Capítulo 11: Ecos de una herida

1313 Words
Capítulo 11: Ecos de una herida Aldana La casa estaba en silencio. No el silencio que calma, sino el que pesa. El que se instala después del desastre, cuando el cuerpo aún tiembla y la mente no sabe si lo vivido fue real o una pesadilla que se niega a terminar. Amar dormía. O eso intentaba. Desde que volvió, no quería que nadie se alejara. Me pedía que me quedara en la habitación hasta que sus ojos se cerraran, y aún así, se despertaba en medio de la noche, llamándome con voz temblorosa. No hablaba mucho. No lloraba. Solo preguntó una vez, con voz suave: “¿Por qué me llevó esa señora?” Y luego se encerró en su mundo de dibujos y canciones infantiles. No quería que le mencionáramos el centro comercial, ni los peluches, ni los helados. Como si borrar las palabras pudiera borrar el recuerdo. Marco estaba en la cocina, moviéndose como autómata. Preparaba café que nadie tomaba. Alarick y Carla se habían ido al amanecer, con la promesa de volver. El guardia privado también se retiró, diciendo que enviaría el informe completo en cuanto tuviera acceso a las cámaras externas y al rastreo de la llamada. Y Ander… Ander se había encerrado en el estudio. No hablaba. No comía. No dormía. Yo lo entendía. Pero también lo odiaba un poco por eso. Después de acostar a Amar, caminé por el pasillo con pasos lentos. Me detuve frente a la puerta del estudio. Dudé. Luego entré sin tocar. Ander estaba allí, sentado frente al escritorio, con la cabeza entre las manos. No se giró al escucharme. El aire en la habitación era denso, como si el dolor se hubiera acumulado en las paredes. —¿Cómo está Amar? —preguntó, sin levantar la mirada. —Callada. No quiere hablar de lo que pasó —respondí, sintiendo el peso de cada palabra. —¿Y tú? —añadió entonces, más bajo. —Yo tampoco. Me senté frente a él. Lo miré. No era el hombre que conocí. Tampoco el que me rompió. Era otro. Uno que había visto el infierno y regresado con las manos vacías. —No puedo dejar de pensar en lo que dijo Jazmín —murmuré—. Que sabía del embarazo. Que manipuló todo. Ander levantó la mirada. Sus ojos estaban vacíos. —Lo sabía. Y yo le creí. Cada mentira. Cada palabra. —No es tu culpa —dije, aunque una parte de mí aún luchaba contra el resentimiento. —Sí lo es. Dejé que me alejara de ti. Dejé que Amar creciera sin mí. —No sabías. No podías saber. —Pero ahora lo sé. Y eso me destruye. Quise tocarlo. Quise consolarlo. Pero no pude. Había una barrera invisible entre nosotros. Una hecha de años perdidos, de heridas abiertas, de miedo. —¿Y ahora qué? —pregunté. —Ahora… la guerra empezó. A la mañana siguiente, el guardia privado regresó. Esta vez con el rostro más tenso, los ojos cargados de información que no quería dar de golpe. Nos reunió en la sala. Marco se sentó a mi lado. Ander permaneció de pie, con los brazos cruzados. El ambiente era espeso, como si todos supiéramos que lo que venía no iba a ser fácil de digerir. —Revisé las grabaciones externas del centro comercial —comenzó el guardia—. Y encontré algo que no vimos antes. Encendió la tablet. En la pantalla, una figura masculina aparecía caminando detrás de Jazmín. No se veía el rostro. Llevaba gorra, chaqueta oscura, y se mantenía a distancia. Pero estaba allí. Siempre cerca. —No estaba sola —dijo el guardia—. Este hombre la acompañó. La esperaba en un auto n***o, sin placas. Lo vimos en al menos tres cámaras. Siempre vigilando. Marco frunció el ceño. Alarick, que había llegado minutos antes, se inclinó sobre la pantalla. —¿Podemos rastrear el auto? —preguntó. —Lo estamos intentando. Pero si es robado o tiene placas falsas, será difícil. —¿Y si ella tiene cómplices? ¿Una red? —Es posible. Jazmín no actuó como una improvisada. Sabía cómo moverse. Cómo evitar cámaras. Cómo sedar a una niña sin que llorara. Me temblaron las manos. Amar. Mi hija. Mi bebé. Sedada. En brazos de una mujer que decía que no debía existir. —Eso significa que puede volver —dijo Marco. —Sí. Y probablemente lo hará. Nadie respondió. Solo se escuchó el zumbido de la tablet apagándose. El guardia se retiró poco después, dejándonos con más preguntas que certezas. Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y tensión. Amar cambió. Lo vi en sus ojos. En su forma de caminar. En cómo se aferraba a mí. Ya no quería salir. Ni al parque. Ni al jardín. Lloraba si me alejaba más de unos metros. Dormía con la luz encendida. Me pedía que cantara hasta que se durmiera. Yo lo hacía. Aunque la voz se me quebrara. Aunque las lágrimas me ahogaran. Ander intentaba estar presente. Jugaba con ella. Le contaba cuentos. Le preparaba el desayuno. Pero cada vez que Amar lo llamaba “papá”, él se rompía un poco más. Y yo lo veía. Y no sabía si acercarme o alejarme. Una tarde, mientras doblaba ropa en la habitación, Ander entró. Tenía una expresión que no reconocí. No era tristeza. Era algo más profundo. Más urgente. —Tenemos que hablar —dijo. —¿Sobre qué? —Sobre nosotros. Dejé la ropa sobre la cama. Lo miré. —No sé si puedo hablar de “nosotros” ahora. —Lo sé. Pero necesito saber dónde estamos. Qué somos. Qué quieres. —Quiero que Amar esté bien. Quiero que Jazmín desaparezca. Quiero que el miedo se vaya. —¿Y yo? —No lo sé, Ander. No después de todo. Se acercó. Me miró con culpa. Con esperanza. Con algo que parecía amor, pero también arrepentimiento. —Yo quiero estar contigo. Quiero recuperar lo que perdimos. Quiero ser el padre que Amar merece. El hombre que tú mereces. —¿Y si no puedo confiar? —Entonces lucharé por esa confianza. Día a día. Paso a paso. Bajé la mirada. Mi corazón latía con fuerza. Había amado a Ander. Lo había perdido. Lo había recuperado. Pero el dolor era una sombra que no se iba. —No prometas lo que no puedes cumplir —susurré. —No lo haré. Solo te pido una oportunidad. No respondí. Pero no lo rechacé. Y eso, para él, fue suficiente. Dos días después, el guardia volvió. Esta vez con algo más concreto. Nos citó en la cocina, donde el aire parecía más denso que nunca. —Rastreé una transferencia bancaria —dijo—. Desde una cuenta en Panamá. Vinculada a una empresa fantasma. Y desde esa misma red, se envió un correo. Desde una IP cercana a la frontera. Nos mostró el mensaje. Solo decía: “No he terminado.” —Es ella —dijo Alarick. —Sí. Y está cerca. —¿Qué hacemos? —Esperamos. Vigilamos. Y nos preparamos. Esa noche, me senté junto a Amar en la cama. Le acaricié el cabello. Le canté. Me miró con ojos grandes. —¿La señora mala va a volver? —No, mi amor. No va a volver. —¿Lo prometes? Tragué saliva. —Lo prometo. Cerró los ojos. Y por primera vez en días, durmió sin pedirme que me quedara. Salí al pasillo. Ander estaba allí. No dijo nada. Solo me miró. —¿Está bien? —Sí. Por ahora. —¿Y tú? —No lo sé. Pero estoy aquí. Me abrazó. No como antes. No con pasión. Sino con ternura. Con respeto. Con la promesa silenciosa de que, pase lo que pase, no se iría. Y en ese abrazo, sentí que tal vez, solo tal vez, podíamos reconstruirnos.
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