos días antes había saltado desde un cuarto piso al vacío del patio de luces.
Su gesto entonces se tuerce en una mueca de sorpresa. Otra vez ha vuelto a pasarle. Otra vez parece haber roto su capa de realidad. Pero no, qué digo. Será que vivir solo le está empezando a afectar.
–Joder.
01
–Ni j***r ni hostias –responde Román Copra.
Román, el amigo más longevo de Trafalgar, cartero de profesión y delantero de su equipo de fútbol sala en la liga social del polideportivo municipal del barrio de Horta, está sentado en la misma silla en la que se había pasado sentada durante los últimos dos días la madre de Trafalgar. Gestualiza con vehemencia y habla a gritos, exasperado, compensando con toda esa espectacularidad su menudo tamaño.