III

1396 Words
IIITristísimo sobre toda ponderación me volví a Madrid, y pasé toda la semana meditabundo y como alelado, deseando y temiendo que el domingo siguiente llegase, porque de un lado la curiosidad y de otro el temor solicitaban mi espíritu. Tan grande era mi sobresalto en la noche del sábado, que no pegué los ojos, y de madrugada me fui al mesón de la calle de la Aduana a buscar un acomodo en cualquier galera que partiese para el Real Sitio. Mi escasez de numerario me puso en peligro de no poder ir, lo que me desesperaba y afligía extraordinariamente. Pero con ruegos y razones sutilísimas, unidas al poco dinero que tenía, logré ablandar el corazón duro de un carromatero, que al fin consintió en llevarme. Las tres mulas emplearon no sé si un siglo en el viaje. Yo temía que se me adelantaran los tíos de Inés; pero no fue así. Cuando llegué, D. Celestino estaba en la misa mayor: entré en la iglesia lo mismo que los domingos anteriores; pero el templo me pareció triste y fúnebre. Al salir di agua bendita a Inés, esperamos al buen párroco en la puerta de la sacristía, y nos fuimos los tres a la casa. ¡Cosa singular! No hablamos nada por el camino. Los tres suspirábamos. Durante la comida traté de animar a los demás con fingido buen humor; pero no pude conseguirlo. Viendo la tardanza de la anunciada visita, yo creí que los Requejos no vendrían; pero mi alegría se disipó cuando estábamos concluyendo de comer. De improviso sentimos ruido de voces en el patio de la casa; levantámonos, y saliendo yo al corredor, oí una voz hueca y áspera que decía: —¿Vive aquí el latino y músico D. Celestino Santos del Malvar, cura de la parroquia? D. Mauro Requejo y su hermana Doña Restituta, tíos de Inés, habían llegado. Entraron en la habitación donde estábamos, y al punto que D. Mauro vio a su sobrina, dirigiose a ella con los brazos abiertos, y al estrecharla en ellos, exclamó endulzando la voz: —¡Inés de mi alma, inocente hija de la pobre Juana! Al fin, al fin te veo. Bendito sea Dios que este consuelo me da. ¡Qué linda eres! Ven, déjame que te abrace otra vez. Doña Restituta hizo lo mismo, pero exagerando hasta lo sumo el mohín lacrimoso de su rostro, así como la apretura de sus abrazos; y luego que ambos hubieron desahogado sus amantes corazones, saludaron a D. Celestino, quien no pudo menos de derramar algunas lágrimas al ver tal explosión de sensibilidad. Por mi parte, de buena gana habría correspondido con bofetones a los abrazos con que estrujaban a Inés aquellos gansos, cuya descripción no puedo menos de considerar ahora como indispensable. D. Mauro Requejo era un hombre izquierdo. Creo que no necesito decir más. ¿No habéis entendido? Pues lo explicaré mejor. ¿Ha sido la Naturaleza o es la costumbre quien ha dispuesto que una mitad del cuerpo humano se distinga por su habilidad y la otra mitad por su torpeza? Una de nuestras manos es inepta para la escritura, y en los trabajos mecánicos solo sirve para ayudar a su experta compañera, la derecha. Esta hace todo lo importante: en el piano ejecuta la melodía; en el violín lleva el arco, que es la expresión; en la esgrima maneja la espada; en la náutica el timón; en la pintura el pincel; es la que abofetea en las disputas; la que hace la señal de la cruz en el rezo, y la que castiga el pecho en la penitencia. Iguales disposiciones tiene el pie derecho; si algo eminente y extraordinario ha de hacerse en el baile, es indudable que lo hará el pie derecho; él es también el que salta en la fuga, el que golpea la tierra con ira en la desesperación, el que ahuyenta al perro atrevido, el que aplasta al sucio reptil, el que sirve de ariete para atacar a un despreciable enemigo que no merece ser herido por delante. Esta superioridad mecánica, muscular y nerviosa de las extremidades derechas, se extiende a todo el organismo. Cuando estamos perplejos sin saber qué dirección tomar, si el cuerpo se abandona a su instinto, se inclinará hacia la derecha, y los ojos buscarán la derecha como un oriente desconocido. Al mismo tiempo en el lado siniestro todo es torpeza, todo subordinación, todo ineptitud; cuanto hace por sí resulta torcido, y su inferioridad es tan notoria, que ni aun en desarrollo puede igualar al otro lado. La mitad de todo hombre es generalmente más pequeña que la otra: para equilibrarlas, sin duda, se dispuso que el corazón ocupara el costado izquierdo. Hemos hecho tan fastidiosa digresión para que se comprenda lo que dijimos de D. Mauro Requejo. Los dos lados de aquel hombre eran dos lados izquierdos; es decir, que todo él era torpe, inepto, vacilante, inhábil, pesado, brusco, embarazoso. No sé si me explico. Parecía que le estorbaban sus propias manos: al verle mirar de un lado para otro, creeríase que buscaba un rincón donde arrojar aquellos miembros inútiles, cubiertos con guantes sin medida, que quitaban la sensibilidad a los oprimidos dedos, hasta el punto de que su dueño no los conocía por suyos. Habíase sentado en el borde de la silla, y sus piernas, pequeñas y rígidas, no eran los miembros que reposan con compostura: extendíanse a un lado y otro como las dos muletas que un cojo arrima junto a sí. Ya no le servían para nada, sino para arrastrar de aquí para allí los pesados pies. Al quitarse el sombrero, dejándolo en el suelo; al limpiarse el sudor con un luengo pañuelo de cuadros encarnados y azules, parecía el mozo de cuerda que se descarga de un gran fardo. La buena ropa que vestía no era adorno de su cuerpo, pues él no estaba vestido con ella, sino ella puesta en él. En cuanto a los guantes, embruteciéndole las manos, se las convertían en pies. A cada instante se tocaba los dijes del reloj y los encajes de las chorreras para cerciorarse de que no se le habían caído; pero como tras la gamuza había desaparecido el tacto, necesitaba emplear la vista, y esto le hacía semejante a un mono que al despertar una mañana se encontrase vestido de pies a cabeza. Su inquietud era extraordinaria, como la de un cuerpo mortificado por infinito número de picazones, y cada pliegue del traje debía hacer llaga en sus sensibles carnes. A veces aquella inerte manopla de ante amarillo, rellena de dedos tiesos e insensibles, partía en dirección del sobaco o de la cintura con la ansiosa rapidez de una mano que va a rascar; pero se contenía subiendo a acariciar la barba recién afeitada. También movía con frecuencia el cuello, como si algún bicho extraño agarrado a su occipucio juguetease en el pescuezo entre el pelo y la solapa. Era el coleto encebado que irreverentemente se metía entre piel y camisa, o escarbaba la oreja. La mano de ante amarillo se alzaba también en aquella dirección; pero también se detenía pasando a frotar la rodilla. La cara de D. Mauro Requejo era redonda como una muestra de reloj: no estaba en su sitio la nariz, que se inclinaba del un hemisferio buscando el siniestro carrillo que, por obra y gracia de cierto lobanillo, era más luminoso que su compañero. Los ojos verdosos y bien puestos bajo cejas negras y un poco achinescadas, tenían el brillo de la astucia, mientras que su boca, insignificante si no la afearan los dos o tres dientes carcomidos que alguna vez se asomaban por entre los labios, tenía todos los repulgos y mohínes que el palurdo marrullero estudia para engañar a sus semejantes. La risa de D. Mauro Requejo era repentina y sonora: en la generalidad de las personas este fenómeno fisiológico empieza y acaba gradualmente, porque acompaña a estados particulares del espíritu, el cual no funciona, que sepamos, con la rigurosa precisión de una máquina. Muy al contrario de esto, nuestro personaje tenía sin duda en su organismo un resorte para la risa, de la cual pasaba a la seriedad tan bruscamente como si un dedo misterioso se quitara de la tecla de lo alegre para oprimir la de lo grave. Yo creo que él en su interior pensaba así: «ahora conviene reír», y reía.
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