CAPITULO 6

742 Words
El sol apenas comenzaba a calentar la arena cuando la orden llegó al campamento: “Operación de asalto en Qalat. Sospecha de base insurgente.” Ethan Mitchell, ahora con el rango de sargento cosido en su uniforme polvoriento, reunió a sus hombres. Su rostro era el mismo que hacía tres años había dejado Texas, pero su mirada ya no. Había algo endurecido, casi vacío, en esos ojos que apenas parpadeaban ante la idea de otro combate. —Será un barrido rápido —dijo, desplegando el mapa sobre la mesa metálica—. Entramos por el sur, aseguramos la plaza central, limpiamos casas y nos replegamos. No quiero héroes, quiero sobrevivientes. El “Sí, sargento” resonó como un eco gastado. El convoy salió poco después, ocho Humvees retumbando por la carretera polvorienta. El aire ardía, el viento levantaba torbellinos de arena que cegaban la vista. Ethan iba en la torreta, fusil en mano, el rostro implacable. El pueblo apareció entre las dunas como una sombra gris: casas de adobe, calles estrechas, ventanas oscuras. Parecía vacío. Y eso era lo peor. —Demasiado tranquilo… —murmuró Harris, a su lado. Ethan no respondió. Solo levantó el puño y dio la orden de avanzar. El primer escuadrón entró en la plaza. Nada. Silencio. Y entonces, el infierno. El rugido de una explosión destrozó el primer Humvee. El fuego se elevó como una antorcha, los gritos desgarraron el aire. De inmediato, una lluvia de balas cayó desde los tejados y ventanas. —¡Contacto! ¡Contacto! —rugió Ethan por la radio, abriendo fuego con la ametralladora. El estruendo era ensordecedor. Las balas rebotaban en las paredes, los casquillos calientes caían como lluvia. Los insurgentes aparecían por todas partes: desde callejones, azoteas, incluso disfrazados de civiles. La plaza se convirtió en un campo de fuego cruzado. —¡Torres, cúbreme el flanco! ¡Harris, saca a los heridos de ahí! ¡Muévanse! —Ethan gritaba órdenes, cada palabra más desgarrada que la anterior. El humo de las explosiones oscurecía el aire. La sangre manchaba el suelo de arena. Un misil RPG pasó rozando la torreta donde estaba Ethan y explotó contra una casa cercana, partiéndola en dos. El impacto lo lanzó contra el blindaje, aturdido, pero se levantó de inmediato, los oídos zumbando. Vio a uno de los suyos, un recluta nuevo, paralizado en medio de la calle con el fusil colgando. Ethan saltó de la torreta, lo derribó contra el suelo justo cuando una ráfaga de AK-47 atravesaba el espacio donde había estado un segundo antes. —¡Despierta, carajo! —le gritó en la cara, sacudiéndolo—. ¡Si no disparas, mueres! El chico, temblando, apretó el gatillo por reflejo. La batalla se extendió por horas que parecían eternas. Los Marines respondían con fuego disciplinado, pero cada baja enemiga significaba perder otro compañero. Ethan corrió de un lado a otro, disparando, arrastrando heridos, lanzando granadas para despejar las casas. Cada explosión retumbaba en su pecho como un martillazo. En un momento, Harris fue alcanzado en la pierna y cayó al suelo, arrastrándose entre sangre y polvo. Ethan no dudó: corrió bajo fuego enemigo, lo cargó al hombro y lo llevó hasta una pared derruida que servía de cobertura. —Aguanta, hermano, no te vas a ir hoy —le dijo con la voz ronca, mientras presionaba la herida. Harris, con los dientes apretados, apenas alcanzó a sonreír. El combate siguió hasta que los insurgentes, superados por el fuego, comenzaron a retirarse hacia las montañas. El silencio cayó de golpe, tan pesado como el humo que aún flotaba en el aire. La plaza era un cementerio. Humvees destruidos, cuerpos de insurgentes mezclados con Marines caídos, casquillos brillando en la arena. El olor a pólvora y carne quemada impregnaba todo. Ethan se dejó caer contra una pared, el fusil aún entre las manos. Respiraba como un animal acorralado, con la vista fija en el horizonte vacío. Miró a sus hombres: siete heridos, dos muertos. Habían “ganado”. Una victoria amarga. Otra más para su colección. Cuando regresaron al campamento, los oficiales los felicitaron. “Buen trabajo, Sargento Mitchell”, le dijeron. Ethan apenas asintió, sin escuchar. Esa noche, con las manos aún manchadas de sangre seca, abrió su libreta y escribió: “La guerra dice que sobrevivimos, pero lo que realmente hacemos es morir más lento.” Cerró el cuaderno. Afuera, el desierto dormía. Adentro, Ethan no podía cerrar los ojos.
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