El amanecer en Kandahar tenía un brillo engañoso. El cielo limpio y claro, teñido de un azul casi perfecto, ocultaba el hecho de que cada día era una moneda lanzada al aire: cara, regresabas al campamento; cruz, terminabas siendo un nombre grabado en una placa de metal.
Ethan Mitchell lo sabía.
Todos lo sabían.
Se ajustó el chaleco antibalas, revisó el cargador de su M16 y subió a la torreta del segundo Humvee. Sus manos curtidas apretaron la ametralladora Browning .50 como si fuera una extensión de su cuerpo. El convoy de cuatro vehículos salió del campamento levantando una nube de polvo tras de sí.
Era una patrulla rutinaria, o al menos eso decía el informe. Rutinaria.
En Afganistán, nada era rutinario.
Los Marines avanzaban despacio, con los ojos clavados en cada ventana, cada sombra, cada puerta entreabierta. El pueblo parecía dormido, demasiado quieto, como si el aire mismo contuviera la respiración.
—No me gusta esto —murmuró Torres desde el primer Humvee, su voz distorsionada en la radio.
—Concéntrate, soldado. Ojos abiertos —respondió el sargento Collins.
Ethan tragó saliva. La sensación en el estómago era la misma que en todas las patrullas: una mezcla de tensión y náusea. El silencio nunca era buena señal.
Avanzaron unos metros más y entonces el infierno se desató.
Un rugido seco sacudió el suelo. El primer Humvee explotó en una llamarada que iluminó la calle. El metal voló en pedazos, el fuego envolvió la cabina, y los gritos de los ocupantes se perdieron en la onda expansiva. Ethan sintió cómo el golpe lo lanzó contra la torreta, los oídos le zumbaban y un pitido agudo le borraba todos los sonidos.
—¡I.E.D.! ¡Contacto, contacto! —retumbó la radio segundos después.
De las ventanas y azoteas comenzaron a escupir fuego. Los insurgentes disparaban desde cada ángulo, las balas silbaban rozando el blindaje. Ethan reaccionó de instinto: apretó el gatillo de la .50 y la ametralladora rugió con furia, vomitando plomo contra las sombras. El retroceso le sacudía los brazos, los casquillos ardientes caían a su alrededor, pero no soltó el gatillo.
—¡Mitchell, izquierda, izquierda! —gritó alguien.
Giró y vio a tres hombres con lanzacohetes RPG corriendo hacia un muro. Abrió fuego de inmediato. El primero cayó con el pecho destrozado, el segundo se desplomó con el arma en la mano. El tercero alcanzó a disparar antes de recibir la ráfaga.
El proyectil impactó contra el tercer Humvee. La explosión lo levantó del suelo, lo volteó como un juguete, y lo partió en dos. El fuego lo devoró al instante.
Ethan vio salir a Jackson, arrastrándose entre las llamas, con las piernas convertidas en una masa de carne destrozada. Su amigo de litera, el que hablaba todas las noches de volver a Texas a beber cerveza fría, de conseguir una camioneta nueva, de casarse algún día.
—¡Cúbranlo! ¡Cúbranlo! —gritó Ethan, disparando hacia las azoteas.
Pero otra ráfaga de AK-47 alcanzó a Jackson antes de que pudiera moverse más. Su cuerpo quedó tendido en la calle, inmóvil, los ojos abiertos mirando un cielo que no volvería a ver.
Ethan apretó los dientes hasta que sintió que se le iban a quebrar.
Disparó y disparó, como si pudiera arrancar del aire al hombre que había jalado ese gatillo. Cada ráfaga era rabia pura, pero ninguna bala devolvía a su compañero.
El combate duró apenas diez minutos, aunque a Ethan le parecieron horas. Cuando los insurgentes se replegaron, solo quedó el eco de las detonaciones, el olor a pólvora, humo y carne chamuscada. El suelo estaba alfombrado de casquillos calientes y de silencio. Ese silencio pesado, el mismo que siempre volvía después de la tormenta.
Bajó de la torreta con las manos temblando. El fusil colgaba de su pecho como si pesara una tonelada. Sus botas crujían sobre vidrios, restos de metal, sangre que se mezclaba con la arena.
El primer Humvee era un amasijo irreconocible. Dentro no quedaba nadie vivo. El tercero ardía todavía, como una antorcha que iluminaba la calle vacía. El humo n***o se elevaba hacia el cielo azul perfecto, como una mancha imposible de borrar.
Ethan caminó hasta Jackson. Se arrodilló junto a él.
Le temblaban las manos, pero aun así le cerró los ojos con un gesto lento, casi reverente. Sintió un nudo en la garganta, pero las lágrimas no salieron. La guerra no daba permiso para llorar.
El sargento Collins pasó junto a él, con la cara tiznada de polvo y hollín.
—Levántate, Mitchell. Tenemos que movernos.
Ethan no respondió. Se quedó un segundo más mirando a su amigo. La rabia ardía en su pecho como un fuego que no se apagaba.
Finalmente se levantó.
Su libreta estaba en el bolsillo de su chaleco, manchada de sangre. La sacó, abrió una página en blanco y, con la mano temblorosa, escribió:
“Hoy la guerra me arrebató otro pedazo de mí.”
Cerró la libreta, ajustó el fusil y miró hacia el horizonte polvoriento.
Sabía que mañana, o en unas horas, sería lo mismo. Otra patrulla. Otra emboscada. Otro silencio.
La guerra no perdonaba a nadie.