Capítulo 12: Bajo la piel del miedo

2132 Words
Capítulo 12: Bajo la piel del miedo Aldana El amanecer llegó sin que nadie lo notara. La luz entraba por las cortinas como un suspiro tibio, pero en casa todo seguía igual: quieto, tenso, suspendido. Amar se había despertado temprano, sin decir palabra. Caminaba por el pasillo con pasos cortos, arrastrando los pies, como si el suelo le pesara. Me acerqué para abrazarla, pero se limitó a apoyarse en mi costado sin mirarme. —¿Quieres desayunar? —pregunté. Negó con la cabeza. Luego murmuró algo que apenas entendí. —¿Qué dijiste, amor? —La señora… tenía olor a perfume fuerte —susurró. Me quedé helada. Era la primera vez que mencionaba algo concreto. No lloró. No se alteró. Solo lo dijo como si fuera un dato más, como si estuviera recordando una escena de una película que no le gustó. Desde que volvió, Amar hablaba poco. A veces se encerraba en su habitación y dibujaba figuras que no entendíamos. Otras veces se quedaba mirando la ventana, como si esperara que algo apareciera. Pero con Marco… con Marco era distinto. Él era el único con quien podía dormir. Se acurrucaba a su lado, le tomaba la mano, le pedía que le contara historias. Yo lo observaba desde la puerta, con una mezcla de ternura y celos. No porque quisiera ocupar ese lugar, sino porque me dolía no poder hacerlo. Con Ander, en cambio, Amar era dulce. Lo abrazaba, le decía “papá” con una sonrisa tímida. Pero cuando él intentaba quedarse con ella por la noche, la niña se ponía nerviosa. No lloraba, pero se tensaba. Como si algo en su cuerpo le dijera que no debía cerrar los ojos. Carla y Alarick estaban más callados que nunca. Se quedaban cerca, atentos, pero no intervenían. Carla me ayudaba con la comida, con los horarios, con los silencios. Alarick hablaba con el guardia privado, revisaba informes, hacía llamadas. Pero en casa, su voz era apenas un murmullo. Fue en medio de ese clima que Ander nos llamó a Marco y a mí al estudio. Su tono era firme, pero había algo en su mirada que me inquietó. —Tenemos que tomar decisiones —dijo, sin rodeos. —¿Qué tipo de decisiones? —preguntó Marco, cruzado de brazos. —Sobre Amar. No está segura aquí. No después de lo que pasó. Quiero enviarla a un lugar protegido. Un centro especializado. Solo por un tiempo. Me quedé en silencio. Sentí que el aire se volvía más denso. —¿Estás hablando de separarla de nosotros? —dije. —No es una separación. Es protección. —¿Protección de qué? ¿De nosotros? —Marco se adelantó, la voz cargada de incredulidad. —De Jazmín. De lo que pueda venir. —No —respondí, firme—. Nadie va a separarnos de nuestra hija. Ni tú. Ander frunció el ceño. Se levantó de la silla. —No estoy pidiendo permiso. Estoy diciendo lo que hay que hacer. —¿Desde cuándo decides solo? —Marco se acercó, desafiante—. ¿Desde que volviste y crees que puedes mandar? —Desde que ustedes no hacen nada. —¿Nada? —sentí que la rabia me subía por el pecho—. ¿Crees que no hacemos nada? ¿Crees que estar aquí, sosteniéndola, cantándole, acompañándola, es “nada”? —No es suficiente. —¿Y tú sí lo eres? El silencio que siguió fue brutal. Ander bajó la mirada. Marco se giró hacia mí, como buscando respaldo. Yo lo miré sin decir nada. Salí del estudio con el corazón latiendo como un tambor. Sentía que el miedo me invadía, pero también la rabia. No por él. Por todo. Por Jazmín. Por el sistema. Por la fragilidad de nuestra paz. Esa tarde, Jackie vino a visitarnos. Traía consigo a un hombre de unos cuarenta años, de mirada serena y voz pausada. —Se llama Elías —dijo—. Es investigador privado. Me ayudó con un caso familiar hace años. Es discreto, pero eficaz. Pensé que tal vez… No tenía fuerzas para discutir. Solo asentí y los invité a pasar. Elías no habló mucho. Se presentó con voz baja, pausada, y se quedó de pie en la sala como si no quisiera ocupar demasiado espacio. Jackie se sentó a mi lado, tomándome la mano. —Sé que ya tienen a alguien trabajando en esto —dijo—. Pero Elías tiene otros métodos. Otra forma de mirar. Y no tiene vínculos con nadie. Eso lo hace más libre. Durante las horas siguientes, se instaló en el comedor con su portátil, una libreta y una taza de café que Carla le preparó sin que nadie se lo pidiera. Jackie se quedó cerca, como si su presencia fuera una garantía. Yo la miraba de reojo, agradecida y agotada. Pasaron dos días. No hubo promesas. No hubo avances visibles. Solo el sonido constante del teclado, las llamadas en voz baja, las caminatas breves por el jardín mientras hablaba por el móvil. Amar lo observaba desde lejos, como si intuyera que ese hombre traía algo distinto. No le hablaba, pero tampoco lo evitaba. Fue en la noche del segundo día cuando Elías pidió reunirnos. Estábamos todos en la sala: Marco con Amar dormida sobre su pecho, Carla sentada en el brazo del sofá, Alarick de pie junto a la ventana, y yo, con las manos entrelazadas, esperando sin saber qué esperar. —Encontré algo —dijo Elías, sin rodeos—. Un nombre. El silencio fue inmediato. —Iván Rivas. Ex compañero de Jazmín en la universidad. Desapareció del radar hace años. No tiene redes, no tiene dirección fija. Pero encontré una transferencia a su nombre desde la misma cuenta que usó Jazmín para alquilar la casa donde retuvo a Amar. —¿Estás seguro? —preguntó Alarick. —Sí. Y hay más. Sacó un sobre de su mochila. Lo colocó sobre la mesa. Lo abrió con cuidado. Dentro, una hoja doblada en cuatro. —Esto apareció en mi buzón esta mañana. Sin remitente. Sin huellas. Pero la caligrafía coincide con documentos antiguos de Jazmín. Lo verifiqué. Desplegó la hoja. En el centro, con tinta negra, una sola frase: “Iván sabe más de lo que aparenta.” —¿Quién te la dio? —preguntó Alarick, acercándose. —No lo sé. No vi a nadie. Pero fue Jazmín. Estoy seguro. Es su forma de jugar. De dejar migas de pan. De controlar la narrativa. Nadie habló. Marco acariciaba el cabello de Amar, como si necesitara aferrarse a algo real. Carla se inclinó hacia adelante, los ojos fijos en la nota. Ander se mantuvo al margen, con el ceño fruncido. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda. —¿Qué significa esto? —pregunté. —Que Iván no es solo un cómplice. Es una pieza clave. Y que ella quiere que lo sepamos. —¿Por qué? —dijo Marco, alzando la voz por primera vez—. ¿Por qué nos daría una pista? —Porque quiere que vayamos tras él. Porque esto no ha terminado. Porque está jugando con nosotros. Elías guardó la nota. Su rostro no mostraba miedo. Solo concentración. —Voy a buscarlo. Pero necesito que confíen en mí. No les prometo resultados inmediatos. Pero si él está en alguna parte, lo voy a encontrar. Nadie dijo que sí. Nadie dijo que no. Pero en ese silencio, Elías entendió que tenía vía libre. Marco El día se sentía pesado. Como si el aire tuviera memoria. No era solo el calor, ni la humedad que se colaba por las ventanas. Era algo más denso, más íntimo. Como si las paredes recordaran lo que había pasado y se negaran a soltarlo. Me senté en el sofá, solo, con los codos sobre las rodillas y la cabeza baja. No pensaba en nada concreto. Solo en el vacío que se había instalado desde que Amar volvió. Un vacío que no gritaba, pero que tampoco dejaba respirar. No podía dormir. No podía comer. No podía hacer nada que se sintiera útil. Y eso, para mí, era lo peor. La casa estaba en silencio. No el silencio de descanso, sino el que se instala cuando todos caminan con cuidado, como si el suelo pudiera romperse. Amar dormía en mi habitación. Se había acostumbrado a buscarme por las noches, a acurrucarse sin decir palabra. Yo la abrazaba, le cantaba bajito, le contaba historias que inventaba sobre la marcha. Pero durante el día, me sentía como un fantasma. Como si mi rol se desvaneciera cuando el sol salía. Escuché pasos suaves. No me moví. Carla entró sin decir palabra. Se detuvo unos segundos en el umbral, como si dudara. Luego caminó despacio y se sentó a mi lado. No preguntó qué me pasaba. No me ofreció consuelo. Solo estuvo allí. Y eso fue suficiente. Durante minutos, no dijimos nada. El silencio entre nosotros era distinto al de los demás. No era incómodo. Era compartido. Como si ambos supiéramos que no había nada que decir, pero que estar ahí era decirlo todo. Ella cruzó las piernas, se acomodó el cabello detrás de la oreja, y se quedó mirando al frente. Yo seguía con la cabeza baja, pero sentía su presencia como una manta tibia sobre los hombros. —A veces siento que soy un mueble —dije, sin mirarla. Ella giró apenas el rostro. Sonrió. Una sonrisa triste, pero cálida. —A veces, ser mueble cómodo es lo que más se necesita. Nos reímos. Por primera vez en días. Y fue raro. Fue hermoso. Fue necesario. No era una carcajada. Era una risa suave, como si el cuerpo recordara que podía hacerlo. —Nunca pensé que tú me consolarías —dije. —Yo tampoco. Pero aquí estamos. Se inclinó hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo. Yo hice lo mismo. El techo parecía más alto desde esa posición. Más lejano. Más soportable. —¿Sabes qué me molesta? —dijo ella, después de un rato. —¿Qué? —Que Jazmín nos robó cosas que ni siquiera sabíamos que teníamos. —¿Como qué? —Como la paz. Como la rutina. Como la confianza. Asentí. No porque estuviera de acuerdo, sino porque entendía. Jazmín no solo había secuestrado a Amar. Había secuestrado nuestras certezas. Nuestra forma de mirar el mundo. Nuestra capacidad de respirar sin miedo. —¿Crees que va a volver? —pregunté. Carla no respondió de inmediato. Se quedó mirando la ventana, donde la luz empezaba a apagarse. —No lo sé. Pero si lo hace, esta vez no va a encontrarnos rotos. Me giré hacia ella. La miré por primera vez en todo el día. Y en sus ojos vi algo que no esperaba: fuerza. No rabia. No dolor. Fuerza. —Gracias por sentarte conmigo —dije. —Gracias por no decir nada. Nos quedamos así un rato más. El silencio volvió. Pero esta vez, no pesaba. Esta vez, sostenía. Esa noche, mientras todos revisaban los avances que Elías había traído, Carla se mantuvo en segundo plano. No intervenía en las discusiones, pero observaba. Observaba más de lo que hablaba. Elías explicaba sus hallazgos con precisión, con calma, con una seguridad que parecía ensayada. Y aunque los demás asentían, algo en su forma de hablar me inquietaba. Yo estaba en la cocina, preparando té para los que aún seguían despiertos, cuando Carla entró sin hacer ruido. Se apoyó en la encimera, cruzó los brazos y me miró. —¿Puedo decirte algo? —preguntó. —Claro. —No confío en Elías. Me giré hacia ella, sorprendido. —¿Por qué? —No lo sé. Es una intuición. Pero no quiero decírselo a Alarick. Él está demasiado metido en esto. Y tú… tú eres el único que no parece deslumbrado por ese hombre. Me quedé en silencio. Carla bajó la mirada, como si dudara de sí misma. —No estoy diciendo que sea malo —continuó—. Solo que hay algo en su forma de moverse, de hablar, que me parece… calculado. Como si ya supiera más de lo que dice. Como si no estuviera buscando, sino dirigiendo. —¿Crees que está ocultando algo? —Sí. Y no sé si es por protegernos o por protegerse a sí mismo. Me acerqué. Le pasé una taza de té. Ella la sostuvo entre las manos, como si necesitara calor. —¿Y qué hacemos? —Lo observamos. Lo escuchamos. Pero no lo seguimos ciegamente. Asentí. Carla me miró con una mezcla de firmeza y vulnerabilidad. —Gracias por no mirarme como si estuviera loca. —Gracias por confiar en mí. Y en ese momento, entendí que no solo estábamos enfrentando a Jazmín. También estábamos aprendiendo a leer entre líneas. A desconfiar con cuidado. A protegernos desde adentro.
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