El sol en Afganistán no perdona.
Ethan Mitchell lo sabía desde el primer día que pisó aquel desierto. El aire caliente le raspaba la garganta, la arena se colaba por cada rendija de su uniforme y las botas parecían hechas de plomo después de tantas horas de patrulla.
Tenía apenas 22 años, pero en la mirada ya no quedaba mucho del chico que se había despedido de Texas unos meses atrás. En el espejo de la tienda militar veía a alguien distinto: mandíbula apretada, sombras bajo los ojos, cicatrices que no siempre eran físicas.
El convoy avanzaba lento por las calles polvorientas de un pueblo cercano a Kandahar.
Ethan iba en la torreta del Humvee, con las manos firmes en la ametralladora, los ojos escaneando ventanas, tejados, cualquier sombra que pudiera ocultar un peligro. El ruido del motor era un murmullo constante que no lograba acallar los pensamientos que le zumbaban en la cabeza.
"Mantente alerta, Mitchell", resonaba la voz del sargento en su memoria.
Pero él ya lo estaba. Siempre lo estaba.
La guerra le había enseñado a no confiar en el silencio.
Porque justo antes de las emboscadas, justo antes de las explosiones… todo quedaba en un silencio extraño.
Y aun así, había algo en él que se resistía a volverse completamente piedra. Por las noches, cuando el desierto se enfriaba y el campamento quedaba en penumbras, Ethan escribía en una libreta vieja que llevaba consigo. No cartas, no diarios, solo frases sueltas. Palabras que le recordaban que seguía siendo humano.
“Quiero volver a sentir la lluvia.”
“Quiero recordar cómo suena la risa.”
“Quiero volver a casa.”
Era su forma de no perderse en la arena.
El día comenzaba antes de que el sol saliera.
En el campamento, las sirenas sonaban a las 04:30. Ethan se levantaba con los demás, cuerpo rígido, apenas unas horas de sueño ligero, interrumpido por los zumbidos de helicópteros o los ecos lejanos de disparos. El olor a polvo impregnaba las mantas, el sudor se mezclaba con el metal de las armas que dormían junto a ellos como compañeras inseparables.
El desayuno no era más que huevos fríos y café aguado servido en bandejas de acero. Nadie se quejaba. La mayoría comía en silencio, otros intercambiaban bromas forzadas que sonaban más como una manera de ahuyentar el miedo que como verdadero humor. Ethan prefería callar, masticar despacio, observar.
Después venían las patrullas.
El Humvee era un horno rodante, y el chaleco antibalas añadía kilos de plomo al cuerpo. Cada esquina, cada sombra en la ventana de una casa podía esconder un fusil enemigo o un explosivo improvisado. El enemigo no llevaba uniforme: podía ser un hombre con turbante, un niño corriendo, una mujer que miraba demasiado fijo.
Ethan aprendió rápido a leer gestos, movimientos, miradas.
Aprendió que un pueblo en silencio era más aterrador que un pueblo lleno de voces.
Aprendió que la confianza era un lujo que no podía permitirse.
En más de una ocasión vio cómo el suelo explotaba bajo las ruedas del vehículo de adelante, convirtiendo el metal en llamas y a los gritos en silencio eterno. Aprendió que la muerte olía a pólvora y sangre, que tenía el mismo sonido que el pitido agudo en los oídos después de una explosión.
Las noches tampoco ofrecían descanso.
En las torres de vigilancia, Ethan permanecía horas mirando un horizonte n***o, el fusil apoyado contra el pecho. El viento del desierto era helado, cortante, y el silencio absoluto se rompía solo cuando un disparo lejano atravesaba la oscuridad.
En esos momentos, Ethan se obligaba a recordar que no siempre había sido un soldado. Que antes fue un muchacho que corría en campos verdes de Texas, que soñaba con carreras de autos, con una vida sencilla. Pero esos recuerdos eran como fotografías arrugadas, casi borradas por el sol del desierto.
Y sin embargo, en el fondo, aún resistía algo humano.
Cada vez que podía, en la libreta escondida bajo su litera, escribía:
“Quiero volver a casa.”
“Quiero recordar cómo se siente abrazar a alguien.”
“Quiero sobrevivir.”
El reloj marcaba las 23:47.
Ethan estaba en la torre de vigilancia, los ojos clavados en la nada, con el fusil apoyado en el pecho. El viento frío del desierto le arañaba la piel y levantaba remolinos de arena que parecían fantasmas cruzando la oscuridad.
A su lado, un compañero mascaba chicle con la mandíbula apretada, como si ese gesto automático pudiera mantenerlo despierto. Nadie hablaba demasiado durante esas guardias. Las palabras eran peligrosas: distraían, hacían bajar la guardia, te recordaban que eras humano en un lugar donde ser humano era lo más frágil.
Allá afuera, más allá de las vallas, el silencio era pesado.
Ese silencio que Ethan había aprendido a odiar, porque nunca era inocente. El silencio podía esconder un enemigo que observaba, un explosivo enterrado bajo la tierra, o una bala esperando en la oscuridad.
Miró sus manos. Estaban curtidas, con los nudillos marcados, pero lo que más le impresionaba era la manera en que temblaban cuando intentaba relajarlas. No de miedo —o al menos eso se repetía—, sino del cansancio constante, de la tensión que jamás abandonaba el cuerpo.
Cerró los ojos un instante y pensó en casa.
En el olor a pan recién hecho de su madre, en el rugido del taller donde trabajaba su padre, en los atardeceres cálidos de Texas que parecían infinitos.
Y entonces el recuerdo se quebró, tragado por la realidad: un horizonte oscuro, un fusil cargado, un uniforme manchado de polvo.
Ethan abrió su libreta y, con la linterna apenas encendida, escribió una sola frase:
“El silencio aquí no significa paz. Solo significa que algo está por venir.”
Cerró el cuaderno, ajustó el fusil y volvió a mirar el desierto.
La noche siguió avanzando, lenta e implacable.