CAPITULO 7

739 Words
El campamento parecía dormir en calma, pero para Ethan Mitchell la guerra nunca se apagaba. Llevaba semanas sin descansar de verdad. Cada vez que cerraba los ojos, lo recibía la misma pesadilla: el rostro de Jackson, de Collins, de tantos hombres que habían caído a su lado. Veía cómo gritaban su nombre, cómo lo miraban justo antes de morir, como si lo culparan por no haber hecho más. Se despertaba empapado en sudor, con los músculos tensos, el corazón golpeándole en el pecho como si aún estuviera bajo fuego. Y entonces agarraba su fusil. Siempre lo mantenía cerca, incluso cuando intentaba dormir. No podía confiar en el silencio. En el día, sus hombres lo notaban distinto. El sargento Mitchell, siempre firme, siempre implacable, ahora tenía una chispa rara en la mirada. Se había vuelto más duro en las órdenes, más frío. Ya no aceptaba bromas, ni pequeñas distracciones. Cada error le hervía la sangre. —Sargento, solo fue un descuido —dijo uno de los reclutas cuando olvidó cargar su fusil en el entrenamiento. Ethan lo tomó por el chaleco, lo estampó contra la pared de la tienda y lo miró con los ojos desbordados de ira. —Ese descuido allá afuera te mata a ti, y a todos nosotros. ¿Quieres que mueran tus hermanos por tu estupidez? —le gritó, con la voz quebrada de rabia. El campamento se quedó en silencio. Nadie se atrevió a intervenir. Esa noche, mientras fumaba solo junto a las barricadas, Harris se acercó. —Sargento… estás cargando demasiado. Nadie puede con todo esto. Ethan no respondió. Solo apretó los dientes y siguió mirando al horizonte vacío. En el fondo lo sabía: algo dentro de él se estaba rompiendo. Los ataques volvieron a golpearlo en sueños. En una ocasión despertó apuntando con su fusil al compañero que dormía en la litera de al lado. El muchacho gritó, y otros corrieron a detenerlo. Ethan temblaba, los ojos perdidos, sin entender dónde estaba. —¡Sargento, suelte el arma! ¡Está en el campamento! —le gritaban. Cuando al fin bajó el fusil, se derrumbó sobre la cama, con las manos en el rostro. Nadie dijo nada, pero todos lo vieron: el héroe, el líder, el que siempre tenía respuestas… estaba quebrándose. El teniente Reynolds lo llamó a su tienda días después. —Mitchell, eres uno de mis mejores hombres. Pero si sigues así, vas a llevar a tu unidad directo al matadero. Ethan se quedó de pie, rígido, pero dentro sentía que la cuerda que lo sostenía estaba a punto de romperse. —Con todo respeto, señor —dijo con voz ronca—. Esta guerra ya nos mató a todos. Solo seguimos caminando. Reynolds lo miró largo rato, sin responder. Esa noche, Ethan volvió a su libreta. Las páginas estaban casi llenas, manchadas de polvo, sudor y sangre. Con manos temblorosas escribió: “El enemigo no está en las montañas ni en las balas. El enemigo ya vive dentro de mí.” Cerró el cuaderno con fuerza, como si pudiera encerrar a los fantasmas entre sus páginas. Pero sabía la verdad: los fantasmas ya no se iban a ir. Ethan se unió a sus soldados en la fogata. Intentaron bromear, contar historias de casa, pero él apenas escuchaba. Cada vez que alguien mencionaba “cuando regrese”, un escalofrío le recorría la espalda. Regresar… ¿a dónde? ¿A quién? El aire olía a polvo y humo de madera. La risa de sus hombres le parecía lejana, como si viniera de otro mundo al que ya no pertenecía. Entonces, uno de los nuevos reclutas, un chico de apenas diecinueve años, preguntó con ingenuidad: —Sargento, ¿cree que saldremos vivos de aquí? El silencio se hizo pesado. Ethan lo miró fijo, con ojos oscuros, y dijo en voz baja: —Nadie sale vivo de aquí, soldado. Ni aunque el cuerpo vuelva a casa. Los demás callaron. Nadie volvió a reír esa noche. Más tarde, en su litera, Ethan abrió su libreta. Las páginas estaban casi llenas, manchadas de polvo, sudor y sangre. Con manos temblorosas escribió: “El enemigo no está en las montañas ni en las balas. El enemigo ya vive dentro de mí. Cada día que sobrevivo, pierdo un pedazo más.” Cerró el cuaderno con fuerza, como si pudiera encerrar a los fantasmas entre sus páginas. Pero sabía la verdad: los fantasmas ya no se iban a ir.
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