El aire en Afganistán siempre olía igual: a polvo caliente, a pólvora impregnada en la ropa, a sudor viejo. Ethan Mitchell llevaba tanto tiempo respirándolo que ya no podía imaginar otro aroma. Tres años de patrullas, explosiones y funerales lo habían convertido en una sombra del hombre que alguna vez se alistó en los Marines con el uniforme todavía limpio y las manos libres de sangre. Esa mañana, la orden fue clara: una patrulla hacia un poblado a diez kilómetros al norte, donde supuestamente había un almacén de armas oculto. El teniente Reynolds lo llamó a su tienda y lo miró fijo. —Sargento Mitchell, quiero a su escuadra al frente. Es una operación rápida, pero no se confíe. Ethan asintió en silencio. Ya no discutía, ya no opinaba. Solo obedecía. Pero dentro de él algo estaba quebra

