Capítulo 13: Lealtades en sombra

1769 Words
Capítulo 13: Lealtades en sombra Marco La idea no fue mía. Fue de Carla. O tal vez sí lo fue, pero ella la dijo primero. Estábamos en la cocina, fingiendo que preparábamos café, cuando me miró con esa expresión que ya empezaba a reconocer: la de quien no confía en lo que todos dan por hecho. No era desconfianza ciega. Era esa forma suya de mirar más allá, de notar lo que no se dice, de leer entre líneas. —No podemos quedarnos esperando a que Elías lo resuelva todo —dijo en voz baja, mientras removía el azúcar sin mirar la taza—. Algo no me cuadra con él. Y si nadie más lo ve, entonces tenemos que mirar por nuestra cuenta. La frase quedó flotando entre nosotros. El vapor del café subía lento, como si también dudara. No respondí de inmediato. Pero algo en mí se activó. Tal vez porque yo también había sentido esa incomodidad. Tal vez porque necesitaba hacer algo más que sostener a Amar por las noches, más que ser el colchón emocional de una niña que ya no dormía sin tocarme la mano. —Tengo una idea —le dije, bajando la voz—. Pero no podemos decirle a nadie. Ni a Alarick. Ni a Aldana. —Ni a Elías —añadió ella, sin titubear. Asentí. No era solo una decisión. Era un pacto. Esa noche, después de acostar a Amar, subí al desván donde guardaba las cajas de mi padre. El señor Urdaneta había sido muchas cosas: empresario, político, hombre de secretos. Cuando murió, dejó más contactos que recuerdos. Yo nunca quise usar su nombre. Me parecía una forma de rendirme. Pero ahora… ahora necesitaba favores que no se pedían con formularios. Favores que no se explicaban. Favores que se cobraban con silencio. La libreta negra seguía donde la dejé, envuelta en una tela que olía a madera vieja y humedad. La abrí con cuidado, como si fuera un artefacto que podía romperse con el aire. Números sin nombres. Iniciales sin apellidos. Códigos que solo él entendía. Me detuve en tres. Marqué el primero. Me colgaron. El segundo fingió no conocerme. El tercero respondió con una voz seca y directa: “¿Qué necesitas?” No mencioné a Amar. No mencioné a Jazmín. Solo dije un nombre: Iván Rivas. La voz guardó silencio. Luego soltó una dirección. Un barrio olvidado. Un edificio sin ascensor. Y una advertencia: “No vayas solo.” Carla me esperaba en la biblioteca. Fingíamos revisar libros para Amar, pero entre las páginas había notas, mapas, registros. Ella tomaba apuntes con letra firme, con esa precisión suya que convertía cada dato en una pieza del rompecabezas. Yo hacía llamadas, cruzaba nombres, buscaba patrones. La tensión era constante, pero no incómoda. Era como si ambos supiéramos que estábamos haciendo lo correcto, aunque no supiéramos a dónde nos llevaría. —Encontré algo —dije, mostrándole la libreta abierta—. Iván trabajó como técnico en una clínica psiquiátrica hace cinco años. Cerró tras una denuncia por manipulación de historiales médicos. Carla frunció el ceño. Se acercó. Leyó en silencio. —¿Crees que Jazmín estuvo internada allí? —O que trabajó con él desde entonces —respondí. Ella se quedó en silencio. Luego escribió algo más en su cuaderno. Su letra se volvió más apretada, más rápida. Como si la intuición le ganara a la lógica. —No tenemos pruebas —dijo. —Pero tenemos algo mejor: dirección, contexto, y una intuición compartida. Carla cerró el cuaderno. Me miró con una mezcla de decisión y miedo. No era miedo a equivocarse. Era miedo a tener razón. —Esto lo hacemos tú y yo. Nadie más. —Nadie más —repetí. Nos quedamos en silencio. Afuera, la casa dormía. Amar respiraba con calma en la habitación de arriba. Aldana no sabía. Alarick no sospechaba. Elías seguía jugando a ser el único que sabía cómo avanzar. Y en ese pacto silencioso, supe que estábamos cruzando una línea. No por desconfianza. Por necesidad. Porque cuando el miedo se instala, la lealtad se vuelve acción. Y nosotros ya habíamos esperado demasiado. Aldana La tensión con Ander no se disipó. Al contrario, creció como una g****a que nadie quería mirar de frente. Desde que propuso enviar a Amar a un centro especializado, algo se rompió entre nosotros. No era solo una diferencia de opinión. Era una amenaza. Una fractura que se expandía cada vez que él hablaba de “protocolos”, “evaluaciones”, “entornos controlados”, como si nuestra hija fuera un caso clínico y no una niña que acababa de sobrevivir a un secuestro. Durante días, evitamos el tema. Fingimos normalidad. Él se encerraba en el estudio. Yo me refugiaba en la rutina. Marco se ocupaba de Amar con una dedicación que dolía de tan silenciosa. Carla y Alarick se movían como testigos prudentes, sin intervenir, pero atentos. Elías seguía con sus informes, sus llamadas, sus notas. Y Amar… Amar dormía más de lo habitual, pero con sobresaltos. Se aferraba a Marco por las noches. Me pedía que no la dejara sola en el baño. No quería que Ander la llevara al parque. No quería que nadie la tocara sin avisar. Una tarde, mientras Amar dormía en el sofá, lo escuché hablando por teléfono en el jardín. Su voz era baja, pero firme. Usaba palabras como “evaluación psicológica”, “entorno controlado”, “autorización judicial”. Me congelé. No era una conversación casual. Era una gestión. Un trámite. Una decisión tomada sin mí. Salí sin pensarlo. Crucé el jardín con pasos cortos, pero decididos. Él me vio venir. Cortó la llamada antes de que yo hablara. —¿Qué estás haciendo? Ander se giró, sorprendido. Guardó el teléfono en el bolsillo, como si eso pudiera borrar lo que había dicho. —Estoy buscando opciones. Lugares donde Amar pueda estar segura. —¿Segura de qué? ¿De nosotros? —De Jazmín. De lo que pueda pasar. No podemos seguir actuando como si esto fuera normal. —¿Y crees que arrancarla de su casa, de su familia, va a ayudarla? —Creo que ustedes están demasiado involucrados emocionalmente para ver lo que necesita. —¿Y tú no? —Yo quiero protegerla. —¿Aunque eso signifique separarla de mí? —Si es necesario, sí. Lo miré. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No era solo lo que decía. Era cómo lo decía. Con esa convicción que no dejaba espacio para mí. Para Marco. Para Amar. —Si vuelves a mover un solo dedo para alejarla de mí, te juro que no solo te vas a quedar fuera de esta casa. Te vas a quedar fuera de su vida. No me importa si tenemos que ir a la corte. No me importa si esto se vuelve una guerra. Pero no vas a tocarla sin mi consentimiento. Ander apretó los puños. Su mandíbula temblaba. Por un segundo, pensé que iba a gritar. Pero no lo hizo. —Entonces prepárate para pelear. —Ya estoy peleando. Desde el día en que Jazmín me la arrebató. No necesito otra amenaza dentro de casa. Me giré y entré sin mirar atrás. Cerré la puerta con fuerza. Amar seguía dormida, con la cabeza apoyada en el brazo del sofá. Marco estaba en la cocina, lavando una taza. Me miró. No preguntó. Pero sus ojos lo dijeron todo. Me senté junto a Amar. Le acaricié el cabello. Su respiración era tranquila, pero su cuerpo estaba tenso. Como si incluso en sueños no pudiera relajarse del todo. Por dentro, me prometí que nadie, ni siquiera su padre, volvería a decidir por ella sin luchar conmigo primero. Marco se acercó. Se agachó frente a mí. Me tomó la mano. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. —¿Lo escuchaste? —pregunté. —Sí. —¿Y? —Estoy contigo. Su voz era baja, firme. Como un ancla. Como una promesa. Después de unos minutos, Carla entró con una taza de té. No dijo nada. Se sentó a mi lado. Me la ofreció. Yo la tomé sin mirarla. El silencio entre nosotras era distinto. No era incómodo. Era compartido. Como si ambas supiéramos que algo estaba cambiando. Que algo se estaba rompiendo. Que algo, también, estaba por revelarse. Marco se quedó cerca. No se movió. No se fue. Y en ese momento, supe que no estaba sola. Que Amar no estaba sola. Que incluso si Ander decidía ir a la guerra, nosotros ya estábamos listos para resistir. Ander No sabía en qué momento había perdido el control. Tal vez nunca lo tuve. Tal vez solo me aferré a la idea de que podía reparar lo que rompí con decisiones firmes, con planes, con estructuras. Pero Aldana me había dejado claro que no iba a ceder. Y Marco… Marco era una sombra constante, un muro que no podía atravesar. Estaba en el estudio, con los papeles del centro clínico sobre la mesa, cuando Alarick entró sin tocar. —¿Tienes un minuto? Asentí. No tenía ganas de hablar, pero tampoco de discutir. Se sentó frente a mí. Me observó en silencio unos segundos. —¿Qué estás haciendo, Ander? —Intentando proteger a mi hija. —¿Y crees que eso se logra enfrentando a la única persona que ha estado con ella desde el primer día? —Aldana no ve con claridad. Está cegada por el miedo. —¿Y tú no? No respondí. —Mira —continuó Alarick—. Entiendo que quieras hacer algo. Todos queremos. Pero si conviertes esto en una batalla legal, vas a perder más que la custodia. Vas a perder la confianza de Amar. Y la de Aldana. Y la mía. —¿Y qué propones? ¿Que me quede de brazos cruzados? —No. Que trabajes con ellos. No contra ellos. Que escuches. Que preguntes. Que seas parte. No un enemigo. Me pasé las manos por el rostro. Estaba agotado. Roto. Pero Alarick tenía razón. Si seguía por ese camino, iba a quedarme solo. Y esta vez, no habría regreso. —Está bien —dije al fin—. Pero si algo le pasa a Amar, no me pidan que me quede quieto. —Nadie te lo pedirá. Pero no la protejas de quienes la aman. Protégela con ellos. Alarick se levantó. Me dio una palmada en el hombro. No fue afectuosa. Fue firme. Como quien dice: “Todavía puedes hacerlo bien.” Me quedé solo. Cerré los papeles. Apagué el teléfono. Y por primera vez en días, me permití llorar.
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